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Authors: Curtis Garland

Tags: #Intriga, Terror

Boda de ultratumba (4 page)

BOOK: Boda de ultratumba
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Se puso a pasear nuevamente por la estancia. Le resultaba imposible permanecer por mucho tiempo contemplando el cadáver sobre el lecho. Permanecer ante la novia muerta, dentro de la misma estancia, era demasiado para cualquiera. Empezaba a comprender por qué todo aquello se había pagado tan generosamente. Lo que no comprendía era el capricho macabro que justificase tal situación.

La boda, en sí, era ya una monstruosidad. Pero obligarle a permanecer allí, junto a la difunta, resultaba aún peor. E incluso más injustificado, más absurdo ¿Qué ganaba nadie con ello? ¿Por qué llevar las cosas tan lejos en aquella farsa horrible? ¿Acaso se pensaba que pasar junto a la novia muerta el resto de la noche de bodas significaba en cierto modo una consumación del propio e imposible matrimonio sobre un hombre vivo y una mujer sin vida? La sola idea de que le hubieran podido exigir la
auténtica
consumación con un cadáver le causaba escalofríos. No, no podían pensar siquiera que tan atroz aberración pudiera pasarle por la mente, ni aun estando a solas con su pareja. Cierto que gozaba de una pésima fama como disoluto, mujeriego caprichoso, incluso depravado para algunas conciencias demasiado estrechas. Pero de eso a intentar siquiera un acto sexual con una muerta, existía un auténtico abismo insalvable.

De repente se volvió con brusquedad, rompiendo el hilo de sus pensamientos. Creía haber oído un crujido.

Era tan fácil que un viejo y pesado mueble crujiese en el silencio de la noche… Aun así, contempló la cama aprensivamente. Del dosel majestuoso descendían cortinajes recogidos, color marfil. Sobre las ropas yacía la virginal figura femenina, como dormida apaciblemente. Sólo que no estaba dormida, y él lo sabía.

Tuvo un leve sobresalto. Entornó los ojos, escudriñadores. ¿Se había
movido
el cadáver? Daba esa impresión al menos. Recordó que, durante un velatorio, resultaba fácil sugestionarse hasta el punto de creer que un cuerpo sin vida se movía. Eso debía haber sido, lógicamente. Ella
no
podía moverse.

¿Y sus párpados? ¿Estaban yertos, fríos e inmóviles? ¿O se agitaban a veces con el amago de un leve parpadeo? ¿Empezaba a sufrir alucinaciones, terrores infantiles? ¿Era tal la influencia de la muerte sobre los seres vivos?

—No, no debo dejarme dominar por el miedo, por la aprensión —susurró entre dientes paseando de nuevo. Tuvo que aplastar rápidamente el cigarrillo en la alfombra, pisándolo luego con rabia. Le había quemado casi los dedos. Estaba nervioso, inquieto. Empezaba a sentirse demasiado influido por aquella horrible noche a solas con un cadáver.

Recurrió a la botella otra vez. No quedaba mucho brandy, pero tal vez fuera suficiente.

Unos minutos más tarde, apuraba la última gota. Notaba la neblina mental que el alcohol producía. Pero no estaba ebrio, ni siquiera mareado. La tensión era demasiado alta para que eso sucediera.

Encendió otro cigarrillo. Debía racionarlos, ya que no había sabido hacerlo con el brandy. No tenía demasiados para tan larga noche. Y no podía salir de allí en busca de licor o de tabaco. Eso rompería el pacto. Y las cinco mil guineas se esfumarían para siempre en la nada. Era preciso seguir adelante, resistir hasta el final.

Se sentó en un escabel, no lejos del lecho. Desde allí podía ver de perfil el cuerpo extendido, rígido, vestido de blanco. Respiró hondo, expulsando luego el humo del cigarrillo con una tos nerviosa.

Parecía como si el torso de la joven Cheryl, bajo el raso blanco, se moviera acompasado, en una imposible respiración. Sólo lo
parecía,
claro. Era otra de esas sensaciones que producen los cadáveres cuando se les contempla largamente.

Apenas si eran visibles dentro de sus fosas nasales los pequeños algodones que impedían la salida de líquidos al exterior, tras el derrame cerebral y la defunción. El macabro detalle le hizo estremecer.

Para apartar de su mente lo más posible aquellos tétricos pensamientos, se hizo preguntas sobre la muerta. ¿Cuál fue realmente su existencia, cuáles sus aficiones, sus gustos? ¿Y sus sueños para el futuro, truncado trágicamente por la enfermedad y la muerte? ¿Quién fue, realmente, Cheryl Courteney, hasta el día en que escribiera aquellas demenciales líneas manuscritas dando su conformidad previa a una boda alucinante más allá de la tumba?

Sin duda llegó a reír, a ser feliz, a divertirse. O a llorar en una rabieta, a enfadarse, a soñar, a bailar…

Y allí terminaba todo. En una mortaja y un féretro. Más tarde, sería un panteón tal vez suntuoso el que las acogiera. Los Courteney sin duda tuvieron siempre dinero, mucho dinero. Pero, ¿quiénes serían los Courteney, dónde se hallaba situada esta casona victoriana en la que ahora consumía él las horas interminables de tan espantosa noche de esponsales?

Olfateó el aire un momento, volviendo a quebrar el curso de sus reflexiones. El olor esta vez no le gustaba. Era peor que el de la cera, peor que el de los viejos muebles o telas rancias.

Olía a muerte.

A muerte real, casi tangible. A descomposición.

Se puso en pie de un salto, corrió junto al lecho nupcial alarmado. Aquello sería demasiado, pensó. No podía empezar ya el proceso de corrupción del cadáver. No tan pronto, por Dios, rogó mentalmente, tras mirar la hora y comprobar que aún le quedaban más de cinco horas de velada.

Miró de cerca las mejillas de la difunta. Incluso alargó una mano algo insegura y rozó con la yema de sus dedos la piel de la joven.

El escalofrío recorrió su espina dorsal al contacto con aquel frío que helaba el alma.

Parecían iniciarse, ciertamente, síntomas leves de descomposición. La piel tersa mostraba algunas sombras oscuras en pómulos y mejillas, indicio de que bajo la epidermis comenzaba el irreversible proceso final de todo cuerpo muerto. Un vago aroma a putrefacción comenzaría a sentirse pronto en la cámara. Aquella primera impresión era sólo el principio de otro horrible aspecto de la prueba.

Buscó en vano perfumes sobre un tocador polvoriento, que la novia jamás utilizaría para realzar su belleza. Un espejo oval le devolvió su propia imagen, alterada por la palidez y la angustia. Tenía los ojos enrojecidos, la boca contraída y los cabellos ligeramente desordenados.

—¿Por qué aceptaría esta locura? —gimió—. ¿Por qué? ¿Hay algún dinero en el mundo que merezca la pena de semejante calvario?

Una vez más había sido débil, se dejó llevar por sus flaquezas humanas: el ansia de aferrarse a una vida que ya apenas si valía nada, la codicia, el anhelo de una existencia mejor y más confortable, la posibilidad tal vez ficticia de una segunda oportunidad que le purificase de tantas torpezas, de tantos excesos.

Y todo eso, por dinero. Simple dinero, a cambio de una parte de sí mismo, de su propia dignidad ya maltrecha, de su arrogancia de hombre, de su conciencia, si es que aún quedaba alguna en su cuerpo azotado por el alcohol, la fatiga, el sueño y los excesos sexuales en mil lupanares y alcobas de la ciudad.

—Eres un maldito ser despreciable, Desmond Doyle —se dijo a sí mismo, contemplándose en aquel espejo de superficie desigual y polvorienta—. Te está bien empleado todo esto. Tal vez el Destino se haya querido mofar de ti, castigarte por tus pecados, como dicen esos asquerosos puritanos, incapaces de quitar la máscara a sus hipocresías. Aquella bala alemana en la trinchera francesa debió acabar contigo antes de que cayeras tan bajo. Al menos habrías sido un Doyle que dio la vida por la Patria en el barro ensangrentado de Europa. Mientras que ahora, ¿qué eres? Un despreciable gusano incapaz de reaccionar con valentía, con dignidad. Te has vendido a una especie de diablo llamado Smith, que te compró a buen precio para hacer de ti un guiñapo grotesco en una farsa irreverente y siniestra, digna de la mente enfermiza y alcohólica de Poe. ¿De qué puedes quejarte? ¿A quién censurar todo esto, sino a ti mismo, que aceptaste un papel en la horrible comedia?

Y rompió a reír. A reír como un loco, un borracho o un histérico. Ni siquiera era el alcohol el que le hacía reír así. No quería reconocerlo, pero tal vez era el miedo más que el desprecio a sí mismo. Sus carcajadas resonaban hirientes en la habitación, retumbando en los muros con ecos profanos, como si estuviera insultando con su desquiciada hilaridad la presencia de un cuerpo sin vida.

—No debo hacerlo… —se dejó caer de nuevo en un asiento, dominando su histerismo y su risa—. No debo dejarme llevar por impulsos así, o saldré de aquí mañana derecho al manicomio. No, no puedo permitir que la locura me domine…

Se serenó un poco, no demasiado. A través del espejo podía vislumbrar la forma rígida y blanca en la cama. El olor a descomposición aumentaba por momentos, cargando más aún la densa atmósfera de la estancia.

Miró casi con avidez la puerta cerrada, la llave girada en la cerradura, el pomo de la misma. Deseó correr a ella, tirar de ese pomo y huir, huir muy lejos, en la noche, recibiendo la caricia de la lluvia en el rostro, sintiendo la humedad pastosa de la bruma en la piel y en sus ropas. Cualquier cosa sería mejor que seguir allí, sufriendo aquel martirio lento e implacable sobre sus sentidos.

No tuvo valor. No quiso jugarse el todo por el todo.

Esperó. Soportaría el resto de la noche interminable. Dejó caer la cabeza sobre el pecho, respiró hondo.

—Descuida, Cheryl, esposa mía —dijo con tono casi sarcástico—. Me quedo. No voy a abandonarte en tu noche de bodas. Cumpliré hasta el final, y que luego Dios o el diablo me lleven, si es su deseo. Me quedo. Palabra, Cheryl Doyle…

Le pareció casi una burla hablar así a la difunta. De nuevo un crujido del lecho respondió a sus palabras. Ni se atrevió a mirar. Su mente podía hacerle incluso pensar que ella se movía, que se levantaba sonriente, con sus ojos abiertos, medio descompuestos ya, con su sonrisa mostrando las encías grisáceas sobre la dentadura impoluta, con sus fosas nasales destilando hilillos de sustancia fétida.

Cerró los ojos, apretó los puños, impotente ante sus propios terrores. Nada le habría sorprendido sentir sobre sus hombros el roce de unas manos, el helado contacto de unos dedos femeninos sobre la nuca… Pero no ocurrió nada de eso, por fortuna para él. Todo siguió igual entre los muros de aquella estancia.

Y las horas fueron pasando, lentas, interminables, agotadoras…

Ya clareaba.

—¡El día! —clamó con voz ronca y agotada Desmond Doyle, precipitándose hacia la ventana casi incrédulo—. ¡Ya llegó! ¡Amanece, Dios mío!

Era un día poco optimista. Pero le pareció el más radiante amanecer. A pesar de la llovizna, de la niebla, del aire desapacible que hacia temblar los arbustos del jardín. La luz grisácea, casi sucia, cayó sobre las vidrieras mojadas por la lluvia de toda una noche, arrancando algunos reflejos a la estancia. Las sombras parecieron huir, despavoridas como almas condenadas que huyen ante el nuevo día tras su aquelarre nocturno.

La luz eléctrica de la alcoba se difuminó, amarillenta, entre las lívidas claridades del agrio amanecer. Desmond Doyle respiró hondo, la mirada fija en la distancia, tratando de vislumbrar, de intuir al menos, los tejados de Londres allá en la bruma, tras las casi invisibles verjas metálicas que rodeaban la mansión. Esperando que una mayor claridad en la mañana acusara la salida del sol tras la niebla.

Cuando eso sucedió, parte de la bruma pareció despejarse. Un nimbo dorado, tenue pero perceptible, pareció rasgar los velos grises del alba. Era el día. Era el sol, al fin.

Trémula, emocionado, dio media vuelta. Fue a por su chaqueta, colgada de una silla. Dirigió una mirada a la difunta. Las huellas parduzcas en sus mejillas eran muy acentuadas ya. El aire olía a podrido. La botella vacía de brandy aparecía caída en un rincón, la alfombra salpicada de cigarrillos consumidos, manchas de ceniza por doquier. Eran los recuerdos de una noche de pesadilla que, al fin, se había quedado atrás para siempre.

Doyle caminó hacia la puerta sin volver a mirar a la joven muerta. Se detuvo un momento, sin embargo, con la mano en el pomo, tras girar la llave. Habló sin volver la cabeza:

—Adiós, Cheryl Doyle. Nuestro enlace matrimonial se ha cumplido. Nunca más volveré a verte. Pero yo he estado a tu lado toda esta noche, como prometí. Espero que eso, donde ahora estás, te sirva de algo. Y perdona si llegué a sentir miedo. Soy humano, después de todo.

Salió de la estancia, enfrentándose al corredor desierto, alumbrado solamente por la luz diurna tras los ventanales cubiertos de cortinajes. Caminó hacia la salida con rapidez.

Abajo, en el vestíbulo, encontró su abrigo colgado de la percha. Junto a él, sobre un mueble, un sobre cerrado a su nombre. Bastante abultado.

Lo abrió. Contenía un fajo de billetes de elevado valor. Y un papel escrito a mano con unas pocas palabras:

«Lo prometido. Adiós, señor Doyle. No olvide que Cheryl es ahora su esposa.»

Estrujó el papel con ira. Lo arrojó contra la pared y salió rápidamente de la casa, sin ver por parte alguna el menor rastro del mayordomo o del misterioso señor Smith. Pisó el sendero de gravilla, empapado de lluvia. No vio por parte alguna la forma cuadrangular del oscuro
Pierce Arrow
de 1919. Tuvo que ir por su pie hasta la verja, cuya puerta estaba entreabierta, como una invitación a la libertad, a la liberación definitiva.

La cruzó con un suspiro de alivio. Incluso el pavimento de Londres, encharcado y sucio, le pareció maravilloso. Se sumergió en la niebla, alejándose a toda prisa del edificio. Algo más allá encontró un carruaje de punto tirado por caballos, de los que hacían el servicio público por la ciudad, alternando con los automóviles.

Lo tomó, dándole las señas de su domicilio. Mientras la mansión de Cheryl Courteney quedaba atrás definitivamente, hundiéndose en la bruma matinal como un mal sueño, Desmond averiguó al fin que se había hallado durante toda aquella obsesiva noche en una céntrica zona residencial de Regent's Park. El señor Smith le había desorientado totalmente, al volante de su
Pierce Arrow.

A medida que regresaba a Mayfair en el viejo y tradicional coche de caballos, el sol iba abriéndose paso por entre la bruma, hasta hacer de la mañana un prometedor inicio soleado y tibio que iba sacando la lluvia en las calles de Londres.

3

Charles Heyward llenó su copa de Oporto con parsimonia, como lo hacía siempre. Luego, se volvió hacia su amigo, con un gesto serio que no era habitual en él.

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