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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

Al sur de la frontera, al oeste del sol (8 page)

BOOK: Al sur de la frontera, al oeste del sol
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Nos sentamos frente a frente. Hasta que vino la camarera, ni él ni yo dijimos nada. Con la mesa de por medio, nos mirábamos fijamente. Luego, el hombre pidió dos cafés.

—¿Por qué ha estado usted siguiéndola? —me preguntó con educación.

No respondí.

Se me quedó mirando con ojos inexpresivos.

—Sé que la ha seguido desde Shibuya —dijo—. Es imposible no darse cuenta de que te siguen desde tan lejos.

No dije nada. Posiblemente, ella se había dado cuenta de que la seguía, había entrado en la cafetería y lo había llamado.

—Si no quiere hablar, no lo haga. No hace falta, sé muy bien de qué se trata. —El hombre quizás estuviese excitado, pero no se traslucía en su tono educado y sereno—. Puedo hacer varias cosas —dijo—. Créame. Si quiero, puedo hacerlas.

No añadió nada más y me clavó la mirada. Como si, con aquello, ya quedara muy claro lo que quería decir.

—Pero, por esta vez, no creo que haga falta llegar tan lejos. No quiero causar más alboroto de la cuenta. ¿Me entiende? Pero ésta será la última vez —dijo. Se metió la mano derecha, que había descansado sobre la mesa, en el bolsillo de su abrigo y sacó un sobre blanco. Mientras tanto, mantuvo la izquierda sobre la mesa. Era un sobre de oficina blanco normal y corriente—. Así que coja el sobre y cállese. Sé que usted se limita a hacer lo que le han pedido, por eso prefiero resolver el asunto amigablemente. No quiero que cuente nada. Usted hoy no ha visto nada y tampoco ha hablado conmigo. ¿De acuerdo? Si llego a saber que se ha ido de la lengua, sea como sea, lo encontraré y pondré fin al asunto. Así que deje de seguirla. Ni usted ni yo queremos problemas, ¿no es cierto?

El hombre empujó entonces el sobre hacia mí y se levantó. Cogió la cuenta de un manotazo, pagó y salió del local a grandes zancadas. Estupefacto, me quedé clavado en mi asiento. Tomé el sobre de encima de la mesa y miré dentro. Había diez billetes de diez mil yenes. Unos billetes sin una arruga, como acabados de imprimir. Tenía la boca seca. Me metí el sobre en el bolsillo del abrigo y salí de la cafetería. Miré a mi alrededor y, tras comprobar que no veía a aquel hombre por ninguna parte, paré un taxi y volví a Shibuya.

Eso fue todo.

Aún guardo el sobre con los cien mil yenes. Lo puse dentro de mi escritorio sin volver a abrirlo siquiera. Las noches en que no puedo dormir recuerdo a menudo la cara de aquel hombre. Resucita en mi mente como una premonición funesta. ¿Quién diablos debía de ser? ¿Era ella Shimamoto?

Con el paso del tiempo, he ido haciendo diversas conjeturas sobre aquel suceso. Es como un acertijo sin solución posible. He repetido muchas veces el proceso de formular una hipótesis y refutarla a continuación. Aquel hombre era su amante y me tomaron por un detective privado que habría contratado el marido de ella para investigar sus idas y venidas. Ésa fue la primera hipótesis plausible que se me ocurrió. Y el hombre quiso sellar mis labios con dinero. Quizás, antes de que yo iniciara la persecución, ellos se habían dado cita en un hotel y creyeron que yo los había visto. Es posible, tiene sentido. Pero, sin embargo, a mí no acaba de convencerme. Mi instinto me dice que no es así. Además quedan algunas incógnitas.

Las cosas que, de quererlo, él podía hacer, ¿a qué tipo de cosas se refería? ¿Por qué me agarró del brazo de aquella manera tan extraña? ¿Por qué la mujer, pese a saber que la seguía, no cogió antes un taxi? De haberlo hecho, me habría despistado al instante. ¿Por qué el hombre, sin molestarse en comprobar quién era yo, me entregó por las buenas ni más ni menos que cien mil yenes?

Por más vueltas que le di, todo continuó siendo un enigma. Alguna vez he llegado a plantearme si aquel suceso no habría sido producto de mi imaginación. Algo creado por mi mente desde el principio hasta el fin. Me he preguntado si no sería un sueño muy vívido que se hubiera fijado en mi memoria tomando la apariencia de la realidad. Pero aquello sucedió de verdad. Porque dentro de mi escritorio hay, en efecto, un sobre blanco, y dentro de ese sobre hay diez billetes de diez mil yenes. Ésa es la prueba fehaciente de que es un hecho real, de que ocurrió realmente. Aquello sucedió de verdad. A veces pongo el sobre encima de la mesa y me lo quedo mirando. Sí, aquello sucedió de verdad.

7

A los treinta años me casé. A ella la conocí en un viaje que hice en solitario durante unas vacaciones de verano. Era cinco años menor que yo. Había salido a pasear por el campo cuando empezó a llover a cántaros y, casualmente, en el lugar donde corrí a refugiarme se encontraba mi futura esposa, acompañada de una amiga. Los tres estábamos empapados de los pies a la cabeza y eso sirvió para romper el hielo. Nos hicimos amigos charlando mientras esperábamos a que escampara la lluvia. Si aquel día no hubiese llovido o si yo hubiera llevado paraguas (algo muy posible, porque al salir del hotel dudé y estuve a punto de cogerlo), no nos habríamos conocido. Y si no la hubiera conocido, todavía estaría trabajando en la editorial de libros de texto y, por las noches, bebiendo y hablando solo recostado en las paredes de mi apartamento. Cuando lo pienso, me doy cuenta de que nos movemos dentro de unas posibilidades muy limitadas. Yukiko (así se llama) y yo nos sentimos atraídos desde el primer instante. La chica que la acompañaba era mucho más guapa, pero fue Yukiko la que me gustó. Me atrajo con una fuerza casi irracional. Después de tanto tiempo, volvía a experimentar aquel magnetismo. Ella también vivía en Tokio, así que, después del viaje, quedamos varias veces. Cuanto más la veía, más me gustaba. Sus facciones eran más bien corrientes. Al menos, no se trataba del tipo de mujer que los hombres persiguen. Pero en su rostro pude percibir claramente «algo hecho sólo para mí». Me gustaba su rostro. Cada vez que nos veíamos, me quedaba largo rato contemplándolo. Amaba con pasión algo que veía en él.

—¿Por qué me miras tan fijamente? —me preguntaba.

—Porque eres bonita —respondía yo.

—Eres la primera persona que me lo dice.

—Es que soy el único que lo sabe.

Al principio, ella no acababa de creerme. Pero, poco a poco, se fue convenciendo.

Cuando nos veíamos, íbamos a algún lugar tranquilo y charlábamos. A ella podía hablarle sinceramente y con toda naturalidad de cualquier cosa. Cuando estaba a su lado, el peso de todo lo que había perdido a lo largo de los últimos diez años me oprimía el corazón. Los había malgastado casi por completo. Pero aún no era tarde. Todavía estaba a tiempo. Tenía que recuperar algo antes de que fuera demasiado tarde. Siempre que abrazaba a Yukiko, la nostalgia me hacía estremecer. Cuando nos separábamos, me sentía triste e inseguro. La soledad empezó a dolerme; el silencio, a exasperarme. Y tres meses después, le pedí que se casara conmigo. Fue una semana antes de cumplir los treinta años.

Su padre era presidente de una empresa de construcción mediana. Era un sujeto bastante interesante que, a pesar de no haber recibido una educación formal, se desenvolvía muy bien en su trabajo y se había creado su propia filosofía. Yo lo encontraba demasiado agresivo y no aprobaba algunas de sus actitudes, pero admiraba su perspicacia. Era la primera vez que conocía a alguien así. Además, pese a que iba siempre en un Mercedes con chófer, no era nada pretencioso. Cuando lo visité para anunciarle que quería casarme con su hija, se limitó a decir: «Bueno, ninguno de los dos sois unos niños. Así que, si os queréis, os casáis y ya está». Yo, a los ojos de la sociedad, era un triste empleado de una empresa de mala muerte, pero eso no pareció importarle.

Yukiko tenía un hermano mayor y una hermana pequeña. El hermano era quien iba a continuar en la empresa familiar y trabajaba allí como vicepresidente. No parecía mal tipo, pero, comparado con su padre, era un cero a la izquierda. De los tres hermanos, la menor, estudiante universitaria, era la más extrovertida y llamativa, una joven acostumbrada a mandar. Tanto, que parecía la más idónea para suceder al padre.

Unos seis meses después de la boda, mi suegro me preguntó si no tenía la intención de dejar la editorial. Sabía por mi mujer que no me gustaba aquel trabajo.

—Dejarlo no es ningún problema —dije—. El problema sería qué hacer después.

—¿No te gustaría trabajar conmigo? Esto es duro, pero el sueldo es bueno.

—No creo que sirva gran cosa para el trabajo de la editorial, pero me parece que sirvo todavía menos para el de la construcción —le respondí con sinceridad—. Me alegra mucho que me lo haya propuesto, pero si uno trabaja en algo que no le va, a la larga sólo causa molestias.

—Tienes razón. No se trata de obligar a nadie a hacer lo que no quiere —dijo. Parecía haber previsto mi respuesta. Estábamos bebiendo. Su hijo mayor apenas probaba el alcohol, así que a veces bebíamos los dos juntos—. En fin, mira, mi empresa tiene un edificio en Aoyama. Ahora está en construcción, pero el mes que viene ya lo habremos terminado. La zona es muy buena y el edificio está bien. Quizá se encuentre un poco apartado, pero aquella zona está creciendo. Si quieres, puedes abrir un negocio allí. Como es propiedad de la empresa, tendría que cobrarte un alquiler y un depósito a precio de mercado, pero si quieres montar algo allí, te puedo prestar el capital que necesites.

Reflexioné unos instantes. Aquello no estaba nada mal.

Finalmente, decidí abrir un elegante
jazz bar
en el sótano del edificio. Cuando estudiaba en la universidad, había estado trabajando en locales de ese estilo y sabía, más o menos, cómo se han de llevar. Tenía idea de qué tipo de comida y bebida debían servirse, a qué tipo de clientela se debía orientar según la zona, qué tipo de música debía poner, cómo tenía que decorarlo. La empresa de mi suegro se encargó de la decoración, yo contraté a un diseñador y a un arquitecto de interiores, ambos de primera categoría, y las obras me costaron a un precio bastante inferior al de mercado. El resultado fue espectacular.

El bar tuvo un éxito muy por encima de mis mejores expectativas y, dos años después, abrí otro, también en Aoyama. El nuevo local era más grande e incluía un trío de jazz en vivo. Fue necesaria una considerable inversión de esfuerzo, tiempo y capital, pero el resultado fue un bar muy interesante que no tardó en tener una numerosa clientela. Por fin había llegado el momento de tomarme un respiro. Había sabido aprovechar la oportunidad que me habían brindado. En aquella época, fui padre por primera vez. Una niña. Al principio, yo mismo atendía la barra y preparaba cócteles, pero, al abrir el segundo local, ya no dispuse de tiempo, ocupado como estaba con la administración y la contabilidad de los dos bares. Negociaba los precios con los proveedores, contrataba al personal, llevaba la contabilidad, en una palabra, me encargaba de que todo funcionara bien. Tuve diversas ideas y las puse enseguida en práctica. Incluso elaboré varios platos para el menú. Hasta entonces no me había dado cuenta, pero yo valía para aquel trabajo. Amaba crear algo desde cero e ir perfeccionándolo minuciosamente con el tiempo. Eran mis bares, mi mundo. Jamás había sentido esa alegría revisando libros de texto en la editorial.

Durante el día me encargaba de diversos asuntos y, al llegar la noche, me daba una vuelta por los bares, me sentaba frente a la barra y, mientras saboreaba un cóctel, observaba las reacciones de los clientes, controlaba el trabajo de mis empleados y escuchaba música. Cada mes le devolvía a mi suegro parte del préstamo, pero, con todo, mis ingresos eran considerables. Nos compramos un apartamento de cuatro habitaciones en Aoyama y un BMW 320. Y tuvimos un segundo hijo. Otra niña. Me había convertido en padre de dos niñas.

Al cumplir treinta y seis años, tenía un pequeño chalé en Hakone. Mi mujer se compró un Jeep Cherokee de color rojo para ir de compras y llevar a las niñas. Los bares devengaban unas ganancias considerables y, con ese capital, podía haber abierto un tercer establecimiento, pero no tenía ninguna intención de hacerlo. Al aumentar el número de locales, dejaría de poder atender a los mínimos detalles y, sólo con administrarlos, quedaría exhausto. Además, no quería sacrificar más aún mi tiempo libre. Consulté a mi suegro y él me aconsejó invertir el dinero que me sobrara en Bolsa o en la compra de bienes inmuebles. Eso no representaría ningún esfuerzo ni requeriría tiempo. Pero yo no sabía absolutamente nada sobre Bolsa ni sobre bienes inmuebles. Cuando se lo comenté, mi suegro repuso: «Los detalles déjamelos a mí. Tú haz lo que te diga y todo irá bien. Estas cosas tienen su secreto». Invertí siguiendo sus indicaciones, y en un corto periodo de tiempo me reportó unas ganancias considerables.

—Bueno, ya lo has visto —dijo—. Todas las cosas tienen su secreto. Puedes trabajar cien años en una empresa y no lograr nada. Para triunfar, hace falta tener suerte e inteligencia. Eso por descontado. Pero no basta. Si no tienes el capital necesario, no hay nada que hacer. Pero más importante todavía es conocer el secreto, llamémosle así. Si no lo conoces, aunque reúnas todo lo demás, no vas a ninguna parte.

—Ya veo —dije.

Entendía perfectamente lo que intentaba explicarme. El «secreto» del que hablaba era el sistema que él había creado. Un sólido y complejo sistema para captar información útil, desplegar una red de contactos, invertir y obtener beneficios. Beneficios que, a veces, se multiplicarían eludiendo hábilmente las leyes o el sistema de impuestos, o cambiando de nombre, de forma.

Si no hubiera conocido a mi suegro, quizás aún estaría en la editorial redactando libros de texto. Viviría en aquel apartamento de mala muerte de Nishiogikubo y conduciría todavía un Toyota Corona de segunda mano con el aire acondicionado estropeado. Había sabido jugar bien mis cartas. Había abierto dos bares en un corto lapso de tiempo, había empleado a más de treinta personas y había conseguido unas ganancias muy superiores a la media. La administración era tan acertada que habría admirado a un asesor fiscal, y mis locales gozaban de buena reputación. Con todo, no era la única persona en el mundo que poseía estas capacidades. Habría otras muchas que hubieran podido lograr lo mismo. Pero, sin el capital y el «secreto» de mi suegro, yo solo no habría conseguido nada. Al pensarlo, sentía cierto malestar. Me daba la impresión de haber llegado adonde estaba jugando con ventaja, pasando sólo yo por atajos ilícitos. Nosotros pertenecíamos a la generación de la última mitad de los sesenta y principios de los setenta, habíamos vivido la época de las violentas luchas estudiantiles. Nos gustara o no, pertenecíamos a aquella época. La nuestra, a grandes rasgos, era la generación que había alzado un «No» a la lógica del neocapitalismo avanzado que había devorado los ideales surgidos en la posguerra. Como mínimo, yo me daba cuenta. Aquélla había sido la fiebre violenta que acompañaba al punto de inflexión de la sociedad. Pero el mundo en el que me encontraba se asentaba sobre la lógica de ese capitalismo avanzado. Y, sin que lo hubiera advertido, ese mundo me había absorbido por entero. «Ésta no parece mi vida.» Se me ocurrió de repente parado ante un semáforo en la avenida Aoyama, al volante de mi BMW mientras escuchaba
Viaje de Invierno,
de Schubert. Era como si estuviese viviendo una existencia que me había preparado otra persona, en el lugar dispuesto por otro. ¿Hasta qué punto la persona llamada yo era o no realmente yo? Aquellas manos que asían el volante, ¿eran las mías? El paisaje que me rodeaba, ¿hasta qué punto era real? Cuanto más pensaba en ello, menos lo sabía.

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