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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Bóvedas de acero (7 page)

BOOK: Bóvedas de acero
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–Como te decía, el doctor Sarton y los demás se percataron dé que Espaciópolis y todo cuanto significa no – existiría por mucho tiempo si tales sentimientos en los Mundos Exteriores continuaran aumentando y si nuestros continuos fracasos los atizaban. El doctor Sarton comprendió que había llegado el momento de hacer un esfuerzo supremo por comprender la psicología de los terrícolas. Se puede afirmar que los individuos de la Tierra son conservadores innatos y soltar necedades sobre «la Tierra inmutable» y «la inescrutable mente terrestre», pero de ese modo sólo se consigue evadir el problema.

»Sarton afirmó que hablaba la ignorancia y que no podíamos enfrentarnos al problema de los terrícolas con un proverbio o con un calmante. Preconizó que los espacianos que trataban de rehacer esta Tierra deberían abandonar el aislamiento de Espaciópolis y mezclarse con los terrícolas. Era preciso vivir como ellos, pensar como ellos, ser como ellos.

–¿Los espacianos? –interrumpió Baley–. ¡Imposible!

–Tienes razón –convino R. Daneel– A pesar de sus puntos de vista, el doctor Sarton mismo no hubiese podido convencerse hasta el extremo de venir a ninguna de estas ciudades, ¡y lo sabía bien! No le habría sido posible soportar la enormidad ni las muchedumbres. Aunque le hubieran obligado a entrar amenazándolo con un desintegrador, lo eterno le habría pesado de modo tal que jamás hubiese percibido las verdades interiores en cuya búsqueda trabajaba.

–¿Y qué me dices de su preocupación por las enfermedades? –indagó Baley–. Me imagino que sería motivo suficiente para que nadie se arriesgara a entrar en una ciudad.

–Cierto. El doctor Sarton justipreciaba todos estos detalles; sin embargo, insistía en la necesidad de conocer íntimamente a los terrícolas y sus métodos de vida.

–Pues parece que se metió en un callejón sin salida.

–No del todo. Las objeciones que se refieren a la entrada en las ciudades se refieren únicamente a los humanos del espacio. Los robots espacianos son distintos.

« ¡Maldita sea, siempre se me olvida!», pensó Baley.

–¡Ah, sí! –exclamó en voz alta.

–Desde luego –reanudó R. Daneel–, nosotros somos más flexibles, naturalmente. Por lo menos a este respecto. Se nos puede diseñar para adaptarnos a una existencia terrestre. Si se nos construye con una similitud muy particularmente apegada a la parte externa de lo humano, los terrícolas nos podrían aceptar, y se nos facilitaría de ese modo un examen cercanísimo de su vida.

–¿Entonces tú..., tú mismo...? –principió Baley, iluminado por una idea repentina.

–Sí, soy precisamente un robot de esa clase. Durante un año, el doctor Sarton estuvo trabajando en el diseño y construcción de robots semejantes. Yo fui el primero de todos ellos, y el único, hasta este momento. Desgraciadamente, mi educación no quedó completa. Se me apresuró de manera prematura en este papel, en este personaje, como resultado del asesinato.

–Entonces, ¿no todos los robots espacianos son como tú? Algunos se ven más como robots y menos como humanos, ¿no es así?

–Sin duda. Las apariencias exteriores dependen de las funciones del robot. Mi propia función exige una apariencia muy humana, y por eso la poseo. Otros son distintos, aunque sean antropoides. Con toda seguridad son mucho más humanoides que los degradantes modelos primitivos que vi en aquella zapatería. ¿Son así todos los robots de aquí?

–Más o menos –replicó Baley–. ¿No los apruebas?

–Por supuesto que no. Resulta por demás difícil aceptar una burda parodia de la forma humana como al mismo nivel intelectual. ¿No pueden mejorar las fábricas sus productos?

–Estoy seguro de que sí, Daneel. Se me figura que únicamente preferimos saber cuándo nos las habemos con un robot y cuándo no. –Se le quedó mirando fijamente a los ojos, cuando expresó tal cosa. Estaban húmedos y brillantes; a Baley le pareció que su mirada era uniforme.

–Confío que con el tiempo pueda comprender esa perspectiva tuya –expresó R. Daneel.

Por un momento Baley creyó observar cierta ironía en la frase; luego desechó la posibilidad.

–En todo caso –prosiguió R. Daneel–, el doctor Sarton distinguió con claridad que el caso se relacionaba con C/Fe.

–¿Qué es eso?

–Los símbolos químicos de los elementos carbono y hierro. El carbono es la base de la vida humana, y el hierro de la vida del robot. Resulta muy sencillo hablar de C/Fe cuando deseas expresar una cultura que combina lo mejor de las dos sobre una base igual, aunque paralela. C/Fe simboliza una mezcla de ambos elementos, sin prioridad.

–Creo comprender. Así pues, ese doctor Sarton se dedicaba al problema de convertir a la Tierra en C/Fe, desde un ángulo nuevo y prometedor. Nuestros grupos conservadores de medievalistas, como se autodenominan, se sintieron perturbados. Tuvieron miedo de que pudiera tener éxito. Así pues, se decidieron a asesinarlo. De ahí proviene la motivación que lo convierte en un complot perfectamente organizado y no en una simple ofensa aislada. ¿Estoy en lo justo?

–Así me lo imagino yo también, Elijah.

Baley silbó meditabundo, como para sí. Con sus largos dedos tamborileó levemente sobre la mesa. Luego meneó la cabeza.

–No resulta; ¡no, no resulta!

–Perdón, no comprendo.

–Trato de imaginarme la situación. Un terrícola emprende rumbo a Espaciópolis; se dirige al doctor Sarton; lo desintegra y luego se retira. No resulta. Estoy seguro de que la entrada a Espaciópolis está bien guardada.

–Exacto. No existe la menor posibilidad de que algún terrícola haya cruzado ilegalmente la frontera. Todas las salidas de la ciudad fueron sometidas a investigaciones minuciosas. ¿Sabes cuántas hay, Elijah?

Éste negó con la cabeza, y luego trató de adivinar.

–¿Veinte?

–¡Quinientas dos!

–¿Qué?

–Originalmente, cuando la amurallaron, había muchas más. Ahora sólo quedan funcionando quinientas dos. Aparte de los puntos de entrada para la carga aérea.

–¿Y los puntos de salida?

–Ni la menor esperanza. No los vigilan. Parece como si no existieran. Cualquiera pudo salir en no importa qué instante, y regresar sin que nadie se percatara de ello.

–¿Hay algo más? Me imagino que el arma desapareció.

–¡Oh, sí!

–¿Algún indicio de importancia?

–Ninguno. Hemos examinado los alrededores de Espaciópolis de cabo a rabo. Los robots en las granjas circunvecinas resultaban inútiles como testigos. Apenas significan un poco más que maquinaria agrícola automática, sin llegar a humanoides. Y no había ningún ser humano.

–¿Y bien?

–Habiendo fracasado hasta ahora en Espaciópolis, trabajaremos en el otro extremo, en la ciudad de Nueva York. Nuestro deber consiste en investigar a todos los grupos subversivos posibles, en desmenuzar a todas las organizaciones disidentes...

–¿Cuánto tiempo has decidido emplear? –interrumpió Baley.

–Tan poco como sea posible; tanto como sea necesario.

–Bien –confesó Baley, meditabundo–, desearía que en este embrollo tuvieras a otro socio que no fuera yo.

–Pues yo no lo deseo –replicó R. Daneel–. El comisionado habló en términos muy elogiosos de tu lealtad y de tu capacidad.

–Fue muy amable de su parte –murmuró Baley.

–No confiamos sólo en él –aclaró R. Daneel–: estudiamos además tu expediente. Tú te has expresado con libertad y frecuencia en contra del uso de robots en su departamento.

–¿Entonces...?

–Sabemos que, si bien te disgustan los robots, trabajarás con uno de ellos si lo consideras como un deber. Posees una aptitud de lealtad en grado extraordinario, y un profundo respeto por las autoridades legítimas. Y eso es exactamente lo que necesitamos. El comisionado Enderby te juzgó con precisión.

–¿No tienes tú ningún resentimiento personal por mis sentimientos contrarios a los robots?

–Si no te impiden trabajar conmigo y ayudarme a llevar a cabo lo que se me exige –arguyó R. Daneel–, ¿cómo me podrán importar?

Baley se sintió cohibido y contrariado. Entonces, con gran beligerancia, preguntó:

–Vaya, pues si yo salí airoso de la prueba, ¿qué hay de ti? ¿Qué te califica como detective?

–No te entiendo.

–Se te diseñó como a una máquina coleccionadora de informes. Una imitación antropoide para registrar los hechos de la vida humana para los espacianos...

–Lo cual significa un magnífico comienzo para una investigación.

–Un principio, quizás. Pero eso no es todo lo que se necesita, ni con mucho.

–Seguro que no; tuvieron que darle un ajuste final a mi sistema completo de circuitos.

–Siento una enorme curiosidad por oír los detalles de lo que afirmas.

–Muy fácil. Se han dotado mis urgencias de motivos con un impulso especialmente fuerte, con un deseo de justicia.

–¡Justicia! –exclamó Baley. De su semblante desapareció la ironía, y en su lugar surgió una mirada indicadora de la más profunda desconfianza.

R. Daneel, volviéndose con rapidez en su sillón, se quedó mirando hacia la puerta.

–Alguien está ahí fuera.

Sí, alguien estaba. La puerta se abrió y Jessie entró, muy pálida y con los labios apretados.

Baley se sobresaltó.

–¿Qué sucede, Jessie? ¿Ocurre algo?

Ella permaneció allí, sin mirarle a los ojos.

–Lo siento mucho. Tenía que... –Y la voz se extinguió.

–¿Dónde está Bentley?

–Pasará la noche en la Residencia de Jóvenes.

–¿Por qué? –protestó Baley.

–Me informaste que tu socio pasaría aquí la noche. Me imaginé que necesitaría la alcoba de Bentley.

–A mí no me hace falta, Jessie –interpuso R. Daneel.

Jessie fijó la vista en el semblante de R. Daneel, con intensidad. Baley tenía la suya clavada en las yemas de los dedos, mohíno respecto a lo que pudiera seguir y, en cierto modo, incapaz de intervenir. El silencio momentáneo pesó en los tímpanos de sus oídos y luego, como desde muy lejos, escuchó a su esposa que decía:

–Sospecho que tú eres un robot, Daneel.

–Sí, lo soy –respondió R. Daneel con un tono tan tranquilo como el de siempre.

6
Murmullos en una Alcoba

En los niveles superiores de las subsecciones más ricas de la ciudad se encuentran los solarios naturales, en los que un tabique de cuarzo, con una pantalla movible de metal, excluye el aire y permite la entrada a la luz del sol. Allí las esposas y las hijas de los administradores y ejecutivos de más alto rango de la ciudad pueden broncearse. Allí acontece algo único todas las noches: ¡oscurece!

En el resto de la ciudad sólo existen los ciclos arbitrarios de las horas.

Las luces de los apartamentos disminuyen a medida que transcurren las horas de oscuridad, y el pulso de la ciudad se debilita. Aunque nadie pueda distinguir el mediodía de la medianoche mediante ningún fenómeno cósmico a lo largo de las avenidas subterráneas de la ciudad, la humanidad persiste en la muda división del horario.

Los expresvías circulan vacíos; el ruido de la vida disminuye; la movible muchedumbre que transita por los larguísimos callejones desaparece; la ciudad de Nueva York yace en la sombra no advertida de la Tierra. Sus habitantes duermen.

Elijah Baley no dormía. Yacía en el lecho; ninguna luz iluminaba su apartamento.

Jessie estaba acostada a su lado, sin movimiento, en las tinieblas. No la había sentido ni escuchado moverse.

Al otro lado de la pared se encontraba R. Daneel Olivaw.

Baley susurró:

–¡Jessie! –Y luego otra vez–: ¡Jessie!

La forma oscura junto a él se movió ligeramente.

–¿Qué quieres?

–Jessie, ¡no me lo hagas más difícil!

–Pudiste habérmelo dicho.

–¿Cómo hacerlo? Pensaba decírtelo en cuanto se me ocurriera algún modo. Josafat, Jessie...

–¡Chissst!

El tono de la voz de Baley se convirtió en un murmullo:

–¿Cómo lo descubriste? ¿No deseas confesármelo?

Jessie se volvió hacia él. En las sombras podía sentir su penetrante mirada.

–Lije –la voz casi no llegaba a un leve soplo de aire–, ¿nos puede oír? ¿Esa cosa?

–No, si hablamos en voz baja.

–¿Cómo lo sabes?

Baley lo sabía. La propaganda se ocupaba en todo momento de recalcar los hechos y milagros de los robots espacianos, su resistencia, sus sentidos aguzados, sus servicios a la humanidad en cientos de maneras distintas y nuevas. Personalmente, él se imaginaba que esas alabanzas fracasaban en su intento. Los terrícolas odiaban a los robots en mayor grado precisamente por su superioridad. Susurró:

–A Daneel lo construyeron del tipo humano adrede. Buscaban que lo aceptáramos como un ser humano, y de seguro que no posee más que sentidos humanos. Si poseyese sentidos extraordinarios, habría un enorme peligro de que se delatara como no humano a causa de cualquier casualidad.

Reinó el silencio otra vez.

Baley hizo un segundo intento.

–Jessie, deja las cosas tal como están. No es justo que te disgustes.

–¡Oh, Lije! No estoy disgustada, sino atemorizada. Tengo un miedo de muerte.

–¡Vamos, Jessie! ¿Por qué? No hay de qué atemorizarse. Es del todo inofensivo. Te lo juro.

–¿No te puedes desembarazar de él, Lije?

–Sabes muy bien que no. Son asuntos oficiales del departamento. ¿Cómo podría hacerlo?

–¿Qué clase de asuntos, Lije? Dímelo.

–¡Caray, Jessie, me sorprendes! –Le buscó la mejilla en la oscuridad, y se la acarició. Estaba húmeda. Con la manga de su pijama le enjugó los ojos–. Vaya –añadió con ternura–, te estás portando como una chiquilla.

–Avísales en el departamento que pongan a otro a hacerlo, sea lo que fuere. ¡Por favor, Lije!

La voz de Baley se endureció.

–Jessie, has sido la esposa de un detective durante suficiente tiempo para saber que una comisión es una obligación.

–Bien, pero, ¿por qué tuviste que ser tú?

–Julius Enderby...

Al escuchar este nombre, Jessie se encabritó:

–Debí de habérmelo figurado. ¿Por qué no puedes soltárselo claro a Julius Enderby que ponga a otro, por una vez siquiera, a que le haga sus trabajos cochinos? Tú le aguantas muchísimo, Lije, y esto es precisamente lo que...

–¡Muy bien, muy bien! –murmuró él, calmándola.

Poco a poco, temblorosa todavía, se fue apaciguando.

«Nunca lo entenderá», pensó Baley.

Julius Enderby siempre fue motivo de disputas entre ellos desde que se comprometieron como novios. Enderby iba dos cursos delante de él en la Escuela de Estudios Administrativos de la ciudad. Fueron grandes amigos. Cuando Baley pasó por el sinnúmero de pruebas de aptitud y de neuroanálisis, encontrándose en disposición para entrar en las fuerzas policíacas, allí estaba ya Enderby, en un puesto superior de la división de detectives sin uniforme.

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