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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (10 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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Enfrentarse a ese nuevo desafío la llenaba de energía, resultaba seductor.

Por descontado, Gus nunca se había amilanado ante las dificultades. No se hundió —durante mucho tiempo— cuando murió Christopher y no dejó que unos pocos tropiezos iniciales hicieran descarrilar La Cafetería, y defendió el arreglo de mesa elaborado por Sabrina cuando Alan Holt fue a cenar a su casa en 1994. No obstante, jamás habría imaginado que Alan llegaría a ser tan duro, sin aparentemente ninguna consideración por la fidelidad. Por ejemplo, podría haberle concedido una temporada más para intentar mejorar los índices de audiencia. ¿Verdad que sí? Pues no. Ahora el episodio en directo iba a ser lo único que tendría para demostrar su valía al Canal Cocina. ¡Después de doce años! Y el presidente de la cadena no era la única persona que no permanecería al lado de Gus: su productora culinaria, Maggie Dennis, se había despedido al enterarse de que el programa atravesaba dificultades.

Aunque Porter se ocuparía de todo como productor ejecutivo, un programa de cocina de primera categoría no podía existir sin contar con un productor culinario. La misión del productor culinario era asegurarse de que la despensa estuviera bien surtida, de que la cocina estuviera preparada y, en general, era la mano derecha de Gus. Tampoco es que pudiera culpar a Maggie, una chef de gran talento con sus propias facturas y su propia familia. Aun así, gracias a sus años de trabajo en ¡Cocinar con gusto!, había conseguido casi de inmediato otro empleo en un programa de cocina con niños. Y no habría resultado tarea fácil contratar a alguien que la sustituyera cuando lo único que podía ofrecer era trabajo en un único —y posiblemente último— episodio de ¡Cocinar con gusto! Pero ni siquiera tuvo que intentarlo, pues Porter le comunicó que habían asignado a un productor culinario para el programa. Así, tal cual. Un tal Oliver Cooper, que se había diplomado unos años antes por el Instituto Culinario de Nueva York y que había estado trabajando como segundo chef en Eleven Madison Park.

—Pero si yo siempre he elegido a las personas que están conmigo en la cocina —protestó Gus.

—Esto viene directamente del mismísimo Alan Holt —respondió Porter—. Y con los recortes presupuestarios, va a tener que hacer malabares, desempeñando el cargo de segundo chef, productor culinario y chico para todo.

En resumidas cuentas, así estaba la cosa: nuevo formato, nuevo productor culinario carente de experiencia en televisión y nuevo nivel de presión.

Así pues, difícilmente podía sorprender a nadie que Gus no hubiese podido dormir mucho en los últimos tiempos. Pero lo que no le dejaba dormir no era sólo el miedo. Cada noche se quedaba despierta entre sus suaves sábanas de satén color carmesí, con el cabello cepillado y abierto en abanico alrededor de la cabeza y la mirada clavada en el techo, repasando mentalmente todos los nuevos platos. Y devanándose los sesos en busca de eslóganes llamativos y coletillas resultonas. Hasta las horas que se pasaba delante del televisor viendo emisiones deportivas la llenaban de entusiasmo, y se dejaba llevar por la energía que desprendía todo aquello. Además, tenía sentido, porque de pronto todo lo que la rodeaba tenía que ver con ganar o perder. Y que nadie se equivocara: Gus Simpson era una mujer competitiva. Con cincuenta años o sin ellos.

Por favor, Señor —pensó ahora, mientras veía en la tele cómo otro equipo regateaba mientras corría con la pelota naranja por la pista dé baloncesto—, que se fundan todos los medidores de audiencia de Norteamérica mientras estoy en antena. Que se fundan hasta que mis índices se salgan por el techo.

Se quedaba despierta hasta tarde viendo el canal de deportes ESPN y empezó a bombardear a todo el mundo con preguntas sobre sus jugadores de baloncesto favoritos.

—Rápido. ¿Alguna vez has oído hablar de LeBron James? —preguntó al chico que guardaba los artículos en bolsas en la tienda de alimentación la vez que fue a por un paquete de nata líquida, para preparar la tranquila cena a base de gnocchis con queso gorgonzola que tenía en perspectiva.

El empaquetador, un chaval de dieciséis años con los brazos y las piernas demasiado largos para el resto de su cuerpo, se echó a reír.

—¿Me toma por tonto? —respondió—. Pero prefiero a Steve Nash.

—¿Quién? —replicó Gus, y tomó nota mentalmente del nombre para anotarlo después.

Hablaba de baloncesto (¡qué poco sabía del tema!) con todo el mundo: con el chico del periódico, con la señora de la limpieza, con su vecina Hannah (que no le había sido de gran ayuda), con Troy y con sus hijas… Hasta que finalmente tuvo la sensación de tener más o menos claro quiénes creía ella que podrían servir como encantadores y gráciles invitados.

Seguía con atención las entrevistas posteriores a los partidos y las reseñas del Sports Illustrated, faltaría más. La fecha que le había asignado Canal Cocina coincidía con los partidos en sede contraria de los Knicks y de los Nets, para su gran frustración. Como con ellos no podía ser, tuvo que echar mano de otros equipos e invitar a jugadores de los Trail Blazers, los Rockets o los Pistons.

A petición suya, el equipo de relaciones públicas de Canal-Cocina se puso en contacto con los agentes de deportistas y mánagers de publicidad, hasta que Gus perfiló su lista deseada de héroes del baloncesto: Tracy McGrady, Yao Ming y Rasheed Wallace.

Consultaba sobre el programa con Porter y con el nuevo productor culinario, Oliver, un hombre pasmosamente alto que llevaba la cabeza rapada. No era el veinteañero que ella había temido encontrar; era evidente que andaba cerca de los cuarenta, lo cual no dejaba de alterar el equilibrio de alguna manera. Aun así, el hombre aportaba buenas ideas, como invitar a los espectadores a que colgasen en la web de Canal Cocina sus propias fiestas de March Madness. En los últimos minutos de la emisión en directo de ¡Cocinar con gusto!, Gus anunciaría la repetición de algunos de los mejores momentos del programa seleccionados por Porter y su equipo.

Entre los tres decidieron la composición del perfecto menú March Madness que podría servirse en una fiesta organizada para ver la final de los campeonatos de la liga universitaria: pasteles de salmón (redondos, como pelotitas de baloncesto), bocaditos de ternera de Kobe en minibiscotes y patatas fritas con pimiento rojo y ajo. También promocionarían una selección de refrescos caseros elaborados con ingredientes procedentes de países de todo el mundo.

Además, había invitado a Troy a acudir al estudio para conocer a los jugadores y él había accedido muy ilusionado, sin pensar en que ella procuraría que también estuviese Sabrina. (Gus no era de las que dejaban escapar una oportunidad.) Para ella era crucial reunir un «público» y prometió a Hannah, a las niñas y a Troy que estarían en todo momento fuera de cuadro. No aparecer en pantalla era muy importante para Hannah, por supuesto, y ni en sueños permitiría Gus que su vecina se sintiera incómoda. Aun así, quería que su mejor amiga estuviese allí para darle su apoyo.

—En estos momentos todo es una cuestión de índices de audiencia —había explicado a Hannah durante otro de sus tête—à—tête de las siete de la mañana. Había caído otra nevada y desde su lugar privilegiado (la ventana en saliente) el jardín parecía un apacible paraíso invernal—. Una semana prueban con ese chef surfista, otra semana con un falso chef japonés, ahora nos toca a nosotros.

—Por lo menos tenéis algunas oportunidades —señaló Hannah.

—Mi frustración es que todo es sólo temporal, un aplazamiento de lo inevitable. Pero seguimos bajando la cuesta que lleva a la cancelación —respondió Gus—. Porter dice que el programa que mejor parado salga es el que obtendrá la franja horaria de la tarde-noche de los domingos para él sólito. Al parecer, nuestro querido Alan se está planteando incluso la idea de que los espectadores participen llamando a un teléfono novecientos para seleccionar al ganador. Como en ese programa de bailes de famosos.

—Pues entonces no te contengas. Que el mundo entero vea a la Gus Simpson chiflada bebedora de café que yo conozco —dijo Hannah.

Gus le lanzó una mirada severa.

—Ése es el problema —dijo ella—. He estado haciendo unas cuantas pruebas. La comida encaja, los invitados encajan. Lo único que no funciona con esa misma naturalidad es la presentadora. Demasiado formal, en palabras de Porter.

—Últimamente andas un tanto seria, es verdad. Tienes que liberar a la payasa que llevas dentro.

Gus la miró dubitativamente.

—Vale, tal vez sólo necesites un cambio de imagen. —Hannah alargó el brazo para tocarle el pelo; era la única persona del planeta que podía tratarla con tanta familiaridad—. ¿Por qué no te dejas crecer tu melenita corta?

—¡Porque hace falta más tinte para teñirla, por eso!

Gus sonrió y Hannah soltó una carcajada. A sus treinta y seis años se encontraba técnicamente más cerca en edad de Sabrina y de Aimee que de ella, pero parecía muchísimo más mayor que las hijas de su amiga. En parte se debía, sin duda, a que había crecido mucho más deprisa que ellas; parecía pertenecer más a la generación de Gus. Poseía cierta gravedad, unas arrugas de tristeza en el contorno de los ojos. Hannah y Gus se profesaban el mismo respeto por las experiencias respectivas de cada una y tenían en común un carácter independiente, debido al hecho de que con frecuencia ambas pasaban muchas horas a solas, sumidas en sus pensamientos quizá durante demasiado tiempo.

—No, el pelo se queda así —dijo Gus para zanjar el tema, y meneó la melena para dar efecto a sus palabras—. Quiero demostrarle a Alan y a todo el mundo que soy buena tal como soy.

Gus estaba más que preparada la mañana de la histórica emisión en directo de ¡Cocinar con gusto! Su vestimenta —un conjunto de pantalones negros de seda, prenda superior ajustada en rosa y una simple camisola negra a modo de chaqueta— se correspondía con la Gus por antonomasia y aguardaba en su armario, limpia y perfectamente planchada. Se levantó de la cama de un brinco; a esas horas de la mañana aún era de noche y bajó silenciosamente a la planta principal para hacerse un café con aroma a avellana. La cocina de la casa solariega de Gus irradiaba limpieza, lista para sufrir los destrozos de productores e invitados. Sin echarse un chal por encima para protegerse del frío, abrió la puerta del patio y salió, descalza, para respirar el aire hasta que le dolieron los pulmones. Una nueva capa de nieve cubría los muebles de jardín, los tiestos y los árboles: saltaba a la vista que había estado nevando toda la noche. Gus alzó la mirada al cielo del amanecer y admiró la belleza de aquella nevada de finales de marzo que parecía lavarlo todo para dejar el mundo reluciente. Era como un mensaje: podía hacerlo. Iba a relanzar su programa, su carrera, su vida. Cualquier cosa era posible.

Horas después, Gus maldecía la nieve y mordía cada vez que le dirigía a alguien la palabra. Porter, Oliver y el estilista de los alimentos se habían presentado con varias horas de retraso respecto del horario planificado y corrían de acá para allá para preparar el programa. Casi todos los ingredientes estaban ya troceados, cortados en rodajas y puestos a un lado. Oliver y el estilista de los alimentos habían reorganizado el interior del refrigerador para hacerlo parecer creíble y al mismo tiempo innegablemente perfecto, listo para una o dos tomas de cámara cuando Gus lo abriese para coger nata o mantequilla. Las cámaras estaban todas preparadas, la cocina había sido renovada para simplificar el decorado y el público de fuera de cuadro ya estaba dispuesto, con Aimee, Sabrina y Hannah en un rincón y Troy, echando humo por las orejas, en otro.

—No puede ser que te sorprenda tanto que Sabrina esté aquí, ¿no? —le había dicho Gus poco después de su llegada, empapado y malhumorado tras el viaje en un tren de la Metro-North que llevaba retraso por la nevada.

Pero nada de todo eso podía compararse con el mayor problema al que se enfrentaba Gus: todos los aeropuertos de la ciudad habían cancelado los vuelos, y las calles de la urbe eran una sopa de nieve medio derretida y hielo, con los taxis patinando en todas direcciones. Los niños de toda el área de los tres estados permanecían pegados al televisor, esperando la confirmación de la suspensión de las clases: todo Nueva York se disponía a disfrutar de un día de nieve. Excepto Gus Simpson, claro está. Disponía de noventa y siete minutos hasta el momento de salir en directo por televisión con su programa —anunciado a bombo y platillo— de astros de la NBA y deliciosos platos de fiesta.

Sólo que la nieve había impedido que todos sus invitados famosos del mundo del deporte pudiesen llegar al plato.

¡Cocinar con gusto! se había quedado sin invitados. Y nadie iba a verter muchas lágrimas cuando desapareciese.

—La situación es la siguiente —dijo Porter en el gabinete de guerra apresuradamente convocado en la biblioteca de dos plantas de la casa de Gus. Acababa de atender otra llamada más en su móvil—. Alan Holt ha salido de su casa de campo y viene hacia aquí. Y se trae a su novia actual.

Gus apenas prestaba atención; estaba en estado de choque al ver cómo su carrera se venía abajo por culpa de una nevada inesperada.

—¿Por qué no enchufan simplemente un vídeo viejo desde el estudio? —preguntó, y lanzó un suspiro apoyando la cabeza en las manos.

—¡Gus, atiende! —la voz de Porter sonó estridente—. Voy a hacerte un cuadro de la situación: Alan viene con la chica con la que está saliendo, y la chica con la que está saliendo es Carmen Vega. Están de camino para hacer un programa en directo en tu cocina.

—¿Cómo? ¿En mi casa? No pienso permitir que esa señorita entre por esa puerta —gritó Gus.

—No funciona así, nena. Tú firmaste un contrato en el que dice que Canal Cocina puede grabar aquí.

Estaba a punto de protestar o de llamar a su abogado o de cualquier cosa (cualquiera), cuando Oliver asomó su cabeza rapada por la puerta.

—Quedan quince minutos para salir en antena —le recordó a Porter—. Los cámaras están flipando.

Al instante Gus estaba lanzándole órdenes a Oliver:

—¿Están listas las fuentes? ¿Qué hay de las cazuelas? ¿El vino?

Él asintió.

—Porter, no voy a quedarme aquí sentada a mirar cómo esa cría se apodera de todo lo que he conseguido a base de esfuerzo, simplemente porque es joven y porque se acuesta con Alan. —Por primera vez desde hacía más de una hora, estaba totalmente serena—. Vamos a salir en directo, yo voy a presentar y voy a organizar una fiesta en compañía de mis maravillosos invitados.

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