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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (3 page)

BOOK: Assur
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Además, Berrondo era un niño consentido y mimado que disfrutaba de una vida sin responsabilidades o trabajo, limitándose a acompañar eventualmente a su padre. Y aunque Assur sabía distinguir un cierto regusto a envidia en sus propios sentimientos, tampoco podía dejar de recordarse que no era el único al que desagradaba aquel muchacho obeso, de tez oscura y pequeños ojos porcinos. Su hermano Sebastián, de edad parecida, lo odiaba intensamente. Y no sería la primera vez en la que el hijo del sayón se había valido de una mentira para convertirse en el centro de atención. Sin embargo, la posibilidad de que sus palabras fuesen ciertas hizo que un escalofrío recorriese la espalda del pequeño Assur.

—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó al fin mientras aceptaba en la suya la mano inquieta de su hermana.

Berrondo resollaba haciendo que bailase la pequeña papada de su cara redonda. Las heridas de sus manos parecían haberse convertido en lo más importante del mundo y tardó en contestar.

—Sí, sí. Estoy seguro, son los normandos, han llegado por el Ulla…

—No digas sinsentidos —interrumpió Assur impaciente—, no pueden sortear las aguas bravas de los saltos de Mácara. En todo caso habrán dejado sus barcos negros más abajo y habrán llegado hasta aquí andando, o a caballo…

—Y… y qué más da cómo hayan llegado hasta aquí —quiso recriminar Berrondo intentando arrastrar con la voz la autoridad que tantas veces había visto ejercer a su propio padre en el desempeño de su cargo—. Hay que huir, debemos ponernos a resguardo antes de que nos cojan, ¡hay que correr! ¡Alejarse!

—Pero… ¿qué estás diciendo?

Assur no podía dar crédito a lo que oía. Recordó los despectivos comentarios que Sebastián le dedicaba a menudo al hijo del sayón y, pensando en cuánta razón tenía su hermano, pudo sentir el sabor del resentimiento, viscoso y amargo, deslizándose por su garganta.

—Tenemos que ir al pueblo, hay que ayudar, debemos llegar… —y mientras lo decía Assur se percató de que su hermana, nerviosa, retorcía su mano. Cayó en la cuenta de que sus palabras podían no ser tan lógicas como parecían. No podría perdonárselo si es que le ocurría algo a Ilduara.

Berrondo había empezado a farfullar de nuevo, urgiéndolos a marcharse. Assur lo ignoró y, al tiempo que se agachaba para ponerse a la altura de la pequeña, giró sobre sí mismo.

—Escucha, presta atención y obedece. —Ilduara lo miraba con ojos asustados, comenzando a entender la gravedad del asunto—. Yo voy a acercarme al pueblo, pero tú debes quedarte aquí… No, no… Mejor vete corriendo hasta el castaño que hay en la finca del
zoqueiro
, ¿sabes dónde? —No esperó a que la niña contestase—. Vete hasta allí y escóndete en el tronco hueco, no te muevas hasta que yo vaya a buscarte y… tú, Furco —el lobo levantó las orejas y lo miró desentendiéndose del dulce aroma a conejo que había encontrado en la verdolaga—, quédate con Ilduara, ¿me oyes?, cuida de Ilduara…

Y, sin esperar a que su hermana diera alguna muestra de aquiescencia, echó a correr de nuevo, dejando atrás las protestas de Berrondo.

Se mantuvo en la vera del camino, un tanto a cubierto, permitiendo que las ramas de los árboles le golpeasen los brazos y el torso. Y, por primera vez, entendió cómo se habían sentido sus padres cuando había desaparecido en busca de Furco.

El camino se hizo eterno. La docena escasa de viviendas que daba forma abstracta al pequeño pueblo se alzaba sin orden ni concierto en un otero que daba nombre a la aldea, la mayoría eran versiones más o menos humildes de simples pallozas con techumbres y piezas variadas según los posibles de cada familia.

Outeiro se resguardaba al este del pico de Pidre, el terreno descendía suavemente hacia el sur formando laderas soleadas donde una depresión central servía de nacimiento a un arroyuelo, otro de entre los muchos que cruzaban una tierra llena de montañas y valles en la que los inviernos traían agua y nieves abundantes.

Outeiro era uno sin más de tantos asentamientos que habían ido surgiendo al repoblar los dominios reconquistados a los hijos del islam. Otro de entre los villorrios que florecían alrededor de las tierras que, por presura, behetría o concesión de los nobles, los hispanos habían recuperado cuando sus montañas y rudo carácter coartaron las ansias de expansión mahometanas.

Herederos del indómito temperamento de unos pueblos que ya se habían resistido al dominio romano y al posterior asedio godo, aquellos hombres, liderados por sus últimos nobles, luchaban desde hacía doscientos años por su libertad, unidos contra el asedio agareno; y poco a poco, dejando tras de sí sangre y sudor, habían ido ampliando el territorio retomado, aunque las escaramuzas seguían siendo continuas. Así, las fronteras eran volubles e imprecisas, tierras de nadie en las que ni cristianos ni musulmanes conseguían asentamientos permanentes. Como consecuencia, la estrecha franja de verdes y viejas cordilleras del norte de la península ibérica frenaba la influencia de la luna menguante; quedando el futuro de la gran Europa heredera del imperio carolingio en las manos de unos cuantos que se negaban a ceder asiéndose a su fe. Prueba de ello era la pequeña capilla dedicada a la Virgen María que se escondía al sur del pueblo. Construida mal y aprisa, atestiguaba la reocupación cristiana de aquellos lares y, a pesar de la modestia, era orgullo y símbolo para los habitantes de Outeiro y los otros pequeños puebluchos de los alrededores.

Pronto llegó la curva desde la que se veía la casa del sayón, la más rica y ostentosa, que dominaba el resto desde uno de los extremos del pueblo. El olor a quemado y las sombras que bailaban por culpa de los fuegos le impidieron a Assur centrar sus sentidos en cualquier otra cosa.

También llegaron los gritos, las llamadas de auxilio y las exclamaciones de dolor. Y Assur no quiso aceptar lo que, por desgracia, comenzaba a presentir.

En el extremo del muro de piedra que rodeaba la casa del sayón, por el lado que miraba al pueblo, apareció una ominosa figura sombría que le daba la espalda al chiquillo. Un hombre, casi un gigante a los ojos de Assur. Uno de ellos. Un guerrero con un ahusado casco de hierro y una cota de malla que destellaba maliciosamente respondiendo a las chispas de los fuegos. Llevaba un hacha enorme que pendía de un brazo laxo y, aunque el muchacho no podía verla, le pareció que también cargaba algo más en la otra mano. Caminaba con grandes zancadas pesadas, sin percatarse del niño que lo observaba. Parecía mirar con atención algo que sucedía en el interior del villorrio. Los aros metálicos de la visera del sencillo casco se entremezclaban con la hirsuta barba negra e impedían a Assur distinguir más detalles, y aunque cambió de posición unos pasos, no llegó a ver mucho más. El nórdico, que seguía moviéndose, quedó pronto oculto por la tapia, de hombros para abajo.

El normando se alejaba por la vía, justa para el paso de un carro cargado, que formaban el murete de la casa del sayón y la descuidada leñera de la vivienda anexa, la de Osorio
o zoqueiro
. Y cuando Assur, que aguantaba la respiración sin ser consciente, ya solo veía el extremo picudo del casco, aquella hacha apareció de nuevo, amenazadoramente, alzada sobre la cabeza del normando. Assur comprendió que el normando se plantaba firmemente mientras balanceaba el arma con cortos movimientos de un brazo poderoso. Preparándose, apuntando.

Vio el filo partir dando vueltas sobre sí mismo. No distinguió el blanco. Pero oyó el alarido que siguió y, lleno de angustia, se dio cuenta de que tenía que haberle dicho a Ilduara qué hacer si a él le pasara algo. Una idea que se instaló en su nuca royéndole los pensamientos mientras intentaba aclararse y decidir cuál debía ser su siguiente paso.

Oía las llamas lamiendo casas y establos con fiereza y, de fondo, un coro impreciso y atonal de lamentos. Y, por encima de todo, se destilaban las voces roncas y angulosas del brusco idioma de los hombres del norte, sonaban a órdenes impías y carentes de la más mínima clemencia.

A poco estuvo de salir corriendo con la idea de auxiliar al pobre desgraciado que hubiese recibido el hacha en sus entrañas. Solo el recuerdo de los suyos lo detuvo y, finalmente, se decantó por otra idea.

Se internó de nuevo en la espesura, rodeó el pueblo y descendió hasta los árboles que daban al costado de su propia casa, ya cerca del extremo opuesto al de la vivienda del sayón. Allí, y con el escaso refugio que le proporcionaba una silva crecida en una inclinación del terreno, se atrevió a mirar con disimulo por encima de las hojas espinosas.

Un fuego inmisericorde se comía la techumbre. La modesta casa ardía como el mismísimo infierno, las piedras de los muros se ennegrecían. De la pequeña huerta anexa al muro trasero solo podía ver un tramo. Las matas de judías habían sido pisoteadas, y el bancal de las fresas, convertido en terrones deformes salpicados por hojas sueltas. Unas pocas coles arrancadas aparecían esparcidas por todos lados. Por la mañana, cuando había salido con el ganado, aquel pedazo de tierra aparecía pulcro y cuidado, reflejo del mimo con el que mamá lo mantenía. Los surcos de la tierra bien definidos y todas aquellas matas de verde colocadas con un encanto simétrico que a Assur siempre había fascinado. Ahora parecía que una tormenta apocalíptica se lo había llevado por delante y, por primera vez en los últimos y alocados instantes, la tristeza encontró el camino para empañar los sentimientos de Assur. Aquel huertecito era el orgullo de mamá, a ella le encantaba cuidar de cada uno de sus hierbajos. El muchacho no pudo evitar sentir una repentina sensación de culpabilidad por todas las veces en las que, prefiriendo remolonear, había intentado evitar cumplir las tareas que mamá le había pedido que llevase a cabo en aquel pedazo de tierra.

No veía el resto del pueblo; la fachada principal y el fuego se interponían, pero ya podía asegurar que al menos media docena de casas ardían como la suya. Algunos cerdos corrían de un lado a otro y un carnero desatendido balaba lastimeramente.

La puerta se abrió y el corazón de Assur dio un vuelco, esperaba ver a los suyos huyendo del fuego. Pero no apareció mamá. Tampoco el pequeño Ezequiel, ni Sebastián, el mayor de todos, ni Zacarías, que solo le llevaba un año. Y tampoco su padre.

Era otro de aquellos demonios del norte, calmado y tranquilo, despreciando el infierno que se desataba sobre él. Llevaba la cabeza descubierta y, a pesar del riesgo, ignoraba las chispas incandescentes que le caían encima; algunas llegaban a sisear en su túnica de cuero acolchado con riesgo evidente de prender en su revuelta melena pelirroja, sin embargo, el normando caminaba con confiada parsimonia, apoyando una amenazante espada en su hombro derecho. Era el mismo gesto que Assur había visto hacer tantas veces a su padre con la azada, y la similitud lo inundó de un desasosiego incierto que se transformó en angustia rápidamente; en cuanto distinguió las manchas carmesí que decoraban el pecho del jubón del normando. El tinte grana de la sangre seca destacaba con espanto en el viejo cuero clareado por el sol.

—¿Qué está pasando?

A Assur le faltó el aire de repente.

Allí, a su espalda, estaban los tres. Berrondo, Ilduara y Furco, que miraba a ambos hermanos alternativamente con una expresión casi humana. Parecía esperar un premio de Assur por haber permanecido al lado de la niña, como mostrándose orgulloso por el deber cumplido. Sin embargo, ante la falta de halagos y caricias de su amo, el lobo se desentendió pronto de la situación y, rodeando a los niños con un trote ligero, se puso a olisquear por los alrededores.

—Pero qué… ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Assur mal encarado.

Se había dirigido directamente a su hermana, ignorando a Berrondo; e Ilduara, asustada e inquieta, mostraba con la tensión acumulada en su bonito rostro que no tenía una respuesta clara que ofrecer. Cuando la pequeña empezó a farfullar, dispuesta a hacer un esfuerzo por organizar sus ideas, Berrondo la interrumpió repitiendo su pregunta.

—¿Qué está pasando? —inquirió el rechoncho muchacho intentando dar un timbre de autoridad a su atiplada voz. El inseguro esfuerzo solo sirvió para poner en evidente manifiesto el terror que sentía.

Algo frío y duro en los penetrantes ojos azules de Assur le demostró a Berrondo que no estaba dispuesto a prestarle su atención antes de haber templado sus propias cuitas con Ilduara. Por lo que, y antes de reconocer que ambos hermanos estaban dispuestos a dejarlo a un lado, procuró salir airoso del trance aludiendo algo que hacer.

—Será mejor que juzgue por mí mismo —aseveró compuesto mientras se giraba hacia el zarzal que los ocultaba.

Assur e Ilduara se miraban fijamente obviando los pretendidos aires del hijo del sayón. El uno sin saber si era el momento adecuado para una regañina, la otra deseando que le diesen un fuerte abrazo y le asegurasen que todo aquello no era más que una pesadilla que se empeñaba en parecer demasiado real.

Y en ese momento todo cambió bruscamente. Berrondo farfulló algo desde su atalaya tras el arbusto. Assur no le prestaba atención, pero asimiló una referencia lejana sobre un grupo de hombres armados, y Furco, que se había colocado a un lado de la misma zarza, se quedó quieto. Tenía el pelaje del lomo erizado y había empezado a gruñir sordamente. Era un borboteo nervioso que le surgía de lo más profundo del pecho. Assur se giró hacia el lobo, preocupado, cuestionándose si llamaría la atención del normando que había visto salir de su casa. El muchacho juzgaba mentalmente la distancia cuando los acontecimientos se precipitaron.

En el instante en el que Assur se disponía a llamar al animal a su lado los nervios de Berrondo se rompieron como una cuerda demasiado tensa y, con un gritito histérico, intentó echar mano al lobo.

—Sal de ahí, estúpido bicho, o… —Berrondo no pudo acabar la frase. Agachándose primero y alargando el cuello después, Furco lanzó una rápida dentellada. A punto estuvo de arrancarle los dedos al hijo del sayón, que, milagrosamente, había retrocedido a tiempo.

Sin embargo, la torpeza del muchacho eligió ese preciso momento para ponerse de manifiesto. Al echar el pie derecho atrás mientras encogía el brazo y escondía la mano bajo el sobaco como un pájaro aterrorizado, Berrondo perdió el equilibrio y cayó en la zarza de manera estrepitosa. Se hundió entre ramas y hojas con un torpe revuelo de tela y brazos en el que el manto que vestía se prendió en las púas del arbusto, enredándose por culpa de los desmañados esfuerzos del zagal por incorporarse. Se revolvía buscando inútilmente dónde asirse.

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