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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

Beatriz y los cuerpos celestes (10 page)

BOOK: Beatriz y los cuerpos celestes
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—Bueno, nenas —dijo Coco, rodeando con su brazo los hombros de su chica—, ¿nos abrimos? Tú, Pepe, ¿qué, te esperamos?

—No, tío, yo me voy a casa a sobarla, que no puedo con mi alma.

—Nosotros deberíamos hacer lo propio —dijo Coco—. Con la llegada de esta señorita hoy casi no hemos dormido. ¿Cogemos un tequi?

—Fijo —dijo Mónica, y acto seguido apuró su cerveza de un trago, para dar a entender que ya estaba cansada de La Iguana y que quería largarse cuanto antes.

A los dieciocho años, yo era virgen. Mónica, sin embargo, ya se había acostado con un montón de chicos. No éramos, sin embargo, tan distintas. La carencia o el exceso venían a significar lo mismo: la huida del compromiso, o la renuncia.

Desde que tenía catorce años, Mónica había encadenado una relación tras otra. Todo el mundo la veía como parte de una pareja, y la propia Mónica era incapaz de percibirse a sí misma de otra manera. Le conocí unos diez o quince novios, que nunca le duraban más de dos meses y a los que jamás sentí como rivales. No eran más que panolis que venían a buscarla al colegio, para pagarle las copas y magrearse con ella en el asiento trasero de sus coches. Mónica contaba con la ventaja de que siempre se sentía emocionalmente segura, puesto que siempre tenía a alguien dispuesto a quererla o a desearla; y con la desventaja de que su dependencia, tanto de los hombres como —supongo— del sexo, aumentaba día a día. No sabía vivir sola, exactamente igual que Cat; pero al contrario que Cat, tampoco quería vivir acompañada.

Ella era mi amiga y me lo contaba todo, a mí, que seguía siendo virgen, que ni siquiera había besado a ningún chico todavía. Al contrario de lo que pudiera esperarse, yo no juzgaba, y jamás le recriminé su actitud. Pero era la única que la aceptaba como era. Ella lo sabía, y ésa era una de las razones por la que se sentía tan cercana a mí, a pesar de que fuéramos aparentemente tan distintas. Mónica sabía bien que en el colegio nadie le perdonaba su promiscuidad. Tuvo que enfrentarse con millones de malas caras e indirectas. Pero no le importaba. Mi cuerpo es mío, decía, y había algo en la ensayada intensidad de esa cursiva hablada con que cargaba el posesivo que la imponía por encima de sus atacantes. ¡Cuánto la admiraba yo entonces...!

Pero en realidad Mónica, tan independiente en apariencia, vivía a través de otros. (Y otros vivían a través de ella, yo incluida.) Porque Mónica no entendía la vida si no era en pareja: nunca estaba sola. Pero vivía la pareja según sus propias ideas: se trataba de relaciones basadas en la competitividad antes que en la cooperación, en el parasitismo antes que en la intimidad. Yo era su amiga, sus novios eran sus novios. Nada que ver. Arreglaba todas sus diferencias con ellos a base de sexo. Negociaba todas sus relaciones haciendo el amor. Su cuerpo era su moneda de cambio. Yo era virgen, entonces, y esperaba grandes cosas del sexo. Creía que algún día, si llegaba a conocerlo, sería algo así como una especie de acontecimiento milagroso que me abriría las puertas de la percepción. Mónica, al contrario, no esperaba ya nada, nada especial ni desconocido podían depararle su cuerpo ni los de los hombres con los que se acostaba. Había despojado aquella ilusión del misterio prometido y la incluyó en la categoría de lo simplemente esperado, convirtiéndola en algo trivial y vulgar, como un partido de fútbol. Pero no creo que en realidad disfrutara tanto del sexo, a pesar de que lo probó en todos sus modos y maneras. Mientras yo aún era virgen, ella ya lo había hecho en coches y portales, en aceras oscuras, en el teleférico. Y había probado el sexo oral, la postura del perrito, las luces rojas, la lencería cara. Vivía una vida empeñada en añadir sal y pimienta a la banal experiencia del coito. Pero seguía aburrida. Desde la cólera de su deseo, aquella necesidad de controlar y poseer, nunca le escuché referirse con cariño a ninguno de sus amantes. No podía existir cariño en la sordidez de aquellos trepidantes polvos de diez minutos, de aquellos encontronazos saldados a trompicones que se recordaban más tarde desde los cardenales y los arañazos. Ahora que soy mayor y revivo desde la distancia aquellas historias que ella me narraba, creo que ella entendía por sexo, violencia; por amor, sexo; y por dominio, amor.

Muchas mujeres educadas como católicas han tenido la sensación de que era urgente cometer pecados y se han pasado años encadenando aventuras. Quizás ella era así, quizás caminaba por el mundo llena de esperma, sintiéndose carnal, quizás el sexo se convirtió en una experiencia mística que era una gracia de los hombres, lo mismo que a santa Teresa de Ávila era Dios el que le concedía el éxtasis. Yo no puedo saberlo, sólo puedo imaginarlo, pero estoy casi segura de que ella se empeñaba en acumular hombres por pura rebeldía, no por verdadero deseo.

Yo la deseé siempre, y cuando ella me relataba sus aventuras sentía crecer en mí una especie de tronante torbellino interior, una mezcla de celos y de excitación. Sus ojos negros me enviaban oscuros mensajes sin palabras que yo intentaba deletrear como una párvula esforzada. La miraba y sentía cómo el deseo me echaba un balón llamándome a jugar con Mónica. Pero siempre me la encontraba mirando a otro lado con ojos ávidos.

Mónica entró por la puerta de casa cargada con la bolsa de la compra y la carpeta, y enfiló directa a la cocina ideal. Charo había comprado la antigua pila de granito en Italia y le había añadido unos grifos antiguos de bronce de Trentino. Los azulejos antiguos habían sido encargados expresamente a una fábrica de cerámica ibicenca. La vajilla, cristalería y objetos de menaje hacían juego. Mónica fue sacando vegetales de la bolsa y depositándolos en la mesa de gresite blanco. Después empezó a meter los yogures en el frigorífico. Al agacharse se le marcaba la curva de las nalgas, airosas de juventud y ejercicio. Se disponía a preparar una ensalada cuando por fin reparó en mí, que la observaba apoyada en el quicio de la puerta de la cocina, con el pelo enmarañado, legañas en los ojos y una camiseta de Sonic Youth por toda indumentaria.

—Te sientan muy bien esos vaqueros —observé, intentando justificar mi mirada de admiración. (
Explicatio non petita, acusatio manifesta;
como habría dicho mi padre.)

—Y a ti te sienta bien mi camiseta —respondió, fingiendo que no se enteraba.

—Todo lo tuyo me sienta bien —aseguré, y era cierto—. Me duele la cabeza a muerte. No estoy acostumbrada a beber tanto.

—Debe de haber Alka Seltzers por alguna parte. Por cierto, ya que te has levantado, podrías aprovechar para llamar a tu madre, por lo menos para que sepa dónde estás, que debe de estar preocupada.

—¿Preocupada? Todo lo contrario: ella es feliz con tal de no verme.

—Venga, no exageres. Además, yo paso de tenerte aquí si tu madre no lo sabe, que me puedo meter en un marrón.

Me acerqué de mala gana al teléfono de baquelita. Charo lo había encontrado en una almoneda: «Me enamoré de él en cuanto lo vi, y tuve que regatear durante horas, pero mereció la pena. Es una cucada, ¿no te parece?». El auricular pesaba como la mala conciencia. Y para colmo, resultaba dificilísimo marcar los números con el disco aquél. Marqué el de mi casa de mala gana.

—Mamá, soy yo... Estoy en casa de Mónica... Sí... Sí... Sí... vale, muy bien... Sí. Adiós. —Mónica me miraba con expresión interrogante—. Nada, me ha soltado cuatro borderías y me ha colgado porque tenía que irse a la peluquería —le expliqué.

De pronto sentí cómo un río de lava candente, una mezcla de impotencia y rabia contenida, me subía por el esófago. Oh, no, pensé; me voy a poner a llorar otra vez. Esto es peor que cualquier culebrón.

—Te advierto que si sueltas una sola lágrima, te estás largando por esta misma puerta. Así que o te duchas o me ayudas a hacer la comida —soltó Mónica, que me había leído el pensamiento en los ojos, y empezó a despedazar tomates sobre la tabla de madera con una energía de psicópata.

Minuto y medio. El tiempo exacto que había necesitado mi madre para cambiar radicalmente el estado de mi humor. ¿Cuántos años de entrenamiento hacen falta para aprender a disparar directamente al corazón? Era como si mi madre y yo estuviéramos jugando un sogatira, cada una estirando de un extremo de la cuerda, intentando atraer a la otra hacia su terreno, sabiendo que, en cualquier momento, una de las dos podía estirar demasiado y la otra daría con sus narices en el suelo. En cierto modo, no habíamos cortado el cordón umbilical, y habíamos crecido hasta convertirnos en dos mujeres extrañas entre sí, pero tan necesitadas la una de la otra que nuestra comunicación sólo se hacía posible mediante un absurdo juego de trampas, miedos y humillaciones que transitaban en doble dirección por el espacio que se abría entre nosotras. Se trataba de una relación tan distorsionada y tan dependiente como la de la rosa que acoge amorosamente en su seno al gusano que acabará por comérsela.

Para mi padre soy Beatriz; para mis amigas, Bea; Mónica —y sólo Mónica— me decía Betty de vez en cuando; y mi madre, de pequeña, me llamaba según el estado de mi pelo: siempre era «ven aquí, trencitas», o «dame un beso, ricitos»; dependiendo de si mi melena estaba suelta o recogida.

Maquillaje en polvo, mechas doradas, lápiz de labios, club de bridge, tailleur negro, collar de perlas, zapatos de salón con tacón de tres centímetros, rosarios olorosos de pétalos de rosa, la Inmaculada Concepción en la mesilla de noche, tubos y cajas de pastillas antidepresivas, una mujer sola y perfectamente respetable. Mi madre.

Yo debí de ser el resultado de uno de los últimos encuentros de mis padres porque, hasta donde mi memoria alcanza, siempre durmieron en habitaciones separadas y jamás se permitieron, al menos ante mí, ningún tipo de proximidad física: ni cogerse de la mano ni besarse. Ni siquiera se miraban a los ojos.

De la misma forma que el Sol rige a la Tierra, yo estaba regida por mi madre, era su planeta. Ella me despertaba, me lavaba, me vestía, me daba el desayuno, me acompañaba hasta el colegio y en aquella misma puerta me esperaba a la hora en que acababan las clases para llevarme de vuelta a casa. Se ocupaba de que me quitara el uniforme y me pusiera la bata de estar por casa, me daba la cena, me ayudaba con los deberes y antes de dormir me contaba, apoyando su antebrazo en mi almohada, historias de niños piadosos a los que se les aparecía la Virgen, mientras me acariciaba los rizos y yo me iba quedando dormida.

Mi madre era ordenada y meticulosa hasta la exageración. Recordaba religiosamente las fechas de todos mis aniversarios —cumpleaños, santos, primera dentición, fiesta del colegio...— sin requerir siquiera de una sola anotación en el calendario. Se mostraba orgullosísima de su extraordinaria eficacia respecto a la organización doméstica. Podría entrar un extraño en su casa, abrir cualquier armario, cualquier cajón, y nada encontraría que pudiera avergonzar a mi madre, pues todos estarían impecablemente limpios y meticulosamente ordenados. Se podría comer en el suelo del cuarto de baño. Sí, mi madre era el orgullo de la Sección Femenina, la santa patrona de la abnegación y el sacrificio. Cosía, zurcía, planchaba, limpiaba, hacía punto y cuadros de
petit point
. A diferencia de todas sus amigas, nunca había necesitado asistenta, y, para colmo, como ella misma recalcaba orgullosa, aquel despliegue de hiperactividad doméstica no le restaba tiempo para atender sus numerosos compromisos sociales: sus partidas de bridge, sus tés con pastas, sus cenas fuera de casa, sus salidas al teatro y al ballet.

Le había costado muchísimo tenerme, y de hecho, me concibió cuando prácticamente no albergaba ya esperanzas, después de haber visitado a los mejores médicos de Madrid, de haberle hecho novenas a santa Sara, que quedó encinta a los noventa años, y a santa Rita, patrona de los imposibles, después de haber tenido tres abortos que le dolieron como tres puñaladas en el vientre y en el alma. Y a sus treinta y seis años nací yo, por fin, el fruto de sus entrañas que había estado esperando durante dieciséis. Aquel bebé de miembros regordetes que era yo, había sido su único deseo y obsesión. Y por consiguiente, me mimó todo lo que supo. Procuraba estar a mi lado todo el tiempo posible. Me compraba libros, caramelos y juguetes, y respondía a todas mis preguntas. Yo la adoraba, de pequeña.

En cuanto a mi padre, de lunes a viernes vivía recluido en una oficina de la que regresaba muy tarde y muy cansado, normalmente cuando yo estaba metida ya en la cama; y los domingos se atrincheraba en su despacho, con el periódico por parapeto, sin que se me permitiera, bajo ningún concepto, interrumpir su descanso. Yo le veía poco y él dirigía continuas miradas al reloj mientras estaba en mi compañía. El poco tiempo que estaba en casa, se hacía notar. Ellos dos se peleaban a menudo, normalmente a gritos. Con los años deduje, a partir de los insultos y las recriminaciones que se le escapaban a mi madre en las peleas, que mi padre tenía otras mujeres, y que tampoco se esforzaba mucho en ocultarlo.

Mi madre no pensó jamás en separarse. Faltaría más: ella era católica practicante. Su religión era lo más importante en su vida. No comprendo exactamente qué es la fe, pero sé qué era lo que convertía a mi madre en una creyente tan devota: el hecho de tener una agarradera, una justificación, una razón para vivir. Su marido no la quería (o no la quería como ella hubiese querido que él la quisiese) y ella sólo podía ser esposa y madre: ni había deseado ni le habían enseñado otra cosa. Además, en el medio en el que se movía y se había criado, aquel mundo del club de bridge y las reuniones de la parroquia, las divorciadas estaban mal vistas. En aquel ambiente se valoraba a los hombres por sus acciones y a las mujeres por su físico y más tarde por lo que hacían sus maridos, y toda la vida se organizaba desde fuera hacia dentro. Así de simple.

Además, la suya no era una situación excepcional, sino, más bien, moneda común. Todos los hombres buscaban respiros fuera de casa. Esta idea, que no era sino la oscura noción que de las relaciones conyugales pueda tener una niña que aún no sabe exactamente por qué es raro que un matrimonio no comparta la cama, pero que entiende que las habitaciones separadas implican un problema, se concretaría a mis quince años, cuando sorprendí en una cena en el Club de Campo una conversación que no hubiera debido llegar a mis oídos: dos socios de mi padre, que se habían sentado a mi lado y que estaban demasiado bebidos como para reparar en el excesivo, indiscreto, volumen de su voz, comentaban cómo en una fiesta prevacaciones a uno de ellos se le había ocurrido contratar a una prostituta, y todos los socios del bufete se la habían beneficiado en el cuarto de baño. Excepto Carlos Franco, le decía el uno al otro, que ya sabes cómo es, no sé si opusino o mariquita. El raro, pues, era el que no había aceptado ese comercio. Todos los demás daban por hecho que la infidelidad era un marchamo de hombría, una prueba inequívoca de virilidad.

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