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Authors: Ernst H. Gombrich

Breve historia del mundo (2 page)

BOOK: Breve historia del mundo
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¿Sabes qué más inventaron los hombres de las cavernas? ¿Se te ocurre? El
lenguaje
. Me refiero al lenguaje de verdad. Los animales pueden chillar cuando algo les hace daño, y lanzar gritos de advertencia cuando les amenaza un peligro. Pero no pueden nombrar nada con palabras. Sólo los seres humanos son capaces de algo así. Los hombres primitivos fueron quienes primero lo lograron.

También realizaron otro hermoso invento. La pintura y la talla. En las paredes de las cuevas seguimos viendo aún muchas figuras que tallaron y, luego, pintaron. Ningún pintor de hoy podría hacerlas más bellas. Ha pasado tanto tiempo, que en esas pinturas vemos animales que han dejado de existir. Elefantes con largas pelambreras y colmillos retorcidos: los mamuts; y otros animales de la era glacial. ¿Por qué crees que los hombres primitivos pintaron esa clase de animales en las paredes de sus cuevas? ¿Sólo para adornar? ¡Pero si en ellas estaban completamente a oscuras! No se sabe con certeza, pero se cree que intentan realizar encantamientos. Creían que, si se pintaban sus imágenes en la pared, los animales acudirían enseguida. Igual que cuando, a veces, decimos bromeando: «Hablando del rey de Roma, por la carretera asoma». Estos animales eran sus presas; sin ellas se habrían muerto de hambre. Por tanto, tambien inventaron la magia. Y no estaría nada mal poder servirnos de ella, pero hasta ahora nadie lo ha conseguido.

La época de las glaciaciones duró más de lo que podemos imaginar. Muchas decenas de miles de años. Sin embargo, eso fue bueno, pues, de lo contrario, los seres humanos, a quienes pensar les costaba aún un gran esfuerzo, difícilmente habrían tenido tiempo para inventar todas aquellas cosas. No obstante, con el tiempo fue haciendo más calor sobre la Tierra; el hielo se retiró en verano a las montañas más altas y los seres humanos, iguales ya a nosotros, aprendieron con el calor a plantar hierbas de las estepas, triturar sus semillas y hacer con ellas una papilla que se podía cocer al fuego. Era el pan.

Pronto aprendieron a construir tiendas y a domesticar los animales que vivían en libertad. De ese modo se desplazaron de un lado a otro con sus rebaños, de manera parecida a como lo hacen hoy, por ejemplo, los lapones. Pero como entonces había en los bosques muchos animales salvajes, lobos y osos, algunos tuvieron una idea genial, como es propio de esa clase de inventores: construyeron casas en medio del agua, sobre estacas clavadas en el suelo. Se llaman palafitos. Aquellas personas tallaban y pulían ya muy bien sus utensilios de piedra. Con una segunda piedra más dura taladraban en sus hachas, también de piedra, agujeros para el mango. ¡Vaya trabajo! Seguro que duraba todo un invierno. Y, cuando había terminado, el hacha se les partía a menudo en dos y había que comenzar desde el principio.

Luego, descubrieron cómo cocer barro en hornos para hacer cerámica, y pronto fabricaron bellos recipientes con dibujos sobre la superficie. Pero para entonces, en la Edad de Piedra
más reciente
, el Neolítico, se había dejado de pintar animales. Y al final, hace unos 6.000 años, 4.000 a.C., se llegó a una manera mejor y más cómoda de elaborar utensilios: se descubrieron los metales. No todos de una vez, por supuesto. Al principio, se descubrieron las piedras verdes que, fundidas al fuego, se convierten en cobre. El cobre tiene un hermoso brillo y con él se pueden forjar puntas de flecha y hachas, pero es muy blando y se embota antes que una piedra dura.

Los seres humanos supieron también poner remedio a esto. Se les ocurrió que había que mezclar con el cobre otro metal muy raro para hacerlo más duro. Ese metal es el cinc, y la aleación de cobre y cinc se llama bronce. La época en que los hombres hacían de bronce sus yelmos y espadas, sus hachas y cazuelas, pero también sus brazaletes y collares, se llama, naturalmente, Edad del Bronce.

Fíjate ahora en esa gente vestida de pieles que va remando en sus barcas hechas de un tronco hacia las aldeas construidas sobre estacas. Llevan cereales, o también sal de las minas. Beben de bellas jarras de arcilla, y sus mujeres y muchachas se adornan con piedras de colores y con oro. ¿Crees que se han producido muchos cambios desde entonces? Eran ya personas como nosotros. A menudo se portaban mal unos con otros; muchas veces, con crueldad y malicia. Así somos también nosotros, por desgracia. También entonces debió de haberse dado el caso de que una madre se sacrificara por su hijo; y también debió de haber amigos dispuestos a morir unos por otros. No más a menudo, pero tampoco menos que en la actualidad. ¿Y por qué? ¡De eso hace tan sólo de 10.000 a 3.000 años! Desde entonces no hemos tenido aún tiempo de cambiar mucho.

Pero, a veces, cuando hablamos o comemos pan o nos servimos de un utensilio o nos calentamos junto al fuego, deberíamos recordar agradecidos a los hombres primitivos, los mayores inventores de todos los tiempos.

EL PAÍS DEL NILO

Aquí —tal como te lo había prometido— dará comienzo la historia. Con un
entonces
. Vamos allá: hace 5.100 años, en el año 3100 a.C., así lo creemos hoy, gobernaba en Egipto un rey llamado Menes. Si quieres saber más detalles sobre el camino que lleva a Egipto, deberías preguntárselo a una golondrina. Al llegar el otoño, cuando hace frío, la golondrina vuela hacia el sur. Va a Italia por encima de las montañas, sigue luego un pequeño trecho sobre el mar, y enseguida está en África, en aquella parte de África más próxima a Europa. Allí, cerca, se encuentra Egipto.

En África hace calor y pasan meses y meses sin llover. Por eso, en muchas regiones, crecen muy pocas plantas. La tierra es desértica. Así ocurre a derecha e izquierda de Egipto. En el propio Egipto no llueve tampoco con frecuencia. Pero en aquel país no se necesitaban lluvias, ya que el Nilo lo atraviesa por medio. Dos veces al año, cuando llovía mucho en sus fuentes, el río inundaba todo el país. Y había que recorrerlo con barcas entre casas y palmeras. Y cuando el agua se retiraba, la tierra quedaba magníficamente empapada y fertilizada con un jugoso barro. Entonces, bajo el calor del Sol, crecían allí los cereales tan magníficos como en casi ningún otro lugar. Por eso, los egipcios rezaban a su Nilo desde los tiempos más antiguos, como si se tratara del propio buen Dios. ¿Quieres oír un canto que le dirigían hace 4.000 años?

«Te alabo, oh Nilo, porque sales de la Tierra y vienes aquí para dar alimento a Egipto. Tú eres quien riega los campos y puede alimentar toda clase de ganado. Quien empapa el desierto alejado del agua. Quien hace la cebada y crea el trigo. Quien llena los graneros y engrandece los pajares, quien da algo a los pobres. Para ti tocamos el arpa y cantamos».

Así es como cantaban los antiguos egipcios. Y hacían bien, pues el Nilo enriqueció tanto al país que Egipto llegó a ser también muy poderoso. Sobre todos los egipcios gobernaba un rey. El primer rey soberano del país fue, precisamente, el rey Menes. ¿Sabes cuándo ocurrió aquello? 3.100 años a.C. ¿Recuerdas, quizá, por la historia de la Biblia cómo se llaman en ella los reyes de Egipto?
Faraones
. El faraón era increíblemente poderoso. Vivía en un inmenso palacio de piedra, con grandes y gruesas columnas y muchos patios; y lo que decía tenía que hacerse. Todos los habitantes del país debían trabajar para él cuando él quería. Y a veces lo quería.

Un faraón que vivió no mucho después del rey Menes, el rey Keops —2.500 años a.C.— ordenó, por ejemplo, que todos sus súbditos contribuyeran a levantar su tumba. Tenía que ser una construcción como una montaña. Y así fue, por cierto. Todavía existe hoy. Se trata de la famosa pirámide de Keops. Quizá la has visto ya muchas veces en fotografía. Pero no puedes ni imaginar su tamaño. Cualquier gran iglesia cabría dentro de ella. Se puede trepar sobre sus bloques gigantescos; es como escalar una montaña. Y, sin embargo, quienes llevaron sobre rodillos y apilaron unas sobre otras esas enormes piedras fueron seres humanos. En aquellos tiempos no había aún máquinas. A lo más, rodillos y palancas. Todo se debía arrastrar y empujar a mano. Imagínate, ¡con el calor que hace en África! Así, a lo largo de 30 años, unos 100.000 hombres bregaron duramente para el faraón durante los meses que dejaba libre el trabajo de los campos. Y cuando se cansaban, un vigilante del rey les obligaba a continuar arreándoles con látigos de piel de hipopótamo. De ese modo arrastraron y levantaron las gigantescas cargas; todo para el sepulcro del rey.

Quizá preguntes cómo se le pasó al rey por la cabeza hacerse construir aquella gigantesca sepultura. Eso tiene que ver con la religión del antiguo Egipto. Los egipcios creían en muchos dioses; a la gente con esas creencias se les llama paganos. Según ellos, varios de sus dioses habían gobernado anteriormente en la Tierra como reyes; por ejemplo, el dios Osiris y su esposa, Isis. También el Sol era un dios, de acuerdo con sus creencias: el dios Amón. El mundo subterráneo está gobernado por otro con cabeza de chacal, llamado Anubis. Los egipcios pensaban que cada faraón era hijo del dios Sol. De no haber sido así, no le habrían tenido tanto temor ni habrían permitido que les diera tantas órdenes. Los egipcios tallaron figuras de piedra gigantescas y mayestáticas para sus dioses, tan altas como casas de cinco pisos; y templos tan grandes como ciudades enteras. Ante los templos se alzaban elevadas piedras puntiagudas de granito hechas de una pieza; se llaman obeliscos. Obelisco es una palabra griega que significa algo así como «espetoncillo». En varias ciudades puedes ver aún hoy esos obeliscos traídos de Egipto.

Para la religión egipcia eran también sagrados algunos animales, como, por ejemplo, los gatos. Los egipcios imaginaban así mismo algunos dioses con figura de animal, y los representaban de ese modo. El ser con cuerpo de león y cabeza humana que llamamos «esfinge» era para los antiguos egipcios un dios poderoso. Su gigantesca estatua se encuentra al lado de las pirámides y es tan grande que en su interior tendría cabida todo un templo. La imagen del dios sigue vigilando los sepulcros de los faraones desde hace ya más de 5.000 años; la arena del desierto la cubre de vez en cuando. ¡Quién sabe cuánto tiempo más seguirá haciendo guardia!

Pero lo más importante en la curiosa religión de los egipcios era la creencia en que las almas de las personas abandonan, sin duda, el cuerpo al morir el ser humano, pero siguen necesitándolo de algún modo. Los egipcios pensaban que el alma no podía sentirse bien si su anterior cuerpo se transformaba en tierra tras la muerte.

Por eso conservaban los cadáveres de los difuntos de una manera muy imaginativa. Los frotaban con ungüentos y jugos de plantas y los envolvían en largas tiras de tela. Estos cadáveres conservados así e incorruptibles se llaman momias. Hoy, después de muchos miles de años, no se han descompuesto todavía. Las momias se depositaban primero en un ataúd de madera; el ataúd de madera, en otro de piedra; y el de piedra no se introducía tampoco en la tierra, sino en una sepultura de roca. Quien podía permitírselo, como el «hijo del Sol», el faraón Keops, hacía que se levantara para él toda una montaña de piedra. ¡Allí, muy dentro de su interior, la momia estaría, indudablemente, segura! Eso es lo que se esperaba. Pero todas las preocupaciones y todo el poder del rey Keops fueron inútiles: la pirámide se halla vacía.

En cambio, se han encontrado conservadas todavía en sus sepulcros las momias de otros reyes y de muchos antiguos egipcios. Estas sepulturas están dispuestas como viviendas para las almas cuando acudían a visitar su cuerpo. Por eso había en ellas alimentos, muebles y vestidos, y muchas imágenes de la vida del difunto, incluido su propio retrato, para que el alma encontrase la tumba correcta cuando deseaba visitarla.

En las grandes estatuas de piedra y en las pinturas realizadas con bellos y vivos colores vemos todavía hoy todas las actividades de los egipcios y el tipo de vida que entonces se llevaba. Es cierto que no pintaban propiamente de manera exacta o natural. Lo que en la realidad aparece detrás se suele mostrar allí superpuesto. Las figuras son a menudo rígidas: sus cuerpos se ven de frente, y las manos y los pies de lado, de modo que parecen planchados. Pero los antiguos egipcios lograban lo que les interesaba. Se ven con gran exactitud todos los detalles: cómo cazan patos en el Nilo con grandes redes; cómo reman y pescan con largas lanzas; cómo trasiegan agua a los canales para los campos; cómo arrean las vacas y las cabras a los pastizales; cómo trillan el grano y cuecen pan; cómo confeccionan calzado y ropa; cómo soplan vidrio —¡ya sabían hacerlo entonces!—, moldean ladrillos y construyen casas. Pero también se ven muchachas jugando al balón o tocando la flauta y hombres que van a la guerra y traen a su país extranjeros prisioneros, por ejemplo negros, con todo el botín.

En las sepulturas de las personas distinguidas se ven llegar embajadas de otros países portando tesoros; y cómo el rey condecora a sus ministros fieles. Se ve a los muertos rezar ante las imágenes de los dioses con las manos alzadas; y se les ve también en casa, en banquetes con cantantes que se acompañan al arpa y saltimbanquis que ejecutan sus piruetas.

Junto a estos grupos de imágenes abigarradas se reconocen también casi siempre pequeñas figurillas de lechuzas y hombres, banderolas, flores, tiendas, escarabajos, recipientes, pero también líneas quebradas y espirales, contiguas o superpuestas y muy juntas. ¿Qué pueden ser? No son imágenes; sino escritura egipcia. Se llaman jeroglíficos. La palabra significa «signos sagrados», pues los egipcios se sentían tan orgullosos de su nuevo arte, la escritura, que el oficio de escribiente era el más respetado de todos, y la escritura se consideraba casi sagrada.

¿Quieres saber cómo se escribe con esos signos sagrados, o jeroglíficos? En realidad, no era nada fácil aprenderlo, pues funcionaba de manera similar a los acertijos hechos con imágenes, llamados igualmente jeroglíficos. Cuando se quería escribir el nombre del dios Osiris, a quien los antiguos egipcios llamaron Vosiri, se dibujaba un trono, que en egipcio se dice «vos», y un ojo, en egipcio «iri». Eso daba la palabra «Vosiri». Y, para que nadie creyera que aquello quería decir «ojo del trono», se añadía casi siempre al lado una banderita. Era el símbolo de los dioses, de la misma manera como nosotros escribimos una cruz junto a un nombre cuando queremos indicar que la persona en cuestión está ya muerta.

¡Ahora ya puedes escribir también tú «Osiris» en jeroglífico! Pero, piensa el esfuerzo que debió de suponer descifrar todo aquello cuando, hace unos 180 años, se comenzó a trabajar de nuevo sobre los jeroglíficos. El desciframiento sólo fue posible por el hallazgo de una piedra en la que aparecía el mismo contenido en lengua griega y en jeroglíficos. Y, sin embargo, fue todo un acertijo que requirió el esfuerzo de una vida entera de grandes eruditos.

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