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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, #Drama

Baila, baila, baila (2 page)

BOOK: Baila, baila, baila
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El caso es que apenas sé nada sobre ella. No sé dónde vive, ni cuántos años tiene. Tampoco la fecha de su cumpleaños. Desconozco a qué escuela fue y si tenía estudios universitarios. Ignoro incluso si tiene familia. No sé nada. Vino de alguna parte, como un aguacero, y desapareció. Tan sólo me queda su recuerdo.

Sin embargo, ahora tengo la impresión de que, a mi alrededor, ese recuerdo cobra de nuevo cierta aura de realidad. Me parece que me llama a través de esa circunstancia llamada Hotel Delfín. Sí, está buscándome. Y sólo la encontraré si vuelvo a formar parte del hotel. Además, es muy posible que sea ella quien esté derramando lágrimas por mí en ese hotel.

Mientras contemplo las gotas de lluvia, le doy vueltas a la idea de que formo parte de algo. Y de que alguien llora por mí. Me resulta un mundo extremadamente lejano. Como la Luna o un lugar parecido. Al fin y al cabo, es un sueño. Siento que, por más que estire el brazo, por más que corra, nunca lo alcanzaré.

¿Por qué iba alguien a llorar por mí?

Da igual: ella me busca. En algún lugar del Hotel Delfín. Y, en lo más profundo de mi corazón, yo también deseo formar parte de él. De ese lugar extraño y fatal.

Pero no es fácil regresar al Hotel Delfín. No basta con reservar una habitación por teléfono y tomar un avión hasta Sapporo. Es un hotel y, al mismo tiempo, una circunstancia. Una circunstancia bajo la forma de un hotel. Regresar al Hotel Delfín significa volver a enfrentarse a las sombras del pasado. Cuando pienso en eso, me invaden pensamientos de una tenebrosidad insoportable. Sí, durante estos cuatro últimos años he tratado con todas mis fuerzas de deshacerme de esa sombra gélida y lúgubre. Y regresar al Hotel Delfín significa renunciar definitivamente a lo que durante estos cuatro años he ido logrando de un modo callado y laborioso. No es que haya conseguido gran cosa, la verdad. La mayor parte son, se mire como se mire, trastos oportunos y provisionales. Pero, a mi manera, me he esforzado y, combinando todos esos trastos, he podido volver a la realidad y construir una nueva vida basada en mi humilde sistema de valores. ¿Regresar al vacío de antes? ¿Tirarlo todo por la ventana?

Sin embargo, todo empieza allí. Lo sé. Sólo allí uno puede empezar.

Me doy la vuelta en la cama y, mientras observo el techo, suelto un hondo suspiro.
Simplemente, hazte a la idea
, me digo. En este caso, pensar no sirve de nada. Nada de todo esto está en tus manos. Lo veas como lo veas, no puedes resistirte. Se ha decidido en otra parte.

Hablemos de mí.

Autopresentación.

Hace mucho tiempo, cuando yo iba a la escuela, al empezar el curso salíamos por orden de lista al frente del aula y hablábamos delante de los demás sobre nosotros mismos. A mí se me daba muy mal. No sólo se me daba mal: no le encontraba ningún sentido. ¿Qué demonios sé yo de mí mismo? ¿Acaso el
yo
que percibo a través de mis sentidos es el
yo
real? ¿No será la imagen de mí mismo una versión desfigurada por pura conveniencia? Algo así como nuestra voz registrada en una grabadora, que no nos parece la nuestra… Así pensaba yo. Cuando me llamaban y tenía que hablar de mí mismo ante los demás, tenía la impresión de reescribir mi expediente escolar a mi antojo. No podía evitar sentir esa desazón. Así que, en la medida de lo posible, intentaba dar sólo datos objetivos, datos que los demás no necesitasen interpretar ni buscar su significado (tengo perro, me gusta nadar, no me gusta el queso, etcétera); aun así, tenía la impresión de dar datos imaginarios de un ser imaginario. Y cuando escuchaba a los demás, me parecía que todos hablaban de terceras personas. Todos vivíamos en un mundo imaginario donde respirábamos aire imaginario.

En cualquier caso, voy a contar algo. Todo empieza siempre con alguien contando algo de sí mismo. Es el primer paso. Que sea o no correcto, eso se juzga después. Puede juzgarlo uno mismo u otra persona. El caso es que ha llegado el momento de contar algo. Y yo también debo retener en la memoria lo que voy a contar.

Soy una persona a la que, ahora, le gusta el queso; no sé desde cuándo, pero de pronto empezó a gustarme. Yo tenía un perro que murió de pulmonía bajo la lluvia el año en que empecé la secundaria; desde entonces jamás he vuelto a tener perro. Siempre me ha gustado nadar.

Fin.

Las cosas, sin embargo, no terminan tan fácilmente. Cuando alguien le pide algo a la vida (¿quién no lo hace?), la vida le exige muchos más datos, más información. Le exige más puntos para poder trazar una imagen clara. Si no, no se obtienen respuestas.

DATOS INSUFICIENTES
,
RESPUESTA DENEGADA
.
PULSE LA TECLA DE CANCELACIÓN
.

Pulso la tecla de cancelación. La pantalla se pone en blanco. Mis compañeros de clase empiezan a lanzarme cosas. Habla más, piden, háblanos más de ti. El profesor frunce el ceño. Yo me quedo mudo, petrificado sobre la tarima.

Hablaré. Si no, nada podrá empezar. Hablaré todo lo que pueda. Más tarde ya se juzgará si es correcto o no.

A veces una chica pasaba la noche en mi apartamento. Desayunábamos juntos y luego ella se iba al trabajo. Tampoco tiene nombre. Eso se debe, sencillamente, a que no es un personaje principal de esta historia. Pronto va a desaparecer, así que para evitar complicaciones no diré cómo se llama. No estoy menospreciándola. Me gustaba y ese sentimiento no ha cambiado, ni siquiera ahora que ya no la veo.

Éramos amigos, por así decirlo. Al menos, ella era la única persona a la que podría llamar amiga. Aparte de mí, tenía un novio formal. Trabajaba en una central telefónica y se encargaba de calcular, con un ordenador, el coste de las llamadas en función de las tarifas. Nunca le pregunté nada en concreto sobre su trabajo y ella tampoco me contó nada, pero creo que consistía más o menos en eso. Calculaba los costes de las llamadas y preparaba las facturas. Por eso, cada vez que yo recogía una factura de teléfono en el buzón, tenía la impresión de que había recibido una carta personal.

Al margen de eso, ella se acostaba conmigo. Dos o tres veces al mes. Ella creía que yo era un selenita o algo por el estilo. «Oye, ¿cuándo regresas a la Luna?», me preguntaba con una risa entrecortada. Los dos estábamos desnudos, pegados el uno al otro, en la cama. Su pecho me presionaba el costado. Solíamos quedarnos hablando así hasta poco antes del amanecer. De fondo, se oía el ruido del tráfico de la autopista. En la radio emitían una monótona canción de The Human League.
The Human League
. Un nombre ridículo. ¿Cómo pueden ponerse nombres tan absurdos? Antiguamente, los grupos utilizaban nombres más normalitos: The Imperials, The Supremes, The Flamingos, The Falcons, The Impressions, The Doors, The Four Seasons, The Beach Boys.

Cuando le decía eso, ella se reía. Y me decía que estaba loco. La verdad, no sé por qué. Me considero una persona muy racional, con una forma muy racional de pensar.
The Human League
.

—Me gusta estar contigo —dijo ella un día—. A veces me entran unas ganas locas de verte. Por ejemplo, cuando estoy en el trabajo.

—Ah —dije yo.


A veces
—recalcó ella. Y se quedó callada unos segundos. La canción de The Human League se terminó y pusieron otra de un grupo que no conocía—. Ése es el problema —prosiguió ella—: Me encanta estar así contigo, pero no querría hacer el amor contigo todos los días, de la mañana a la noche. No sé por qué.

—Ah —dije yo.

—Eso no quiere decir que me sienta incómoda contigo. Pero cuando estamos juntos, a veces me parece que el aire se enrarece. Como si estuviéramos en la Luna.

—Un pequeño paso para el hombre…

—¡Eh, no bromeo! —Se incorporó y me miró fijamente—. Te lo digo por tu bien. ¿Alguien más te dice algo por tu bien? Contesta. ¿Hay alguien más que te diga cosas así por tu bien?

—No —reconocí yo.

Ella volvió a tumbarse y apoyó su pecho suavemente contra mi costado. Le acaricié la espalda con la palma de la mano.

—El caso es que a veces, cuando estoy contigo, el aire se enrarece como en la Luna.

—En la Luna no hay un aire enrarecido —señalé yo—. Simplemente, no hay aire en su superficie, así que…

—Sí —siguió ella en voz baja. Yo no sabía si estaba ignorándome o si no me había oído, pero ese modo de hablar me puso nervioso—. Se enrarece. Tengo la sensación de que respiras un aire completamente diferente del que yo respiro.

—Los datos son insuficientes —dije yo.

—¿Quieres decir que apenas sé nada de ti?

—Yo mismo no sé demasiado sobre mí —contesté—. En serio. No lo digo en un sentido filosófico, sino en un sentido más real. Los datos son insuficientes en términos generales.

—Pues ya tienes treinta y tres años. ¿O no? —me preguntó. Ella tenía veintiséis.

—Treinta y cuatro —corregí yo—. Exactamente, treinta y cuatro años y dos meses.

Ella movió el cuello hacia los lados. Se levantó de la cama, se acercó a la ventana y apartó las cortinas. Fuera se veía la autopista, sobre la cual pendía la Luna de las seis de la mañana, blanca como un hueso. Ella llevaba puesto uno de mis pijamas.

—Regresa a la Luna —me dijo señalando el satélite.

—¿No hace frío? —pregunté yo.

—¿En la Luna?

—No. Me refiero a si no tienes frío —respondí. Era febrero. Junto a la ventana, la chica exhalaba su blanco aliento. Al oírme, por fin pareció darse cuenta de que hacía frío.

Volvió deprisa a la cama. La abracé. El pijama estaba helado. Ella presionó la punta de la nariz contra mi cuello. También estaba muy fría. «Me gustas», me dijo.

Pensé en decirle algo, pero no me salían las palabras. Me caía bien. Y cuando nos acostábamos juntos, pasaba un buen rato. Me gustaba darle calor a su cuerpo, acariciarle suavemente el pelo. Me gustaba oír su tenue respiración cuando dormía, acompañarla por las mañanas hasta el trabajo, recibir las facturas telefónicas que —según creía yo— ella preparaba tras calcularlas, verla vestida con mis pijamas, que le quedaban grandes. No obstante, llegado el momento me resultó imposible expresarlo con una frase. Sin duda no era un «te amo», pero tampoco un «me gustas».

¿Cómo podría expresarlo?

Al final, fui incapaz de decir nada. Las palabras no me venían a la mente. Y era evidente que, al no decir nada, estaba hiriendo sus sentimientos. Ella intentaba que no me diera cuenta, pero yo lo percibía. Lo percibí mientras recorría la forma de su columna vertebral bajo su piel blanda. Con toda claridad. Durante un rato estuvimos abrazados el uno al otro sin decirnos nada, mientras sonaba una canción cuyo título yo desconocía. Ella tenía la palma de la mano apoyada suavemente sobre mi vientre.

—Cásate con una selenita y ten unos hermosos niños selenitas con ella —dijo con una voz dulce la chica—. Es lo que más te conviene.

Al otro lado de la ventana abierta de par en par se veía la Luna. Yo la contemplaba abrazado a ella, por encima de su hombro. De vez en cuando, un camión de larga distancia, de los que transportan mercancías muy pesadas, pasaba a toda velocidad por la autopista provocando un ruido siniestro, como cuando se desprende parte de un iceberg. ¿Qué transportarán?, me preguntaba.

—¿Qué tienes para desayunar? —dijo ella.

—Nada especial. Prácticamente lo mismo de siempre. Jamón, huevos, tostadas, ensalada de patata que sobró de ayer al mediodía y café. Voy a calentarte leche y hacer un café —le contesté.

—Estupendo —dijo con una sonrisa—. ¿Podrías prepararme unos huevos fritos con jamón, café y tostadas?

—Por supuesto que sí —dije yo.

—¿Sabes qué es lo que más me gusta?

—Sinceramente, no tengo ni idea.

—Lo que más me gusta —me dijo ella mirándome a los ojos— es saltar de la cama, en una de esas frías mañanas de invierno en las que no apetece nada levantarse, por no poder contenerme al oler el aroma del café y de los huevos con jamón, y al oír el ruido de la tostadora al saltar.

—Entendido. Vamos allá, pues —dije yo riéndome.

Yo no soy un tipo raro.

De veras lo creo.

Quizá tampoco pueda decirse que soy un tipo corriente, pero raro no soy. Soy una persona extremadamente cabal, a mi manera. Muy directa. Directa como una flecha. Soy yo mismo de un modo sumamente natural e inevitable. Dado que es un hecho evidente, no me importa demasiado lo que los demás piensen de mí. La manera en que los demás me ven no me atañe. Más bien, eso es algo que sólo
les atañe a ellos
.

Algunas personas me consideran más memo de lo que soy en realidad, y otras me estiman en mayor medida de lo que en realidad valgo. Pero me da igual. Además, la expresión «en realidad» sólo se funda en la imagen que he creado de mí mismo. Me consideran un verdadero memo o alguien digno de estima. En ambos casos, me trae sin cuidado. Eso carece de importancia. En este mundo no existen las malinterpretaciones. Apenas, la discrepancia de ideas. Así lo veo yo.

Por otra parte, hay personas que se ven arrastradas por esa cabalidad que llevo dentro. Son escasas, pero existen. Esas personas —sean hombres o mujeres— y yo nos atraemos y después nos alejamos con toda naturalidad, como astros errantes en el oscuro espacio del cosmos. Vienen a mí, se relacionan conmigo y un buen día se marchan. Se convierten en mis amigos, mis amantes, mi mujer. Algunos también pueden volverse enemigos. Pero, al final, siempre se alejan de mí. Se rinden o se desesperan o se quedan callados (aunque se abra el grifo, ya nada sale) y se marchan. Mi vivienda tiene dos puertas. Una de entrada y otra de salida. No son intercambiables. No se puede salir por la entrada o entrar por la salida. Así está establecido. La gente entra por la entrada y sale por la salida. Hay distintas formas de entrar y salir. Pero al final todos salen. Algunas personas lo hacen a fin de probar nuevas posibilidades y otras para ahorrar tiempo. Otras porque mueren. No queda nadie. En mi apartamento no hay nadie, aparte de mí. Y siempre noto la ausencia de los que se han marchado. Las palabras que pronunciaron, sus alientos, las canciones que susurraron, las veo flotar como polvo en cada rincón de mi apartamento.

Me da la impresión de que la imagen que todos ellos tenían de mí era bastante precisa. Por ese motivo todos se acercaron a mí y al poco tiempo se marcharon. Fueron testigos de mi cabalidad y de la honestidad —no se me ocurre otra palabra— con que intenté preservar esa cabalidad. Ellos intentaron decirme algo y abrirme sus corazones. Casi todos eran amables. Pero yo fui incapaz de ofrecerles nada. Y aunque hubiera sido capaz, no habría sido suficiente. Me esforcé en darles todo lo que podía. Hice cuanto estaba a mi alcance. A mi vez, buscaba algo en ellos. Pero nunca funcionaba y acababan marchándose.

BOOK: Baila, baila, baila
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