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Authors: Curtis Garland

Tags: #Intriga, Terror

Boda de ultratumba (7 page)

BOOK: Boda de ultratumba
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—Gracias, muchacho —dijo, dándole una generosa propina que hizo sonreír deslumbrantemente al mozo.

Rasgó el sobre, curioso por saber quién conocía su presencia en el hotel, ya que el pequeño sobre, sin duda con una tarjeta de visita dentro, no había llegado por correo, al estar carente de franqueo.

Extrajo una pequeña cartulina color beige, de bordes ondulados. Tenía todo el aspecto de ser una tarjeta femenina, juzgó, olfateando un vago aroma que no identificó, pero que le trajo un recuerdo borroso, incorrecto. Olía a rosas.

—¿Quién te escribe? —se interesó Charles, frívolo—. ¿Avisaste a alguien de tu llegada?

—No. Sólo a ti —declaró Desmond. Y fijó su mirada en la tarjeta.

Sufrió una violenta convulsión. Sus ojos casi se desorbitaron.

La misma letra menuda, puntiaguda, aparecía en dos líneas sobre la tarjeta en blanco:

«Recuerda, querido Desmond, que estás casado conmigo todavía.

Tu:

Cheryl»

Abigail desapareció alegremente entre los biombos lacados, los espejos y los dorados del lujoso salón de la casa de modas de Regent Street, mientras los dos hombres permanecían curioseando unos sombreros femeninos, a la espera de que la joven esposa se probase las prendas que había elegido.

Charles puso una mano sobre el brazo de Doyle, que giró la cabeza hacia él.

—¿Preocupado todavía? —indagó a medio tono.

—¿Cómo no estarlo? Es para enloquecer, Charlie. Si ella se da cuenta…

—No creo que note nada. Estás disimulando muy bien —meneó la cabeza, pensativo—. Sigo opinando que todo es una burla de mal gusto. Alguien sabe lo ocurrido entonces y te ha gastado esa broma pesada.

—No, Charlie. La letra de esa tarjeta…, era la misma que vi en su declaración póstuma aceptando la boda
post-mortem.
Podría jurarlo. Y la firma…, era idéntica.

—Una letra y una firma se pueden imitar. Tal vez tu misterioso «señor Smith» ande detrás de todo ello.

—Pero, ¿por qué, Charlie, por qué? ¿Es que ese hombre está rematadamente loco?

—Pudiera ser. Eso explicaría su generosa oferta a cambio de una farsa grotesca y blasfema. Hay gente cuyo cerebro es como un tumor gangrenoso.

—Lo peor de todo es que tienen razón. Yo prometí casarme…, y respetar esa boda por el resto de mis días.

—Tonterías. Ni siquiera hubo tal boda. Seguro que no aparece registrada en ningún juzgado de Londres, dijera aquel tipo lo que dijera, Desmond.

—¿Y si esa boda sólo existe como tal por encima de legalismos y cuestiones oficiales? Tal vez algo sobrenatural, demoníaco, tomó buena nota de mí promesa, de mi enlace con…, con aquella chica.

—Vamos, vamos, no puedes volver a pensar en el diablo y cosas así. Hechos semejantes sólo suceden en la imaginación de literatos enfebrecidos.

—Aún recuerdo que Mozart recibió un día la visita de un desconocido que le pagó por un
réquiem
que jamás fue a recoger…, y que sirvió para su propio funeral. ¿También eso lo imaginó alguien demasiado exaltado, Charlie?

—Tal vez el propio Mozart. El hambre y la miseria hacen ver cosas increíbles.

—Dímelo a mí. Mi situación aquella noche no era muy diferente a la de Mozart. Quizá un ser semejante, alguien de ultratumba, vino a por mí antes de morir, para convertirme en el esposo de una difunta de por vida. No sé, es para enloquecer. Esto empieza a inquietarme, Charlie. Nadie podía saber que estamos en ese hotel, en Londres, después de tantos años. Por otro lado, ¿y si Abby llega a enterarse de algo, si vuelven a avisarme y ella intercepta i el mensaje? ¿Qué podría explicarle?

—Muy sencillo: la verdad.

—¿La verdad? ¡No, cielos! Nunca me atrevería…

—Es tu esposa. Le debes lealtad, sinceridad. Tal vez haya llegado el momento de abrirle tu corazón y tu mente de par en par, compartir con ella tus temores y tus dudas. Estoy seguro de que eso te haría mucho bien.

—Y a ella mucho mal, Charlie.

—Podría ser peor si se entera de otro modo o más tarde, Piénsalo y…

—¡Desmond, cariño! —les interrumpió la voz de Abby desde el probador—. ¿Puedes venir un momento y darme tu opinión? Creo que es un conjunto precioso…

—Sí, querida, ya voy —miró a Charlie, se encogió de hombros y echó a andar para reunirse con su mujer.

—Piénsalo bien, Desmond —le alentó Heyward—. Creo que ella debe saberlo…, cuanto antes mejor.

Desmond Doyle se abstuvo de toda respuesta.

No podía dormir aquella noche.

Su mente era todo confusión. Los nervios estaban tensos. Ajena a su problema interior, Abigail dormía profundamente a su lado, el rostro con la aureola dorada de sus cabellos desparramados sobre la almohada, recibiendo de refilón una rendija de luz desde el ventanal.

La miró, pensativo, los ojos muy abiertos en la penumbra de la alcoba. Recordó el consejo de Charles: «Dile la verdad. Le debes lealtad, sinceridad…»

Sí, eso era cierto. No hubiera querido nunca guardarle un secreto a Abby. Pero aquél, precisamente
aquél,
era demasiado tenebroso, demasiado horrible para exponerlo de viva voz a la mujer que había confiado en él desde un principio.

—Se lo tengo que decir, de todos modos —pensó, moviéndose inquieto en la cama—. Mañana lo haré, sin falta. Debo decidirme, reunir fuerzas para hacerlo…

Trató de descansar. Cerró los párpados, algo más calmado, a medida que la decisión se iba fortaleciendo en su mente.

El ruido le sobresaltó.

Abrió los ojos otra vez. El ruido se repitió. Allí mismo. En la suite. Dentro de sus lujosas habitaciones del hotel. Era un simple crujido. Madera seca, quizá. Carcoma o algo así. La noche siempre estaba llena de ruidos semejantes. Sólo que nadie les hacía caso.

Se estremeció. No era la primera vez que se intranquilizaba con algo así. Una noche como ésta, nueve años atrás, había pensado lo mismo ante un inquietante crujido de madera. Sólo que entonces la novia que reposaba cerca de él era un cadáver.

Aquella maldita noche. La de esponsales más siniestra y alucinante que un hombre podía vivir. Entonces, como ahora,
algo
había crujido cerca de él repetidamente. Como si un indefinible hálito de vida ultraterrena se agitara en torno…

Escuchó. Pero el ruido no se repetía. Había llegado del gabinete, no sonó en la propia alcoba, de eso sí estaba seguro.

Se incorporó. Despacio, sigiloso. Abigail se movió ligeramente entre las sábanas.

Se detuvo, alarmado. Esperó. Ella seguía durmiendo, con una expresión dulce y angelical en su rostro. Desmond tomó con cautela la bata colgada de una silla tapizada. Se envolvió en ella y cruzó de puntillas la habitación, saliendo al gabinete. La luz de la calle, penetrando por las rendijas de los postigos entornados, trazaba dos bandas de claridad sobre los muebles y tapizados. Miró en torno, ansioso.

Se calificó a sí mismo de necio por dejarse impresionar por tonterías. No había nadie allí. Las puertas permanecían cerradas tal como las dejara. Nadie había entrado a importunar su sueño.

De repente, sus ojos se fijaron en una de las butacas tapizadas de la sala, la que recibía más claridad del ventanal. Había algo allí. Algo blanquecino, que no recordaba haber dejado sobre el asiento. Tal vez algún objeto de Abigail, olvidado al irse a dormir.

Caminó hacia el mueble. Olfateó el aire, perplejo.

Rosas… Olía a rosas, estaba seguro. Un aroma lejano y estremecedor que había aprendido a aborrecer. Un viejo perfume que relacionaba con la muerte, con aromas de embalsamar.

Alargó la mano. Tocó el objeto de la butaca. Lanzó un sordo grito de horror, demudado al rozar con sus dedos el extraño objeto depositado en el mueble.

—¡Dios mío, no! —jadeó, dejándolo caer a la alfombra, donde lo contempló con fijeza hipnótica.

Era un ramillete de azahar. Las flores estaban desvaídas, mustias, pero conservaban aún una cintita blanca sujetando los secos tallos amarillentos…

Un ramillete de azahar como el que sujetaba entre sus yertas manos el cadáver de Cheryl Courteney nueve años atrás…

Una voz sonó a sus espaldas.

—Desmond, querido, ¿qué sucede?

Se volvió pálido, sobresaltado. Abigail le miró con sorpresa.

Iba envuelta en su amplia bata color azul brillante, despeinados los rubios cabellos, y acababa de aparecer en la puerta del dormitorio, con gesto perplejo.

—Abby… —musitó Desmond, moviéndose hacia ella, demudado—. Siento haber interrumpido tu sueño…

—Te oí gritar, moverte por el gabinete —ella parecía desorientada—. ¿Te ocurre algo?

Y al fijarse de repente en las flores de novia caídas en el suelo, musitó, con tono alterado:

—Desmond, ¿qué es
eso
?

Él tragó saliva. La rodeó con sus brazos.

—Es difícil de explicar —murmuró—. No sé cómo empezar, Abby, pero tengo que decírtelo. Ahora mismo, sin esperar a más.

—Decirme, ¿qué? —los ojos azules de la joven le miraron ingenuamente.

—Dios, es tan complicado empezar… —se exasperó Doyle—. Ni siquiera sé de qué forma explicarte lo que aquella noche…

El golpeteo sobre la puerta le interrumpió. Sobresaltado, apretó con fuerza a Abigail contra sí, de modo instintivo, mientras miraba con auténtico terror hacia la entrada a la suite.

—¡Abra, señor Doyle! —sonó una voz profunda, autoritaria—. ¡Abra, por favor! Es importante.

Ambos se miraron, asombrados y temerosos.

—Desmond, querido, ¿qué es lo que está pasando? —gimió ella.

—No sé, no entiendo nada. ¿Quién puede ser a estas horas?

Fue a abrir la puerta. Dio la luz. En la entrada apareció un hombre vestido de gris, con sombrero hongo, que se apresuró a quitar de su cabeza al ver a Abigail en medio del gabinete. Era un individuo fornido, no muy alto, de aspecto vulgar y mirada inquisitiva. Unos grandes bigotes lucían sobre su rostro enérgico.

—¿Señor Doyle, Desmond Doyle? —preguntó, mirándole fijamente.

—Sí, yo mismo. ¿Puede decirme quién es usted y a qué debo esta inoportuna llamada a tales horas de la madrugada, caballero? —preguntó a su vez Desmond secamente.

—Por supuesto, señor Doyle, tiene perfecto derecho a ello —asintió el otro sin inmutarse—. Soy el superintendente Murphy, de Scotland Yard.

—Un policía… —Desmond pestañeó, incómodo, sin saber por qué—. ¿Cuál es el motivo de su visita, si puede saberse?

—Lo lamento, señor Doyle, pero me veo obligado a decirle que recaen sospechas de asesinato sobre su persona —dijo el funcionario con frialdad.

—¡Asesinato! —Desmond retrocedió unos pasos, como si le hubieran dado un mazazo—, Pero, ¿a qué asesinato se refiere, superintendente? ¿De qué está hablando?

—De la muerte de una joven hace nueve años, señor Doyle. Existen serias sospechas de que usted asesinó entonces a su primera esposa, Cheryl Courteney…

Tras de Doyle hubo un ruido. Se volvió rápido.

Abigail se había desplomado inconsciente sobre la alfombra.

6

—¿Está mejor su esposa, señor Doyle?

—Sí, superintendente. Sólo fue la impresión recibida. El médico del hotel dice que pasará la noche bien, gracias a un sedante.

—Bien, bien. Me alegra por ella, lamento mucho que reaccionase así. Pero yo nunca pude imaginar que su esposa ignorase por completo los detalles del primer matrimonio suyo, señor Doyle…

—¡Le he dicho repetidas veces que aquel matrimonio fue una ridícula farsa! —protestó airadamente Desmond—. Ni siquiera estaba viva la joven cuando nos casaron.

—Eso, desgraciadamente, será difícil de probar por su parte —comentó el policía, con tono desabrido, paseando por el amplio y destartalado despacho en el Yard, cuyas ventanas asomaban al Támesis brumoso—. Sólo disponemos de un registro de matrimonio que certifica esa boda el día once de febrero de 1920, en la capilla privada de los Courteney, en Regent's Park, así como un registro judicial de la misma ceremonia, extendido por un tal juez James Dudley en el juzgado de ese mismo distrito.

—Le parecerá increíble, monstruoso, pero me casé con una muerta. Fue una ceremonia horrible, con un cadáver vestido de novia. E igual fue la noche de bodas.

—Lamento no poderle creer, señor Doyle. Su historia es descabellada. Sabemos, sin embargo, que el doctor Clive Stratton, de Harley Street, médico de la familia Courteney, certificó la defunción de la joven el mismo día once, sin especificar hora concreta. Por tanto, cabe deducir que, en efecto, ella murió la misma fecha en que se casó con usted. Pero, lógicamente, no podemos admitir que fuese
antes,
sino
después
de esa ceremonia que convertía al viudo de Cheryl Courteney en heredero automático de una fortuna de más de cien mil libras esterlinas.

—Cien mil libras… —repitió Desmond, anonadado—. Cielos, es una gran fortuna… Pero yo nunca lo he sabido, jamás reclamé nada, no quiero un solo penique de esa desdichada joven…

—Posiblemente ha sido usted muy astuto al obrar así, señor Doyle —el policía le miró fijamente, parándose en sus pasos—. De no mediar esa boda, la fortuna de Cheryl Courteney habría pasado íntegra a su único pariente, una hermana llamada Melissa, que creo reside en la India. Pero su matrimonio le hace a usted heredero universal de la joven Cheryl, puesto que no existía testamento alguno.

—Ella tenía un tutor, un administrador o pariente llamado Oxley… —recordó Desmond.

—Eso es: Harry Oxley. Tío segundo de la joven y su tutor hasta la mayoría de edad, que se cumplía precisamente el día trece de febrero, fecha de su cumpleaños. Es decir, dos días después de la boda y muerte de la joven. Naturalmente, su matrimonio con usted la hacía automáticamente mayor de edad a efectos legales, y entraba en posesión de la herencia. Herencia que sólo unas horas después pasaba a ser totalmente suya conforme a la Ley, lo quiera o no, señor Doyle.

—Pero…, pero esto es enloquecedor, superintendente —se quejó Desmond amargamente—. No sé nada de esa fortuna, insisto en que me casé con una muerta y, por tanto, esa boda jamás existió como tal. Nunca tuve una esposa, nadie puede casarse con una difunta.

—Dicen que algo así hizo en Portugal hace siglos un rey enloquecido —suspiró el policía, reanudando sus paseos con las manos a la espalda—. Pero claro, vivimos en el siglo XX, no en la Edad Media, señor Doyle. Me resulta muy difícil aceptar su palabra de que se celebró una boda tan macabra.

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