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Authors: Ernst H. Gombrich

Breve historia del mundo (5 page)

BOOK: Breve historia del mundo
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Así pues, por aquellas fechas vivía en Grecia y en las numerosas islas vecinas y costas cercanas un pueblo guerrero dueño de grandes riquezas. No había allí un reino unificado, sino pequeñas ciudades fortificadas en cuyos palacios gobernaban reyes que eran, ante todo, marinos, como los fenicios, pero que practicaban menos el comercio y guerreaban más. A menudo combatían entre sí, pero a veces se aliaban para saquear en común otras costas. De ese modo se enriquecieron con oro y tesoros y se hicieron también valientes, pues para ser pirata se requiere mucho valor y astucia. Por eso, la piratería fue el oficio de los nobles que vivían en las fortalezas; los demás eran simples campesinos y pastores.

Pero, al contrario que los egipcios, los babilonios o los asirios, los nobles no consideraron muy importante que nada cambiara. Sus numerosas incursiones de saqueo y luchas contra pueblos extranjeros les proporcionaron una mentalidad abierta y les hicieron disfrutar con el cambio. Esa es la razón de que, a partir de entonces, la historia mundial avance en estas tierras mucho más deprisa pues, desde aquellas fechas, los seres humanos dejaron ya de estar convencidos de que lo mejor es que las cosas sean como son. Todo ha cambiado continuamente y, cuando en algún lugar de Grecia o en cualquier otra parte de Europa, se encuentra un resto de cerámica, se puede decir: «Tiene que ser, aproximadamente, de tal o cual fecha, pues, cien años más tarde, un recipiente así estaría totalmente pasado de moda y nadie lo habría querido».

Hoy en día se cree que los reyes de las ciudades griegas excavadas por Schliemann no inventaron ellos mismos todos aquellos bellos objetos que poseían. Las hermosas vasijas y puñales con escenas de caza, los escudos y yelmos de oro, las alhajas y las pinturas de vivos colores de las paredes de sus salones no aparecieron por primera vez en Grecia ni en Troya, sino en una isla, no lejos de allí. Esta isla se llama Creta. En Creta había ya en tiempos del rey Hammurabi —¿cuándo fue eso?— grandes y suntuosos palacios reales con un número interminable de habitaciones, escaleras abajo y arriba, con salas y cámaras, con columnas, patios, pasadizos y bodegas. Un auténtico laberinto.

¿Te acuerdas, quizá, de la fábula del malvado Minotauro, mitad hombre y mitad toro, que vivía en su laberinto, al que los griegos debían enviar víctimas humanas? ¿Sabes dónde ocurría aquello? Precisamente en Creta. Así pues, en esa fábula se esconde, tal vez, un núcleo de verdad. Quizá los reyes de Creta dominaron realmente en alguna ocasión sobre las ciudades griegas, y los griegos se vieron obligados a rendirles tributo. Esta gente de Creta debió de haber sido un pueblo curioso, del que todavía se sabe muy poco. Las imágenes pintadas por ellos en los grandes palacios tienen un aspecto completamente distinto del de los objetos realizados por aquellas fechas en Egipto o Babilonia. Recordarás que las figuras egipcias son preciosas, pero más bien severas y rígidas, tal como lo eran sus sacerdotes. En Creta era completamente distinto. Nada les gustaba tanto como representar animales o personas moviéndose con rapidez. En este sentido no había nada que les resultara demasiado difícil de pintar: perros de caza persiguiendo jabalíes, personas saltando sobre toros. Así pues, los reyes de las ciudades griegas aprendieron de los cretenses.

Pero todo aquel lujo no duró más allá del 1200 a.C. Por aquel entonces —antes, por tanto, del tiempo del rey Salomón— llegaron del norte nuevos pueblos. No se sabe con seguridad si estaban emparentados con quienes habían vivido antes en Grecia y habían construido Micenas, pero es probable que lo estuvieran. En cualquier caso, expulsaron a los reyes y ocuparon su lugar. Creta había sido destruida anteriormente. Pero el recuerdo de toda aquella pompa se mantuvo entre los invasores, a pesar de que se asentaron en ciudades nuevas y fundaron sus propios santuarios. Con el paso de los siglos fundieron sus propias conquistas y luchas con la antigua historia de los reyes de Micenas.

Este nuevo pueblo fueron los griegos, y las fábulas y cantos interpretados en las cortes de sus nobles eran precisamente los cantos homéricos con que hemos dado comienzo a este apartado. Podemos guardar en la memoria que se compusieron ya en torno al año 800 a.C.

Cuando los griegos llegaron a Grecia, no eran todavía griegos. ¿Verdad que suena raro? Pero es cierto. Quiero decir que, cuando los pueblos venidos del norte se trasladaron a su posterior lugar de residencia, no constituían todavía un pueblo unificado. Hablaban distintos dialectos y obedecían a diferentes cabecillas. Eran «tribus» individuales —no muy disuntos de los sioux o los mohicanos de los libros de indios—. Sus tribus eran casi tan valientes y belicosas como las de los indios; y se llamaban dorios, jonios, eolios y otros nombres por el estilo. Pero en más de un punto se diferenciaban mucho de los indios americanos. Los griegos conocían ya el hierro, mientras que la gente de Micenas y Creta sólo utilizaban armas de bronce, como en los cantos de Homero. Aquellos pueblos emigraron con mujeres y niños. Primero los dorios, que fueron también quienes llegaron más abajo, hasta la punta más meridional de Grecia, que tiene el aspecto de una hoja de arce: hasta el Peloponeso. Allí sometieron a los antiguos habitantes y les hicieron trabajar como siervos en el campo. Ellos, por su parte, vivieron en una ciudad llamada Esparta.

Los jonios, llegados tras ellos, no encontraron sitio en Grecia para todos. Algunos se instalaron encima de la hoja de arce, al norte de su tallo. Allí se encuentra la península de Ática, donde se asentaron, cerca del mar, y plantaron viñas y olivos y sembraron cereales. También fundaron una ciudad que consagraron a la diosa Atenea, la misma que tanto había ayudado en el poema al marino Ulises. Es la ciudad de Atenas.

Los atenienses fueron grandes marinos, como todos los jonios, y, con el tiempo, ocuparon también las pequeñas islas vecinas; desde entonces se llaman islas jonias. Luego, siguieron más allá y fundaron también ciudades frente a Grecia, en la fértil costa de Asia Menor, con sus numerosas bahías. En cuanto los fenicios se enteraron de la existencia de estas ciudades, se hicieron rápidamente a la vela para practicar allí el comercio. Los griegos les venderían aceite y grano, pero también plata y otros metales que se encuentran allí. Pero pronto aprendieron tanto de los fenicios que se hicieron a la mar aún más allá y fundaron así mismo en costas lejanas ciudades llamadas poblaciones de cultivadores o colonias. Y de los fenicios tomaron además por aquellas fechas el maravilloso arte de escribir con letras. Ya verás cómo los griegos supieron también practicar este arte.

UN COMBATE DESIGUAL

Entre los años 550 y 500 a.C. ocurrió en el mundo algo notable. En realidad, tampoco yo entiendo cómo sucedió, pero eso es justamente lo interesante del caso: en las altas cordilleras de Asia que se alzan al norte de Mesopotamia había vivido desde hacía tiempo un fiero pueblo montañés. Su religión era hermosa: veneraban la luz y el Sol y pensaban que mantenía una lucha constante contra la tiniebla, es decir contra los oscuros poderes del mal.

Este pueblo montañés eran los persas. Habían estado sometidos durante siglos a los asirios y, luego, a los babilonios. Cierto día no aguantaron más. Un importante soberano, valeroso e inteligente, llamado Ciro decidió no aceptar aquella dependencia de su pueblo. Así pues, sus tropas de jinetes marcharon a la llanura de Babilonia. Los babilonios se rieron al contemplar desde sus gigantescas murallas aquel puñadito de guerreros que pretendía tomar su ciudad. Sin embargo, los persas, a las órdenes de Ciro, lo consiguieron con astucia y coraje. De ese modo, Ciro se convirtió en señor del gran reino; y lo primero que hizo fue dar la libertad a todos los pueblos mantenidos en cautividad por los babilonios. En aquel momento regresaron también los judíos a Jerusalén. Ya sabes que eso ocurrió en el año 538 a.C. Pero Ciro no tenía suficiente con su gran reino y prosiguió su marcha hasta Egipto. Por el camino murió, pero su hijo Cambises conquistó también este país y destronó al faraón. Aquello fue el fin del imperio egipcio, que había perdurado durante casi 3.000 años. De ese modo, el pequeño pueblo de los persas fue señor de casi todo el mundo entonces conocido. Pero sólo casi, pues todavía no se habían tragado a Grecia; eso vendría a continuación.

Sucedió tras la muerte de Cambises, en tiempos del rey persa Darío, un gran soberano. Darío había hecho administrar de tal modo todo el gigantesco imperio persa, que alcanzaba ahora de Egipto a las fronteras de la India, que en cualquiera de sus puntos sólo podía ocurrir lo que él quería. Mandó construir carreteras para que sus órdenes pudieran ser transmitidas al punto a todas las partes de su imperio e hizo vigilar también a sus más altos funcionarios, llamados sátrapas, por medio de unos detectives particulares conocidos como los «ojos y oídos del rey». Pues bien, aquel Darío había extendido su imperio también hasta Asia Menor, en cuyas costas se hallaban las ciudades jónicas griegas.

Pero los griegos no estaban acostumbrados a pertenecer a un gran imperio ni a obedecer a un soberano que dictaba sus estrictas órdenes en dios sabe qué lugar del interior de Asia. Los habitantes de las colonias griegas eran en su mayoría comerciantes ricos habituados a ordenar y organizar los asuntos de sus ciudades en común y de manera independiente. No querían ni ser gobernados ni pagar tributos al rey de Persia. Así pues, se rebelaron y expulsaron a los funcionarios persas.

Los griegos de la metrópoli, fundadores a su vez de esas colonias, sobre todo Atenas, las apoyaron y enviaron barcos en su ayuda. El gran rey de Persia, el rey de los reyes —éste era su título— no había conocido aún que un minúsculo pueblo osara oponérsele a él, el dueño del mundo. No tardó en liquidar el asunto con las ciudades jónicas de Asia Menor, pero aquello no le pareció suficiente, pues estaba especialmente furioso contra los atenienses, que se habían inmiscuido en sus asuntos, y armó una gran flota para destruir Atenas y conquistar Grecia. Pero aquella flota cayó en medio de una tormenta, fue lanzada contra los acantilados y naufragó. El enojo del rey fue, por supuesto, en aumento. Se cuenta que encargó a un esclavo que, en cada comida, le dijera tres veces en voz alta: «Señor, acuérdate de los atenienses». Tan grande era su furia.

Luego envió a su yerno hacia Atenas con una flota nueva y poderosa. La flota conquistó además muchas islas que encontró de camino y destruyó numerosas ciudades. Finalmente, echó anclas muy cerca de Atenas, junto a un lugar llamado Maratón. Allí desembarcó todo el gran ejército de los persas para marchar contra Atenas. Fueron, al parecer, 100.000 hombres; más que los habitantes de toda la ciudad. El ejército ateniense era sólo una décima parte del persa, es decir, unos 10.000 hombres. En realidad, su suerte estaba echada. Pero no del todo. Los atenienses tenían un general llamado Milcíades, hombre valeroso y listo, que había vivido mucho tiempo entre los persas y conocía con exactitud su forma de combatir. Y todos los atenienses sabían qué se jugaban: su libertad, su vida y la de sus mujeres e hijos. Así pues, se colocaron en formación de combate en Maratón y atacaron a los persas, que no esperaban nada semejante. Y vencieron. Muchos de los persas cayeron muertos. Los supervivientes volvieron a embarcarse y escaparon remando.

En tales circunstancias, otra gente —tras una victoria así sobre una superpotencia semejante— se habría alegrado, probablemente, tanto que no habría pensado en nada más. Pero Milcíades no era sólo valiente, sino también listo. Se había dado cuenta de que los barcos persas no se habían marchado en realidad, sino que habían puesto rumbo a Atenas, donde en ese momento no había soldados y que habría sido fácil de sorprender. Por suerte, el viaje por mar era más largo que el camino por tierra desde Maratón. Había que rodear una larga lengua de tierra que también podía atravesarse a pie. Eso fue lo que hizo Milcíades. Envió a un mensajero a quien se encargó correr tan deprisa como pudiera para advertir a los atenienses. Fue la famosa carrera de Maratón. El mensajero corrió de tal modo que sólo pudo cumplir su misión y cayó muerto.

Pero también Milcíades recorrió el mismo camino a marchas forzadas con todo su ejército. Y justo cuando todos se hallaban en el puerto de Atenas, apareció en el horizonte la flota persa. Los persas no habían contado con ello y no quisieron tener que vérselas de nuevo con aquel valeroso ejército. Pusieron, pues, rumbo a su país, y no sólo Atenas sino toda Grecia quedó a salvo. Aquello ocurrió en el año 490 a.C.

Podemos imaginar que, al enterarse de la derrota de Maratón, el gran rey Darío se habría puesto hecho una furia. Pero, de momento, no podía hacer gran cosa contra Grecia, pues en Egipto había estallado una sublevación contra la que tuvo que dirigir sus tropas. Poco después murió y dejó a su sucesor, Jerjes, el encargo de tomar venganza fulminante sobre Grecia.

Jerjes, un hombre duro y ansioso de poder, no dejó que se lo dijeran dos veces. Reunió un ejército formado con todos los pueblos sometidos a los persas: egipcios y babilonios, persas y habitantes de Asia Menor. Todos llegaron con sus trajes peculiares y sus propias armas, arcos y flechas, escudos y espadas, lanzas, carros de guerra y también hondas. Se dice que era una muchedumbre enorme y abigarrada de más de un millón de personas, y no se podía prever qué harían los griegos cuando llegaran. Esta vez se desplazó el propio Jerjes en persona. Cuando el ejército atravesó sobre un puente de barcazas el estrecho de mar donde hoy se halla Estambul, las aguas estaban muy agitadas, de modo que el pontón no resistió. A continuación, Jerjes, enfurecido, hizo azotar el mar con cadenas. Pero al mar no debió de importarle gran cosa.

Una parte de aquel gigantesco ejército siguió de nuevo viaje en barco hacia Grecia, y otra parte marchó por tierra. En el norte de Grecia, un ejército espartano intentó detenerlos en un desfiladero, las Termopilas. Los persas pidieron a los espartanos que entregaran las armas. «Venid a buscarlas», fue la respuesta. «Nuestras flechas son tantas», amenazaron los persas, «que oscurecerán el Sol». «Mejor», dijeron los espartanos, «así lucharemos a la sombra». Pero un griego traidor mostró a los persas una senda a través de las montañas, de modo que el ejército espartano fue rodeado y encerrado. Los 300 espartanos y sus 700 aliados cayeron en combate, pero ninguno huyó; ésa era su ley. Más tarde se colocó allí en su honor la famosa inscripción que dice en castellano:

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