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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

Baila, baila, baila (10 page)

BOOK: Baila, baila, baila
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Me pregunté, sin embargo, qué importancia tenía la justicia en el terreno del sexo. Porque, efectivamente, si uno le pidiera ecuanimidad al sexo, más valdría convertirse en ese musgo verde que crece en las peceras. Así todo resultaría más fácil.

Todavía me debatía entre las dos opciones cuando ella, poco antes de que el taxi llegara a su edificio, resolvió el dilema: «Vivo con mi hermana», me dijo.

Ya no tenía que seguir dándole vueltas, y sentí que me había quitado un peso de encima.

Cuando el taxi se detuvo delante del edificio, me pidió que la acompañase hasta la puerta de su piso. Tenía miedo, me dijo. A veces pululaba gente rara por los rellanos y pasillos a altas horas de la noche. Le pedí al taxista que esperase, que volvería en cinco minutos, y tomándola del brazo enfilé el camino helado que conducía al portal. Luego subimos hasta el tercero por las escaleras. Era un sencillo edificio de hormigón. Al llegar a la puerta con el número 306, la chica abrió el bolso, metió la mano y sacó una llave. Entonces, volviéndose hacia mí, me sonrió con cierta torpeza y me dio las gracias por la velada.

Le contesté que yo también lo había pasado muy bien.

Abrió con la llave y volvió a guardarla en el bolso. El ruido seco de los cierres del bolso resonaron en el pasillo. Después me miró fijamente al rostro. Ella parecía estudiar un problema de geometría escrito en una pizarra. Estaba ofuscada. Desorientada. No era capaz de decirme adiós. Era evidente.

Con la mano apoyada en la pared, esperé a que tomase alguna decisión. Pero no lo conseguía.

—Buenas noches. Saluda a tu hermana de mi parte —me despedí.

Ella permaneció cuatro o cinco segundos con los labios sellados.

—Lo de que vivo con mi hermana era mentira —dijo en voz baja—. En realidad, vivo sola.

—Ya lo sé —le dije.

Ella empezó a ruborizarse.

—¿Cómo lo sabes?

—Simplemente lo sé —respondí.

—Eres detestable —me dijo sin perder la calma.

—Sí, es posible —contesté yo—. Pero, como te he dicho, no me dedico a molestar a la gente. Y no me aprovecho de las situaciones. Así que no hacía falta mentirme.

Ella se quedó desconcertada un instante para luego reírse, resignada.

—Es verdad. No era necesario.

—¿Pero…? —dije yo.

—Pero me salió con toda naturalidad. Yo también tengo mis heridas. Como te he dicho, he pasado por muchas cosas.

—A mí también me hirieron. Llevo una chapa de Keith Haring en el pecho.

Se rió.

—Oye, ¿por qué no entras y te tomas un té? Me gustaría hablar un rato más contigo.

Dije que no con la cabeza.

—Gracias. También a mí me gustaría. Pero, no sé por qué, creo que hoy es mejor que me vaya. Me da la impresión de que es mejor que no hablemos demasiado de una sola vez.

Ella me miró fijamente, como quien lee la letra pequeña de un anuncio.

—No sé cómo explicarlo. Es sólo una impresión —proseguí—. Cuando hay mucho que contarse, es mejor hacerlo poco a poco. Eso creo yo. Aunque puede que me equivoque…

Reflexionó unos instantes. Luego se dio por vencida.

—Buenas noches —dijo, y cerró la puerta despacio.

—Oye —la llamé. La puerta todavía estaba abierta unos quince centímetros, de modo que podía ver su cara—. ¿No podríamos volver a quedar un día de éstos?

Ella, con la mano en la puerta, soltó un profundo suspiro. «Quizá», contestó, y cerró la puerta del todo.

El taxista leía un periódico deportivo con aire de hastío. Cuando regresé al asiento trasero y le indiqué el nombre del hotel, pareció sorprendido.

—¿De verdad no se queda? —dijo—. Pensé que me diría que me marchase. Es lo que suele pasar.

—Entiendo —coincidí yo.

—Cuando uno lleva muchos años en este negocio, la intuición no suele fallar.

—Si se llevan muchos años, alguna vez fallará. Lo dice la ley de probabilidades.

—En eso tiene razón —dijo el taxista un tanto desconcertado—. Pero ¿no será que es usted también un poco raro?

—Puede que sí —dije. ¿De veras era tan raro?, me pregunté.

De vuelta en la habitación, me lavé la cara y me cepillé los dientes. Sentí cierto arrepentimiento mientras lo hacía, pero eso no me quitó el sueño y enseguida me quedé dormido. Mis arrepentimientos no suelen durar mucho.

Por la mañana, lo primero que hice fue llamar a recepción y prolongar mi reserva tres noches más. Era temporada baja y no hubo ningún problema.

Luego salí a comprar el periódico y entré en un Dunkin’ Donuts cercano al hotel, donde me tomé dos tazas grandes de café y dos
muffins
. Los desayunos de los hoteles suelen cansar al primer día. Un Dunkin’ Donuts era lo que necesitaba. Es barato y se puede repetir café.

A continuación tomé un taxi y fui a una biblioteca. Le pedí al taxista que me llevase a la más grande de Sapporo. Allí busqué los viejos números de la revista que la chica me había indicado. Encontré el artículo sobre el Dolphin Hotel en el número del 20 de octubre. Lo fotocopié, entré en una cafetería cercana y, tras pedir un café, empecé a leerlo.

No se entendía bien. Había que leerlo varias veces para comprenderlo. El articulista se había esforzado en ser claro, pero el esfuerzo, dada la complejidad del asunto, parecía haber sido vano. Era muy enrevesado y había que leerlo con calma. El titular rezaba: «
SOSPECHAS DE ESPECULACIÓN EN SAPPORO
:
UNA MANO NEGRA EN EL PLAN DE REURBANIZACIÓN
». Junto al artículo, una foto tomada desde el aire mostraba el nuevo Dolphin Hotel poco antes de finalizar su construcción.

Contaba, en resumidas cuentas, lo siguiente: tiempo atrás se habían adquirido una serie de terrenos de gran extensión en una zona de Sapporo. En apenas dos años, todo ese terreno había sido transferido en circunstancias poco claras y subrepticias. El precio final que había alcanzado era exorbitante. El periodista decidió recabar información y, durante su investigación, descubrió que el terreno había sido comprado por varias empresas, la mayoría de las cuales eran compañías fantasma. Estaban registradas, pagaban impuestos, pero carecían de oficinas y empleados. Además, todas estaban vinculadas a otras compañías fantasma. En realidad, se trataba de una red de especulación ingeniosamente encubierta. Un terreno comprado al precio de veinte millones de yenes se vendía poco después a sesenta millones y se revendía a doscientos. Siguiendo con paciencia el hilo de aquel laberinto de compañías se llegaba al meollo: la inmobiliaria B. Esta vez se trataba de una empresa real, con sede en un edificio grande y moderno de Akasaka, en Tokio. Aunque no abiertamente, estaba ligada al gran consorcio A, que poseía desde líneas de ferrocarril, cadenas de hoteles, productoras de cine, industria alimentaria y grandes almacenes, hasta revistas, empresas de financiación y seguros contra daños. La empresa A contaba, además, con importantes contactos en el mundo de la política. El periodista siguió tirando del hilo y descubrió algo todavía más jugoso: los terrenos que la inmobiliaria B había acaparado se inscribían en un plan municipal de reurbanización. Se habían proyectado ciertas inversiones públicas en el área, como la construcción de una línea de metro o el traslado de oficinas de la administración. La mayor parte del capital procedía de las arcas del Estado. El plan había sido discutido y elaborado por el gobierno, la prefectura de
Hokkaidō
y el municipio de Sapporo. Ya se había decidido el lugar, la dimensión y el presupuesto. Sin embargo, al correr el velo, uno se encontraba con que, en los últimos años, alguien había ido agenciándose todos los terrenos elegidos. A la empresa A le habían dado un chivatazo y la compraventa del terreno tuvo lugar de forma clandestina antes de que los políticos aprobaran el plan.

La avanzadilla de esa espiral de compraventa era el Dolphin Hotel. Primero se hicieron con un terreno de primera calidad. El enorme hotel desempeñaría la función de cuartel general de la empresa A. Cargaría con el liderazgo del área. Era un símbolo de la transformación de la zona, un foco que atraería un gran flujo de gente. Todo marchaba según lo planeado. Es lo que se conoce como capitalismo avanzado. Invertir capital implica obtener previamente información y asegurarse beneficios. Nadie hace nada malo: ése es el principio que subyace a las inversiones. Invertir dinero requiere que los beneficios sean parejos a la cantidad invertida. Al igual que alguien le da una patadita a los neumáticos o inspecciona el motor cuando va a comprar un coche de segunda mano, quien invierte cien mil millones de yenes estudia minuciosamente la rentabilidad de dicha inversión y, en ciertos casos, incluso realiza alguna maniobra. En ese mundo la palabra justicia no tiene ningún valor. Si se pretendiese ser justo, la inversión acabaría alcanzado una cifra astronómica.

En ocasiones también se utiliza la coerción.

Por ejemplo, supongamos que alguien no acepta la expropiación. El dueño de una zapatería con muchos años en el negocio se niega a irse de allí. En ese caso, aparecen unos tipos con aspecto intimidatorio. Las grandes empresas también recurren a esa vía cuando es necesario, y cuentan con el apoyo de cualquier bicho viviente: desde políticos, escritores y figuras del rock, hasta la
yakuza
. Una pandilla de matones con catanas acude en tropel. La policía no se involucra demasiado en esos casos. Hasta la jefatura está al corriente. No se trata de corrupción. Es el sistema. Así son las grandes inversiones. Desde luego, siempre las ha habido, en mayor o menor medida. Lo único que ha cambiado es que la red del capital ha adquirido un grado de elaboración y un empuje incomparablemente mayores. Las supercomputadoras lo han posibilitado. Y todas las cosas y fenómenos que existen en el mundo quedan prendidos dentro de sus mallas. El capital se sublima en forma de cierto concepto mediante condensación y fragmentación. Llevándolo al extremo, podría decirse que es un acto religioso. La gente venera el dinamismo del capital. Lo idolatran, lo mitifican. Veneran el precio del terreno en Tokio y aquello que los resplandecientes Porsche simbolizan. Son los restos de la mitología en este mundo de hoy.

Así es el capitalismo. Nos guste o no, vivimos en esa sociedad. Los criterios del bien y el mal también se han subdividido y se han vuelto más sofisticados. Dentro del bien hay un bien moderno y un bien demodé. Dentro del bien moderno lo hay formal, informal, «en la onda» y esnob. También se llevan las combinaciones. Se pueden probar estilos complejos, como quien se pone un jersey Missoni con unos pantalones Trussardi y unos zapatos Pollini. En tal mundo, la filosofía se va asemejando cada vez más a las teorías de la administración de un negocio. La filosofía se acerca al dinamismo de la época.

Aunque por entonces yo no lo veía así, antes, en 1969, el mundo todavía era bastante sencillo. En algunos casos, uno podía expresar su descontento arrojándole una piedra a un antidisturbios. Fue una época relativamente buena. Pero ahora, con esta sofisticada filosofía que nos gobierna, ¿quién le lanzaría una piedra a un antidisturbios? ¿Quién se expondría de buen grado a una ducha de gases lacrimógenos? Así es el
presente
. La red se extiende de punta a punta. Fuera de la red hay otra red. No se puede escapar. Cuando se lanza una piedra, ésta traza una elipse y se vuelve contra uno mismo. Ciertamente es así.

El periodista había fundamentado a conciencia sus sospechas. Pero el artículo resultaba poco convincente por mucho que alzase la voz, y lo cierto es que empeoraba cuanto más la alzaba. Le faltaba capacidad de denuncia. Él lo sabía. Ni siquiera resultaba sospechoso. Lo ocurrido formaba parte de un proceso capitalista muy natural. Todo el mundo lo sabía. De modo que nadie le prestaría atención. ¿A quién le preocupa que una empresa con un enorme capital adquiera información de manera ilegal y se dedique a comprar más y más terrenos, que se fuerce una decisión política y, con tal fin, la
yakuza
amenace al dueño de una pequeña zapatería o le dé una paliza al propietario de un hotelucho poco frecuentado? Las cosas son así. Los tiempos fluyen sin cesar, como las arenas movedizas. El lugar en el que ahora nos encontramos no es el lugar en el que estábamos poco antes.

Me pareció un espléndido artículo. Estaba bien documentado y desbordaba sentido de la justicia. Pero no estaba «en la onda».

Me guardé la fotocopia en el bolsillo y me tomé otro café.

Pensé en el dueño del antiguo Hotel Delfín, aquel desdichado nacido bajo el signo de la derrota. Él nunca habría sobrevivido a estos tiempos.

—No está en la onda —dije en voz alta.

La camarera pasó y me miró con cara rara.

Volví al hotel en taxi.

8

Desde la habitación llamé a mi antiguo socio. Alguien a quien yo no conocía se puso al aparato y me preguntó mi nombre; luego se puso otra persona y me preguntó mi nombre; al final, por fin me atendió él. Parecía ajetreado. Hacía casi un año que no hablábamos. Yo no lo había evitado. Simplemente, no habíamos charlado. Siempre me había caído bien, y eso no había cambiado. Pero, al fin y al cabo, para mí él pertenecía a un «territorio ya transitado» (y yo para él). Habíamos tirado por caminos distintos que apenas se cruzaban. No había más.

¿Qué tal iba todo?, me preguntó.

Iba bien, le contesté.

Añadí que estaba en Sapporo.

Me preguntó si hacía frío en Sapporo.

Sí, fue mi respuesta.

Quise saber cómo le iba el trabajo.

Que andaba ocupado, respondió él.

Que tratase de no beber demasiado, le recomendé yo.

Que últimamente apenas bebía, replicó.

Si nevaba en Sapporo, quiso saber.

Que en estos momentos no, le contesté.

Durante un rato nos pasamos cortésmente la pelota de ese modo.

—Por cierto, tengo que pedirte un pequeño favor —le solté. Mi socio tenía una antigua deuda pendiente conmigo. Yo me acordaba y él también. No soy de los que piden favores.

—Dime —contestó conciso.

—¿Recuerdas que una vez hicimos un trabajo para un boletín interno de una cadena hotelera? —le dije—. Hará unos cinco años.

—Sí, lo recuerdo.

—¿Sigue vivo el contacto?

Reflexionó unos instantes.

—Sí, está bastante inactivo, pero seguir, sigue vivo. Podría caldearlo, si es necesario.

—Había allí un tipo que conocía bien los entresijos del sector. No recuerdo cómo se llamaba… Un tipo delgado que siempre llevaba un sombrero raro. ¿Podrías hablar con él?

BOOK: Baila, baila, baila
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