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Authors: Ernst H. Gombrich

Breve historia del mundo (23 page)

BOOK: Breve historia del mundo
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El palacio de Moctezuma le causó una especial impresión. Dice Cortés que España no posee nada igual. Había en él un hermosísimo jardín sobre el que se levantaban varios pisos apoyados en columnas y placas de jaspe y desde los que se disfrutaba de una amplia vista, salas espaciosas, estanques para aves y un gigantesco parque zoológico con todo tipo de animales encerrados enjaulas. En torno al rey se reunía una corte suntuosa de altos funcionarios que le mostraban el máximo respeto. El propio Moctezuma se vestía cuatro veces al día de manera distinta, cada vez con ropajes completamente nuevos que nunca volvía a llevar. La gente se acercaba a él con la cabeza inclinada y el pueblo tenía que echarse a tierra y no debía mirarle cuando era transportado en una litera por las calles de México.

Cortés hizo apresar a aquel poderoso soberano sirviéndose de la astucia. Moctezuma estaba como paralizado ante tanta insolencia y falta de respeto. No intentó nada contra los intrusos blancos, pues una antigua leyenda mejicana decía que algún día llegarían del este hijos blancos del Sol para tomar posesión del país. Se creía que los españoles eran esos dioses blancos. Pero más bien eran demonios blancos. Con motivo de una celebración en el templo, cayeron sobre todos los nobles mejicanos y asesinaron a aquella gente inerme. Al estallar una espantosa sublevación, Cortés quiso obligar a Moctezuma a que, desde el tejado del palacio, ordenara a su pueblo permanecer tranquilo. Pero el pueblo no quiso oír nada más. La gente arrojó piedras contra su propio rey, y Moctezuma cayó herido de muerte. Entonces comenzó una terrible carnicería en la que Cortés demostró todo su valor, pues fue un auténtico milagro que aquel pequeño puñado de soldados españoles consiguiera huir de la ciudad indignada y alcanzar de nuevo la costa atravesando el país enemigo con enfermos y heridos. Como es natural, regresó pronto con más soldados, destruyó e incendió toda aquella floreciente ciudad, y los españoles comenzaron a aniquilar allí y en otras regiones de América de la manera más odiosa aquel pueblo antiguo y culto de los indios. Este capítulo de la historia de la humanidad es tan terrible y vergonzoso para nosotros, los europeos, que prefiero no hablar de él.

Entretanto, los portugueses encontraron la auténtica ruta por mar a las Indias y causaron allí estragos no mucho menores que los españoles entre los indios americanos. La sabiduría de los antiguos indios les resultó completamente indiferente. También ellos querían oro y más oro. Pero con aquel oro de la India y América llegó tanto dinero a Europa que los burgueses se enriquecieron cada vez más y los caballeros y terratenientes fueron cada vez más pobres. Pero, ahora que los barcos navegaban hacia el oeste y volvían de allí, los puertos occidentales de Europa se hicieron poderosos e importantes. No sólo en España, sino también en Francia, Inglaterra y Holanda. Alemania no participó en la conquista del otro lado del mar. Tenía entonces demasiado que hacer consigo misma.

UNA NUEVA FE

Recordarás que, desde el año 1500, había en Roma papas para quienes su sacerdocio era menos importante que el lujo y el poder, y que hicieron construir iglesias magníficas por artistas famosos. Tras el acceso al pontificado de dos papas de la familia de los Médicis, que tanto se había preocupado en Florencia por el arte y la suntuosidad, se levantaron en Roma edificios especialmente maravillosos y gigantescos. La antigua iglesia de San Pedro, fundada al parecer por Constantino y en la que Carlomagno había sido coronado emperador en otros tiempos, no les resultaba lo bastante esplendorosa y se dispusieron a construir una nueva de dimensiones imponentes y de una belleza nunca vista. Pero aquello costaba muchísimo dinero. El origen de ese dinero no importaba entonces tanto a los papas como el hecho de que llegara y permitiese concluir la magnífica iglesia. Así pues, para agradar al papa, algunos sacerdotes y frailes recaudaron dinero de una manera que no estaba de acuerdo con las enseñanzas de la iglesia. Hacían pagar a los fíeles por el perdón de los pecados. Esa práctica se conocía con el nombre de indulgencia. La iglesia enseñaba que sólo puede ser perdonado el pecador arrepentido, pero aquellos comerciantes de indulgencias no se atenían a esta doctrina.

En Wittenberg, en Alemania, vivía por entonces un monje de la orden de los agustinos. Se llamaba Martín Lutero. Cuando, en el año 1517, uno de esos comerciantes de indulgencias llegó a Wittenberg con el fin de recaudar dinero para la iglesia de San Pedro, cuya construcción dirigía aquel año el más famoso pintor del mundo, Rafael, Lutero quiso llamar la atención sobre aquel abuso reñido con la doctrina eclesiástica y clavó en las puertas de la iglesia una especie de cartel con 95 proposiciones en las que denunciaba aquel mercadeo con la gracia del perdón otorgada por Dios. En efecto, lo más terrible para Lutero era que se hubiese de alcanzar la gracia divina del perdón de los pecados mediante dinero. Siempre se había considerado un pecador que debía temer, como cualquier otro, la cólera divina, pero creía que sólo una cosa podía salvarlo de la condena de Dios: su gracia infinita. Y esa gracia, opinaba Lutero, no la pueden comprar los humanos. De poderlo hacer, no sería gracia. Hasta las personas buenas son pecadores merecedores de condena ante Dios, que todo lo ve y conoce. Sólo su fe en la gracia gratuita de Dios puede salvarlas. Y nada más.

En la enconada disputa que estalló en aquel momento en torno a las indulgencias y su abuso, Lutero insistió en ello enseguida y con una claridad e intransigencia aún mayores. Enseñó y escribió que todo es superfluo, excepto la fe; es decir, también los sacerdotes y la iglesia que lleva a los fieles a participar de la gracia de Dios en la misa. Esta gracia no se puede conseguir por ningún medio. El individuo únicamente puede salvarse por la confianza firme y la fe en su Dios. La fe en los grandes misterios de la doctrina cristiana, la fe en que, en la Eucaristía, comemos el cuerpo de Cristo y bebemos su sangre en el cáliz. Nadie puede ayudar a otro a obtener la gracia divina. Cada creyente es, por decirlo así, su propio sacerdote. Los sacerdotes de la iglesia no son más que maestros y auxiliares y, por tanto, pueden vivir como las demás personas e, incluso, casarse. El creyente no debe aceptar sin más la doctrina de la iglesia. Tiene que indagar en la Biblia el pensamiento de Dios. Sólo es válido lo que está en la Biblia, opinaba Lutero.

Lutero no fue el primero en tener tales ideas. Cien años antes de él, un sacerdote llamado Hus había enseñado en Praga algo similar. Se le había invitado a acudir ante un concilio en Constanza y, contra las promesas del emperador, fue quemado como hereje en el año 1415. Sus numerosos seguidores fueron aniquilados en guerras sangrientas y feroces durante las cuales quedó asolada media Bohemia.

A Lutero y sus partidarios les podía haber ocurrido lo mismo, pero los tiempos habían cambiado. Aunque sólo fuera por la invención de la imprenta. Los escritos de Lutero, redactados con fuerza y garra, aunque a menudo resultaban también muy groseros, fueron comprados y leídos por toda Alemania y obtuvieron la adhesión de mucha gente. Cuando el papa lo supo, amenazó con excomulgarle. Pero Lutero tenía ya muchos seguidores y no le importó. Quemó en público la carta del papa y, entonces, fue excomulgado de verdad. Luego, él y sus partidarios se separaron de la iglesia. En Alemania hubo una imponente conmoción y mucha gente se puso de su lado, pues el papa, con su amor por el lujo y su riqueza, no era querido en aquel país. Algunos príncipes alemanes no tenían tampoco nada que objetar a una reducción del poder de obispos y arzobispos y a que las grandes posesiones de la iglesia pasaran a sus manos. Por tanto, se unieron a la «Reforma», como se llamó el intento de Lutero de volver a despertar la antigua piedad cristiana.

Por aquellas fechas, en el año 1519, había muerto el emperador Maximiliano, el último caballero, y su nieto, Carlos V de Habsburgo, nieto también de Isabel de Castilla, la reina de España, fue nombrado ahora emperador alemán. Tenía entonces sólo 19 años y no había estado nunca en Alemania; sólo en Bélgica, Holanda y España, que formaban también parte de los países heredados por él. Como soberano de España reinaba así mismo sobre la América recién descubierta, a donde había marchado Cortés para realizar sus conquistas. Así, algunos aduladores pudieron decir de él que en su reino no se ponía el Sol, pues en América es de día cuando entre nosotros es de noche. En realidad, su imponente imperio, al que pertenecían las antiguas tierras hereditarias habsburguesas de Austria y el legado de Carlos el Temerario de Borgoña, es decir, los Países Bajos, además de España y el imperio alemán, sólo tenía un competidor serio en Europa: Francia. Pero Francia no era ni de lejos tan grande como el imperio de Carlos V, aunque bajo su eficiente rey Francisco I se había hecho más uniforme, rica y sólida. Aquellos dos reyes se disputaron entonces el poder en Italia, el país más rico de Europa, con guerras terriblemente confusas y largas. Los papas apoyaban unas veces a uno y otras a otro y, finalmente, en 1527, Roma fue saqueada por los lansquenetes del emperador, y la riqueza de Italia destruida.

Pero cuando Carlos V accedió al poder el año 1519 se llevaba bien con el papa, pues era un joven muy piadoso. Por eso, una vez coronado en Aquisgrán, quiso poner en orden los asuntos con el hereje Lutero. Nada le habría agradado tanto como ordenar, sin más, su encarcelamiento; pero el príncipe de la ciudad de Lutero, Wittenberg, el duque de Sajonia, llamado Federico el Sabio, no lo permitió y, a continuación, fue su gran protector y no dejó que nadie lo matara.

Entonces, Carlos dio orden de llamar al monje rebelde ante la Dieta imperial convocada por él en Alemania. La Dieta se reunió en Worms, en el año 1521. Allí se congregaron todos los príncipes y personas importantes del imperio en una asamblea solemne y fastuosa. Lutero se presentó ante ella con sus hábitos. Se había declarado dispuesto a renegar de su doctrina si se le demostraba su falsedad con la Biblia. Ya sabes que Lutero reconocía la Biblia como la palabra de Dios. Pero la Dieta imperial, los príncipes y los nobles no quisieron entrar en una disputa verbal con aquel doctor instruido y aplicado. El emperador le exigió que se retractara de sus doctrinas. Lutero le pidió un día para pensarlo. Estaba completamente decidido a mantenerse en su fe y escribió a un amigo en aquella ocasión: «Es seguro que no me retractaré ni un ápice, y confío en Cristo». Al día siguiente se presentó, pues, ante la Dieta imperial reunida y pronunció un largo discurso en latín y en alemán en el que explicó sus creencias, y dijo que lo sentía si había ofendido a alguien en el apasionamiento de la lucha. Pero no podía retractarse. El joven emperador, que probablemente no había entendido una palabra, ordenó decirle que respondiese de una vez con concisión y de manera tajante. Y Lutero, con fuertes palabras, repitió que sólo podrían obligarle a retractarse razones tomadas de la Biblia: «Mi conciencia es prisionera de la palabra de Dios y, por tanto, no puedo ni quiero retractarme de nada, pues es peligroso actuar contra la propia conciencia. Que Dios me ayude. Amén».

Entonces, la Dieta imperial dictó una ley por la que Lutero quedaba proscrito como hereje; es decir, nadie debía darle de comer, ayudarle o cobijarlo. Quien lo hiciera, sería también proscrito. Y lo mismo quien comprase o poseyese sus libros. Cualquiera podía matarlo y quedar impune. Estaba fuera de la ley (vogelfrei, entregado a las aves, como un ajusticiado, según se decía entonces en alemán). Entonces, su protector, Federico el Sabio de Sajonia, ordenó recogerlo en secreto y llevarlo a su castillo de Wartburg, donde vivió disfrazado y con nombre falso. Allí, en aquella cautividad voluntaria, Lutero tradujo la Biblia al alemán para que todos pudieran leerla y meditar sobre ella. Aquello, sin embargo, no era tan fácil, pues Lutero quería que todos los alemanes leyesen su Biblia, pero entonces no existía aún un alemán común hablado de manera general. Los bávaros escribían en dialecto bávaro; y los sajones, en sajón. Lutero se esforzó, pues, en hallar una lengua comprensible para todos. Y así fue como, con su traducción de la Biblia, creó un alemán que sigue siendo hoy, con pocos cambios, la lengua escrita de los germanohablantes después de más de 400 años.

Lutero continuó en el castillo de Wartburg hasta tener noticia de una consecuencia de sus discursos y escritos que no le agradó en absoluto. Sus partidarios se habían convertido en luteranos más acérrimos aún que el propio Lutero. Retiraban las imágenes de las iglesias y enseñaban que era injusto bautizar a los niños, pues cada persona debía decidir libremente si quería ser bautizada. Por eso se les llamó iconoclastas (en griego, «rompeimágenes») y anabaptistas («rebautizadores»). Los campesinos se habían sentido profundamente impresionados por cierta doctrina de Lutero, al entenderla en el sentido que les convenía. Lutero había enseñado que toda persona debe obedecer exclusivamente a su conciencia, y a nadie más, y procurar obtener la gracia de Dios por su propia cuenta, como ser humano singular y libre. Los campesinos, sometidos a servidumbre y vasallaje, entendieron esta doctrina del hombre libre no sometido a nadie en el sentido de un derecho a la libertad. Armados de horcas y guadañas se reunieron en revuelta, mataron a los propietarios de tierras y marcharon contra monasterios y ciudades. Lutero luchó con todo el poder de sus sermones y escritos contra aquellos iconoclastas y anabaptistas, tal como había luchado antes contra la iglesia, y contribuyó a reprimir y castigar a los campesinos en guerra. Esa disensión entre los protestantes, como se llamó a los partidarios de Lutero, supuso una enorme ventaja para la gran iglesia unitaria católica.

En efecto, Lutero no había sido el único en mantener y predicar durante aquellos años esa clase de ideas. En Zurich, el párroco Zuinglio había marchado por caminos muy parecidos; y en Ginebra, otro estudioso llamado Calvino se había apartado también de la iglesia. Pero por más similares que fueran estas doctrinas entre sí, sus seguidores no pudieron unirse ni soportarse.

Una nueva y grave pérdida se sumó entonces a la sufrida por el papado. Por aquellas fechas era soberano de Inglaterra el rey Enrique VIII. Estaba casado con una tía del emperador Carlos V, pero no le gustaba su mujer. Habría preferido casarse con Ana Bolena, una de sus damas. Sin embargo, el papa, como máximo sacerdote, no podía permitírselo, así que, el año 1533, Enrique VIII apartó a su país de la iglesia romana y fundó una iglesia propia que le concedió el divorcio. Enrique continuó persiguiendo, no obstante, a los partidarios de Lutero, pero Inglaterra se perdió para siempre para la iglesia católica romana. El rey Enrique VIII se aburrió también pronto de Ana Bolena y ordenó decapitarla. Once días después se volvió a casar, pero esta nueva esposa falleció antes de que pudiera liquidarla. Enrique se divorció igualmente de la cuarta y se casó con una quinta a la que también mandó decapitar. La sexta murió después de él.

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