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Authors: Curtis Garland

Tags: #Intriga, Terror

Boda de ultratumba (2 page)

BOOK: Boda de ultratumba
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En cierto modo, tenía razón. Desmond le guió en silencio hasta la biblioteca, para evitar que pudiese ver en el living su carta dirigida al juez y el revólver amartillado sobre la mesa.

—Siéntese —invitó, mostrándole un butacón ante la chimenea apagada y gélida—. Como ve, no puedo ofrecerle demasiadas comodidades, señor
Smith.
Usted conoce muy bien las razones, al parecer.

—Claro que las conozco —sonrió el visitante, acomodándose en el asiento sin despojarse de sus ropas de abrigo, aunque sí del sombrero, que dejó ver debajo una cabeza cubierta de cabello muy negro y liso, salpicado por algunas canas—. Debe usted exactamente tres mil guineas a sus acreedores particulares, dos mil quinientas a diversas entidades bancarias de la City, otras tres mil a quienes hubieran sido sus suegros, los Haversham y, finalmente, mil doscientas libras al Gobierno por impuestos impagados. Todo eso le llevará a la cárcel mañana mismo. Son casi diez mil guineas en total, si no me equivoco.

—Está usted muy enterado de mis deudas —dijo fríamente Desmond.

—Sí, bastante —suspiró el hombre de oscuro. Y extrajo cuidadosamente de un bolsillo interior de sus ropas un pasmoso fajo de billetes que depositó sobre una mesita inmediata. Esto zanjaría todas esas deudas.

Desmond Doyle contempló atónito aquel montón cuidadosamente apilado de billetes de curso legal de elevado valor. Allí había, sin dudarlo, las diez mil guineas que mencionara su visitante.

—¿Cómo se atreve a ir de noche por las calles con semejante suma encima? —se sorprendió el joven.

—Ya ve que no me ha ocurrido nada —la sonrisa del desconocido era indiferente—. Le advierto que esta suma no será la única que reciba usted si llegamos a un acuerdo y acepta mis condiciones, señor Doyle.

—¿Todavía me piensa ofrecer más dinero?

—Otras cinco mil guineas, exactamente, para que comience una nueva vida. ¿Qué le parece el trato?

—En cuanto a lo económico, inmejorable —su desconfianza creció de grado ahora, mientras dirigía una mirada a aquel fajo de billetes, humedeciendo sus labios nerviosamente—. Pero, ¿y las condiciones a cambio? Mucho debe exigirme para pagarlo tan generosamente, señor Smith.

—Como verá, no es gran cosa. Sólo le pido unas horas de su vida a cambio de este dinero. Recibirá las diez mil ahora mismo, si acepta. Y las otras cinco mil, mañana al amanecer.

—Acabemos de una vez. ¿Qué debo hacer por ese dinero? ¿Vender mi alma?

—No, no —rió el otro—. Yo no soy el diablo, señor Doyle. Solamente el intermediario de alguien que es quien le hace la oferta.

—Ya. ¿Y qué se espera concretamente de mí?

—Una boda.

—¿Una…,
qué?

—Lo que ha oído: una boda. Debe casarse con alguien a cambio del dinero.

—Pero…, pero eso no tiene sentido…

—Lo tiene para mí y eso basta. ¿Acepta o no?

—Tendría que pensarlo…

—No hay tiempo —el visitante extrajo un reloj de sus ropas. Era un pesado
Roskoff
de plata, viejo y gastado. Lo mostró ante Desmond, alzando su tapa—. Son las doce menos veinte minutos, señor Doyle. Tiene exactamente cinco minutos para resolver. Es todo el tiempo que puedo concederle.

—Una boda… —repitió Desmond, mientras el otro guardaba de nuevo su reloj de bolsillo—. Es un paso muy importante para un hombre, señor Smith. Ni siquiera conozco a la novia…

—Pocas bodas se celebran a cambio de la propia vida —rió suavemente el hombre de ropas oscuras—. Y menos aún con quince mil guineas de dote para el novio…

Desmond sufrió un leve sobresalto. «A cambio de la propia vida…», acababa de decir su visitante. ¿Es que acaso él sabía o intuía lo de su suicidio inmediato? Le miró, pero el rostro alargado y huesudo no reflejó ninguna emoción.

—Tiene razón —dijo—. ¿Cuándo ha de ser la boda?

—Hoy. Ahora mismo. Esta noche.

—¿Y la novia…?

—La conocerá en el momento de la ceremonia. Pero debo advertirle de algo: una vez casado, tendrá que pasar la noche de esponsales con ella, como es de rigor. Solamente
esta
noche, señor Doyle. Después, se separará de ella
para siempre.
No volverá a verla. No tendrá noticias de ella, no estará ligado con ella salvo por ese lazo matrimonial que nunca, nunca le será recordado…, a menos que intentase darlo por nulo o pretendiera casarse de nuevo. Entonces, y sólo entonces, su novia haría valer sus derechos sobre usted, señor Doyle, ¿está eso bien claro?

—No, pero lo entiendo. Usted sugiere que hoy me casaré con una dama, pasaré con ella la noche de esponsales…, y nunca más volveremos a vernos.

—Eso es.

—Pero yo no deberé volverme a casar o anular ese matrimonio jamás.

—Exacto.

—Supongo que no podía esperar nada normal, cuando se me ofrece tanto por un simple matrimonio de unas horas —suspiró Desmond, resignado—. Una sola pregunta más, antes de darle mi respuesta definitiva, señor Smith.

—No sé si podré contestarla. ¿Cuál es? los ojos del otro le miraron, cautos.

—¿Por qué me eligieron a mí para ese matrimonio tan extraño?

Una enigmática sonrisa curvó los labios descoloridos del caballero desconocido. Se encogió de hombros. Su respuesta fue mucho más ambigua de lo que Doyle esperaba.

—Eso, señor mío, es cosa de ella. De la dama que va a ser su esposa. Solamente ella podría responderle —dijo—. Ahora dígame si acepta o no. Su plazo se acaba.

Doyle se estremeció, sin poderlo evitar. Miró a su interlocutor en silencio, y luego su mirada vagó por los oscuros rincones de la amplia biblioteca. No le gustaba la frase que acababa de oír: «Su plazo se acaba.»

Pero de inmediato desechó esa idea estúpida. Más que se había acabado poco antes cuando iba a apretar el gatillo de un arma para volarse los sesos…

—Está bien —dijo con firmeza, tomando una brusca resolución—. Acepto.

Un
Pierce Arrow,
modelo 1919, les condujo a través de un Londres brumoso, bajo la llovizna fría y persistente, rodando a través de calles que eran como simples fantasmas en la niebla. El desconocido conducía el automóvil de forma cuadrada y carrocería oscura con cierta pericia.

Desmond viajaba en la parte de atrás, retrepado en el asiento, la mirada fija en el exterior, por si le era posible identificar los lugares que recorrían en la noche. La cosa no resultaba nada sencilla. Aquel hombre había dado varios evidentes rodeos, usando calles angostas y solitarias que le eran poco conocidas, y alejándose considerablemente de Mayfair.

Ya no podía saber si estaba en el Soho, en Blomsbury o en Westminster, tal era la desconcertante marcha del vehículo rodando sobre el húmedo pavimento de la ciudad.

Finalmente, se detuvieron ante un edificio apenas visible en la bruma, más allá de una alta verja de hierro. Desmond, a través de la ventanilla, creyó distinguir setos y árboles en torno a la edificación.

—Hemos llegado, señor Doyle —dijo gravemente su acompañante, bajando del vehículo tras cruzar una puerta enrejada y rodar unos momentos sobre una gravilla rechinante, que hizo vibrar ligeramente al vehículo sobre sus ruedas.

Abrió la portezuela, poniendo el pie en un sendero esponjoso por la lluvia. De la arboleda en torno, goteaba agua sobre él, casi pulverizada. Allá, ante ellos, se erguía la sombría forma sólida de un viejo caserón típico de la época victoriana.

Vio luz en un ventanal de cortinas corridas. Una claridad amarillenta y difusa, pero muy perceptible en el oscuro paraje donde se hallaban. De no ser porque había acudido allí con aquel hombre después de guardar diez mil hermosas guineas en la caja fuerte de su casa, tras llamar a su amigo Charles Heyward para que acudiese lo antes posible a la hipotecada mansión de los Doyle en Mayfair, a hacerse cargo de las deudas y pagarlas de inmediato, habría llegado a sospechar que el desconocido sólo pretendía desvalijarle o, posiblemente, asesinarle.

Pero eso era ridículo, tras recibir de sus manos tan jugosa suma. Aún se sonreía cuando recordaba la voz de Charles a través del teléfono, al ser informado de que había diez mil guineas en efectivo dispuestas para los pagos. Le había hecho un montón de preguntas, pero la respuesta de Desmond había sido la dictada por su visitante cuando le advirtió de su llamada al amigo:

—Diga que le explicará más adelante todo. Que se trata de una herencia inesperada o algo así.

Y así había sido su respuesta. A Charles no le había convencido en absoluto, pero prometió estar en la casa antes del amanecer, para afrontar las más perentorias exigencias de los acreedores dispuestos a vaciar la mansión, así como avisar a los demás y detener de ese modo la orden de arresto a nombre de Desmond Doyle por impago de deudas.

Iba pensando en todo ello mientras caminaban hacia la puerta de la mansión victoriana. Se detuvieron ante una alta puerta de madera maciza, tras subir tres escalones de piedra.

El hombre llamado Smith pulsó un llamador. Dentro de la casa tintineó remota una campanilla.

No tardaron en abrir. Un hombre alto, de edad madura, cabello canoso y patillas desmesuradamente largas, les abrió la puerta. Iba impecablemente uniformado de levita oscura.

—Pasen, por favor —pidió—. El reverendo Pearson les aguarda en el salón.

Entraron. El mayordomo cerró la puerta, avanzando silencioso ante ellos en dirección a la sala mencionada. Cuando llegaron a ella, Doyle se halló ante unos muros tapizados de color ocre, mobiliario oscuro, pesado y antiguo, numerosas porcelanas valiosas decorando los muebles, cornucopias en las paredes y un gran retrato sobre la chimenea apagada, mostrando a una dama de rara belleza, vestida de tules blancos, vaporosos, que daban un aire fantasmal a su hermosa figura.

Delante de la chimenea esperaba un hombre en pie, con una copa de brandy en su mano. Vestía enteramente de negro, con cuello cerrado blanco, tenía cabello escaso y ralo, abultada nariz rojiza, indicadora de una afición evidente a los licores, y ojillos astutos tras unos lentes de pinza sobre su respetable apéndice nasal.

—Buenas noches, caballeros —saludó cortés, volviéndose—. Ya pensaba que no vendrían…

—Como ve, se equivocó, reverendo —sonrió fríamente el acompañante de Doyle—. Estamos aquí, y la boda se celebrará de inmediato en la capilla familiar. Señor Doyle, le presento al reverendo Nathaniel Pearson, de la iglesia anglicana. Reverendo, éste es el novio, Desmond Doyle.

—Es un placer conocerle —dijo el sacerdote, inclinando la cabeza con afabilidad—. Espero que sea muy feliz a partir de esta noche, señor Doyle.

—Sí, eso espero yo también —suspiró Desmond distraído, mirando de nuevo al gran retrato al óleo colgado sobre la chimenea.

Le fascinaban aquellos ojos profundos, rasgados y oscuros, en un rostro pálido y suave, de triste sonrisa melancólica, no exenta de misterio. Una cabellera oscura, ondulada y abundante, caía sobre los hombros de la dama de blanco, el fondo del cuadro era una indefinida bruma grisácea en un paraje sombrío e inconcreto.

—Hermoso cuadro —comentó con voz calmosa.

—Sí, lo es —asintió el reverendo—. Debo felicitarle, señor Doyle. Su futura esposa es muy bella.

Desmond notó un raro cosquilleo en su persona. Fascinado, clavó los ojos en el retrato. El reverendo se había referido a ella como «su futura esposa». Smith no hizo nada por rebatirle ese punto.

Ciertamente, no podía quejarse de su suerte. Casarse con una dama como aquélla, recibiendo además quince mil guineas por ello, y quedar virtualmente libre tras la noche de esponsales con tan hermosa criatura, era mucho más de lo que nadie podría imaginar nunca. Y menos aún un hombre arruinado que minutos antes iba a lanzarse directamente al infierno.

Se preguntó qué extraña excentricidad conducía a aquella mujer de sorprendente belleza a celebrar un matrimonio de medianoche con un perfecto desconocido. Cierto que la sociedad había sufrido una seria crisis en la postguerra y mucha gente se propasaba en sus caprichos, pero éste le parecía demasiado grotesco.

—Síganme —pidió el llamado Smith—. Vamos a la capilla. La ceremonia debe celebrarse de inmediato. No debemos hacer esperar a la novia, caballeros.

Emprendieron la marcha a través de la casa, hasta alcanzar un corredor posterior, por el que caminaron en silencio, con el solo sonido del eco de sus pisadas en las baldosas, hasta detenerse ante una pequeña puerta ojival, de madera claveteada, cuyo pomo tomó su anfitrión antes de volverse hacia ellos.

—Entren, por favor —dijo—. Hemos llegado.

Abrió, haciéndose a un lado. La puerta chirrió sobre sus goznes. Un olor a cera quemada llegó del interior de la capilla. Los dos hombres entraron delante del misterioso caballero en una capilla reducida donde ardían varios velones cuya claridad era la única en la cámara. Las llamas amarillas bailoteaban como pequeños espectros o como fuegos fatuos en un cementerio, despidiendo un humo que apestaba a cera caliente.

El altar de la capilla aparecía borrosamente tras esos velones que, en número abundante, lucían por doquier. Pero Desmond no pudo ver, pese a sus esfuerzos, la figura de su futura esposa. La capilla parecía estar vacía por completo.

¿Dónde está la novia? —preguntó el reverendo, sujetando ahora entre sus pálidas manos un pequeño libro de tapas negras.

—Tenga paciencia —dijo Smith—. Ella está ahí, esperándonos. Vayan al altar, por favor.

Los dos echaron a andar entre los velones que ardían en la capilla. El aire estaba allí denso y cargado a causa de ellos. Doyle tuvo la aprensión repentina de que aquel olor le recordaba a la muerte, tal vez porque siempre asoció los velones con una cámara ardiente.

Llegaron al altar, tras rodear los incontables velones que, sobre sus soportes de hierro forjado, ardían en el recinto.

Y entonces vieron a la novia.

El reverendo lanzó una imprecación y se echó atrás, con gesto sobresaltado. El libro cayó de sus manos.

—Dios mío… —le oyó susurrar Doyle—. ¿Qué significa esto?

Desmond mismo, habría querido tener fuerzas para hablar. Pero no pudo. Estaba con la mirada fija en aquella forma humana, tendida ante el altar.

Era la dama del cuadro, de eso no había duda. Envuelta en tules blancos, con traje de novia y un ramo de azahar sobre su regazo, entre las blancas manos. El cabello oscuro desparramándose a ambos lados de su rostro apacible. No pudo verle los ojos, Tenía los párpados cerrados. Y reposaba dentro de un féretro suntuoso, forrado de seda púrpura.

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