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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (5 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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Gus hizo un gesto afirmativo al conductor y echó la mano hacia atrás para coger la cinta que le quedaba por encima del hombro.

—Sí, disculpe, se me había ido el santo al cielo —dijo dedicándole una tenue sonrisa. Eso era una de las cosas que le gustaban de que la llevasen en coche: el poder estar a solas con sus pensamientos. Dado que la duración del trayecto era finita, nunca tenía que preocuparse de que pudieran formársele nubarrones demasiado negros en la imaginación. No como cuando estaba en casa, donde prefería tener las manos ocupadas antes que correr el riesgo de ponerse taciturna. Había resultado más fácil cuando las niñas eran pequeñas y lo llenaban todo con su alboroto, sus peleas y sus portazos. Siempre habían sido una buena fuente de distracción. Ahora Sabrina y Aimee seguían llenando una porción desorbitada de su capacidad de razonar, mas sin disfrutar siquiera del alivio o de la paz mental que le proporcionaba el saber que por la noche estarían bien arropadas bajo las sábanas. Resultaba curioso, en cierto modo, que desde que se habían independizado se preocupaba por ellas aún más que antes.

Aimee era siempre la más firme de las dos, seria y capaz. Incluso cuando pasó por su fase de malas pulgas, como les ocurre a todos los adolescentes, la cosa duró poco. Fue más bien un experimento antes de dejar establecido su papel. Con Aimee siempre se podía contar: alumna brillante, tesorera del consejo escolar, luego estudiante de Económicas. Era un cerebrito, aquella criatura. Por no hablar de la gran ayuda que supuso en los días d.C. Después de Christopher. Cuando lo único que Gus deseaba era quedarse tumbada en la cama (noche y día) y pensar pensar pensar en el día que había fallecido e idear un plan para salvarle. Podría convencer a Christopher para que llamase para decir que se había puesto enfermo, con lo cual evitaría que saliese a la carretera, o podría sugerirle que cogiese el tren en lugar del coche. Sí, eso haría. En vez de encontrarse con aquel policía llamando a su puerta, habría sido Christopher, llamando con los nudillos porque se había dejado las llaves y se relamía al pensar en su lasaña de champiñones. Sólo una vez que había decidido cómo salvarle (calmándose a sí misma a base de revivir, analizar y modificar una y otra vez el curso de los acontecimientos de aquel día para obtener un resultado mejor), lograba experimentar un instante de alivio. Un respiro muy breve, antes de que la realidad del fallecimiento de Christopher le sacudiera la consciencia y el choque y el trauma comenzaran de nuevo.

Y ahí había estado Aimee, esperando a Gus en lo alto de la escalera con el pijama puesto cuando regresó del hospital. Entrando en su dormitorio por la noche, antes de que se entregase al llanto bajo la ducha para amortiguar los sollozos, con los ojos bien abiertos, atenta.

—No pasa nada —le había dicho—. Le he tapado los oídos a Sabrina.

Gus había tenido que levantar cabeza. No había más remedio, ¿no? Ya se ocuparía de sí misma en cualquier otro momento. Más adelante. No iba a defraudar a Christopher, y lo más importante —entendió entonces— eran sus hijas.

Y, aun así, ahora la notaba más distante que nunca. Aimee rara vez llamaba y, cuando se veían, Gus se sorprendía haciendo denodados esfuerzos por conectar con su cada vez más quisquillosa hija. Era como si la chica sintiese que debía llevar el peso del mundo sobre los hombros.

Sabrina, por el contrario, había sido siempre más bien dispersa. Un poquito bicho raro sí que era esta otra hija suya. Popular, pero cándida. A Gus no le habría sorprendido nada recibir una llamada suya diciendo que había enviado dinero a Nigeria por algún chanchullo difundido a través de Internet. Confiada. Demasiado confiada. Se lanzaba a la piscina sin mirar antes y luego acudía a Gus hecha trizas.

Cuando Sabrina había dejado el hogar para ir a estudiar una carrera (la primera, pues había habido dos), Gus se había despertado en plena noche, sudando y peleándose con las sábanas, después de soñar que una panda de secuestradores se habían llevado a su niña y habían intentado ahogarla en un lavabo.

Todavía, a veces, se le repetía ese sueño.

—Nerviosa por tener que ir a la ciudad, ¿eh? —le preguntó el conductor, y puso la radio para escuchar un poco de música.

Gus alzó la vista, notando perfectamente cómo la cara se le tensaba al fruncir el entrecejo.

—No, voy a menudo. —Lo dijo en un tono algo cortante, tratando de disuadir al hombre de cualquier deseo de entablar una conversación. Vaya, no hubo suerte.

—Una casa muy bonita la suya —comentó.

—Sí.

—¿Y lleva mucho viviendo en ella?

—Sí —respondió. Entonces, como tampoco quería parecer una antipática, añadió—: Siete años.

—¿Cuántas habitaciones tiene?

—Diecinueve.

—¡Eso es una exageración!

Gus se quedó mirando al hombre, tratando de mantener su mejor y más creíble pose de altanería. Pero se vio en el espejo retrovisor, vio la gran sonrisa del conductor y soltó una carcajada.

—Tiene razón, lo es —dijo ella—. Antes vivía en un sitio mucho más pequeño, de hecho. ¿A qué viene este interrogatorio?

—Lo sabía —replicó el hombre.

—¿Qué es lo que sabía?

—Con usted sólo hace falta un poco de mano izquierda. A mí me agrada charlar mientras conduzco y se me da bien calar a la gente —dijo—. Adiviné que bajo su máscara se escondía una persona alegre.

—Pues, en fin, no lo soy. Soy una pesimista profesional.

—Yo también. El mundo va a acabar mal —dijo alegremente el conductor, mientras el coche recorría la vía de incorporación a la autopista. Un todoterreno deportivo de color rojo redujo la velocidad justo cuando él quiso cambiar de carril—. Y ese coche es una prueba de ello. Pero eso no es óbice para echarse unas risas de vez en cuando.

Mientras se aproximaban a los vehículos que estaban apelotonados unos detrás de otros en la autopista, el conductor se puso a silbar.

—Esto es lo que saco yo de trabajar de conductor —dijo mirando por el espejo retrovisor—. Horas y horas rodeado de emisiones de tubo de escape. ¿Y usted a qué se dedica?

—Yo cocino.

—¿Tiene un restaurante?

—No, yo sólo cocino.

—¡Quiere decir que es ama de casa! ¡Oh, qué manera tan inteligente de expresarlo! —dijo.

—Mmm…, no. Bueno, sí, algo así. Soy ama de casa, o al menos antes lo era. Pero también me pagan por cocinar. Se me da bien organizar fiestas. —Gus se inclinó hacia delante cuanto le permitió el cinturón de seguridad y respiró hondo—. ¿Usted sabe quién soy? —Era una pregunta ridícula y se sintió estúpida por hacerla. Pero sentía curiosidad.

El conductor miró hacia ella un instante; la autopista podía perfectamente haber sido un aparcamiento de lo despacio que avanzaban los coches.

—No tengo ni la más remota idea —respondió—. Espero no ofenderla. No conozco a todos mis pasajeros. Pero la semana pasada llevé a Angelina Jolie, y antes había llevado a Derek Jeter. No juntos, quiero decir. No estoy insinuando nada.

—Por supuesto que no —dijo Gus, relajándose.

Hacía siglos que no mantenía una conversación en la que ella fuese simplemente una desconocida. Podría contarle a aquel señor que era astronauta y le habría dado lo mismo. A lo largo de los últimos diez años se había producido una extraña e inesperada transición en la que había pasado de ser una persona normal y corriente a tener que preocuparse por lo que decía, no fuese a aparecer en un periódico sensacionalista un comentario malinterpretado. (El titular ¡GUS SIMPSON ABORRECE LOS GUISANTES! había dado como resultado toda clase de llamadas del grupo de presión del sector del guisante —¿quién iba a imaginarlo?— a Alan, notas de producción firmadas por Porter y un mea culpa oficial que culminó con un programa dedicado a la crema de guisantes. Y todo porque había pedido que no le pusieran guisantes a la ensalada en el Jean-Georges.)

—Odio los guisantes —dijo impulsivamente.

El conductor, de pelo entrecano, pareció tomarse su declaración como la cosa más natural del mundo.

—A mí los espárragos no me hacen mucha gracia, pero a mi mujer le encantan —dijo—. Demasiado blandos, para mi gusto.

—Oh, no, sólo tiene que darles un hervor rápido —dijo Gus—. Ponga un poco de agua en el fondo de una sartén, tápela unos minutitos, escurra el agua, vuelva a poner la sartén al fuego y sazone con una pizca de limón y pimienta.

—Así que es usted toda una cocinera… —dijo él—. ¿Cómo se llama? Ya que es tan famosa… Yo me llamo Joe.

Ella vaciló.

—Augusta —dijo. Entonces, sintiéndose un tanto artera, decidió jugar limpio—. Me llamo Gus. Siempre me han llamado Gus.

—¡Gus! Pero si es nombre de mecánico grandullón y embadurnado de aceite, no de una preciosa dama.

—Mi prima me llamaba así, por el ratón gordo de Cenicienta —le explicó ella, preguntándose al mismo tiempo por qué diantres no cerraba el pico. Pero le sentaba bien charlar—. Ya sabe, los dibujos animados… A mi madre no le gustaba, pero mi padre decía que sonaba mono. Y me quedé con ese nombre.

—Pero si usted no está gorda —dijo el hombre cariñosamente—. Si no le molesta que se lo diga.

Gus se ruborizó. Nunca se le había dado tan bien un hombre desde Christopher. Ni para un simple comentario inocente como el del conductor. Salir airosa de un toma y daca inteligente le había resultado imposible antes de conocer a Christopher, y después del accidente, en fin, simplemente no había tenido tiempo para esas cosas. O no había sido el momento más adecuado. Podía contar con los dedos de una mano la cantidad de ocasiones que había estado en un bar en su época universitaria. Siempre había pensado que se le daba fatal flirtear. Era capaz de improvisar un pollo a la francesa en un abrir y cerrar de ojos, podía organizar una fiesta para cien invitados en un solo un día, pero rara vez lograba no perder el compás durante un breve diálogo picarón, salvo si disponía de una semana para pensar las respuestas. (¡Cómo me va a molestar! —pensaría después, al reflexionar sobre cómo podría haber replicado al conductor—. Los piropos no tienen calorías. Y se acordaría de sacudir su melena de intenso color caramelo y de reírse. Ja, ja, ja, ja.)

Lo más cerca que llegaba a estar de coquetear en su vida era cuando Porter, un hombre felizmente casado, le hacía algún comentario cariñoso ocasional. A veces sospechaba que su mujer le animaba a decirle a Gus lo guapa que estaba. Las dos eran amigas desde hacía ya años.

—Era regordeta, pero no fea, o eso me gusta pensar —siguió diciendo—. En la universidad intenté llamarme a mí misma Augusta, pero era como si estuviera probándome ropa una talla más grande.

Joe pisó un poco el acelerador, con cuidado de no ir demasiado rápido por la nieve.

—No se preocupe, llegaremos a tiempo. Conozco un par de calles secundarias que nos ayudarán a avanzar más deprisa.

—¿Le gusta su trabajo? —preguntó ella súbitamente.

—Acabo harto de conducir —respondió él—. La gente se cree que es fácil, que no hay que pensar, pero no existe un trabajo peor que éste. Todos terminamos sufriendo estrés, ya sabe. Y acabo con dolor de espalda de estar sentado.

—Podría salir del coche y estirarse un poco después de cada carrera —sugirió Gus, y el hombre sacudió la cabeza en gesto de negación, dándole a entender que dependía del taxímetro.

—Ya veo cómo se las gasta, Augusta llamada Gus —dijo Joe—. Es usted de esas personas que siempre van dando consejos.

—Sí, lo soy —reconoció ella. Vaciló, y a continuación añadió—: Es como si no pudiera evitarlo. ¡Si veo que está mal, tengo que borrarlo!

—Yo estoy casado con una como usted. Siempre quiere hablar, hablar, hablar. Justo cuando yo quiero ver la tele. —El conductor salió de la FDR. a la altura de la calle Noventa y siete y se detuvo en un semáforo en rojo.

—No soporto ver que otras personas cometen errores —dijo ella—. Es superior a mí. Quizá le pase lo mismo a su mujer.

—Bueno, seguro que también usted habrá cometido algún error.

—Demasiados, creo yo. Así es como sé lo que quiero hacer ahora.

Se quedaron callados un rato mientras el coche circulaba ya por la Segunda Avenida. Gus vio la tintorería, el gimnasio, la floristería, conforme el coche recorría la calle.

—Antes vivía aquí —le contó al conductor, que asintió en silencio—. En los tiempos en que se llamaba Yorkville. Con mi marido.

—Antes de dar el gran salto, ¿eh?

Las inmobiliarias lo rebautizaron como Carnegie Hill cuando subió el valor de la vivienda a finales de la década de 1990. Pero en la época en que no hacía mucho que Christopher y ella habían terminado los estudios, en la época en que acababan de volver de aquel año excavando pozos en África, habían alquilado un pequeño apartamento en el edificio de la esquina de la Noventa y cinco con Madison. En esos tiempos estaban demasiado al norte como para considerarse modernos de alguna manera. Pero era más que emocionante compartir casa, alegrar una habitación poniendo unos jarrones baratos de cristal en la ventana, llenos de agua que ella había teñido de verde, de rojo y de azul. Su cama había sido un sofá abierto, pero era infinitamente más cómodo que el catre en el que habían dormido al otro lado del océano. En esos días Christopher tenía la esperanza de meterse en el mundo del periodismo y escribía para cualquiera que quisiera publicarle; Gus le corregía los artículos y se quedaba levantada con él hasta altas horas de la noche para preparar café y darle su opinión. Pero la ilusión y las posibilidades no servían para pagar las facturas.

Al final, él se puso a trabajar para su padre, vendiendo instrumental quirúrgico, y se mudaron a Westchester para estar más cerca de su zona de ventas. Y de la familia de ella: necesitó una mano cuando Aimee y Sabrina llegaron al mundo tan seguiditas. Gus no había esperado que todo fuese a ser tan difícil.

Bajó la mirada al delgado anillo de oro que llevaba en el meñique de la mano derecha. Era la alianza de su madre; hacía unos años, cuando ella murió, había encargado que se la redujeran de tamaño. Su padre también había fallecido para entonces. Soy oficialmente una huérfana, pensó Gus; huérfana y viuda. Dos al precio de uno.

Al otro lado de la ventanilla vio el local del Food Emporium, el Barnes & Noble, el restaurante Heidelberg y la panadería alemana, los únicos vestigios de un barrio que en su día había sido el barrio alemán. Yorkville, a continuación Germantown… Cada puñado de manzanas representaba un aspecto diferente de la ciudad, una comunidad diferente, una cocina diferente.

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