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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (10 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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—Ya he solucionado lo de tus cosas —dijo Jenks—, le he pedido que lo ponga todo en cajas.

—Es una iglesia —dije.

—No me digas, Sherlock. Espera a ver el jardín.

Me quedé allí plantada.

—Es una iglesia —repetí. Jenks revoloteó, esperándome.

—Tiene un jardín enorme detrás, genial para hacer fiestas.

—Jenks —dije con los dientes apretados—, es una iglesia, el jardín suele ser el cementerio.

—No todo entero —dijo impacientándose—, y además, ya no es una iglesia. Ha sido una guardería los dos últimos años. No han enterrado a nadie aquí desde la Revelación.

Me quedé parada mirándolo.

—¿Han trasladado los cadáveres?

Su revoloteo cesó y se quedó suspendido en el aire sin moverse.

—Por supuesto que han trasladado los cadáveres. ¿Te crees que soy idiota? ¿Crees que viviría en un sitio donde hubiera humanos muertos? Por Dios bendito. Con la de bichos que salen, las enfermedades, los virus y la porquería filtrándose por la tierra y por todas partes.

Apreté con fuerza mi caja, adentrándome por la sombría calle hacia los anchos escalones de la iglesia. Jenks no tenía ni idea de si los cuerpos habían sido trasladados o no.

Los escalones de piedra gris estaban desgastados por el centro tras décadas de uso y eran resbaladizos. Llegué a una puerta doble más alta que yo, hecha de madera rojiza remachada con metal. Una de las hojas tenía una placa atornillada en la que pude leer: «Guardería Donna». Abrí la puerta sorprendida por la fuerza que había que ejercer para sujetarla. No había ni siquiera una cerradura, simplemente un cerrojo por dentro.

—Por supuesto que han trasladado los cuerpos —seguía diciendo Jenks revoloteando ahora dentro de la iglesia. Me apostaba cualquier cosa a que iba directo al jardín a investigarlo.

—¿Ivy? —grité intentando dar un portazo tras de mí—. Ivy, ¿estás ahí? —El eco de mi voz rebotó en el santuario con un sonido amortiguado por las vidrieras. Lo más cerca que había estado de una iglesia desde que murió mi padre había sido para leer las frases cursis que todas ponen en esos carteles iluminados en sus jardines delanteros. El vestíbulo estaba oscuro al no tener ventanas y estar forrado de paneles de madera oscura. Estaba en calma y era cálido, cargado con la presencia de las antiguas liturgias. Dejé la caja en el suelo de madera y escuché el silencio verde y ámbar que se desprendía del santuario.

—¡Voy enseguida! —me llegó la voz de Ivy en la distancia. Sonaba casi contenta, pero ¿dónde diablos se había metido? Su voz provenía de todas partes y de ninguna.

Se oyó el suave sonido metálico de un pestillo e Ivy apareció de detrás de un panel. Una estrecha escalera de caracol se abría tras ella.

—He instalado a mis buhos en el campanario —dijo. Sus ojos marrones estaban más vivos de lo que los había visto nunca—. Es un sitio perfecto como almacén. Hay un montón de estanterías y rejillas de secado. Pero alguien se ha dejado sus cosas allí, ¿quieres que las revisemos juntas luego?

—Es una iglesia, Ivy.

Ivy se quedó quieta en el sitio, se cruzó de brazos y su mirada se volvió inexpresiva de repente.

—Hay gente muerta en el jardín trasero —añadí. Ivy se descruzó de brazos y se adentró en el santuario—. Se ven las lápidas desde la calle —añadí siguiéndola.

Habían quitado los bancos y también el altar, dejando únicamente un espacio vacío y una tarima ligeramente elevada. De la misma madera negra, había un friso bajo las ventanas con vidrieras que no se abrían. Una marca en la pared recordaba la enorme cruz que una vez había colgado sobre el altar. El techo tenía la altura de tres pisos y observé toda la carpintería abierta pensando lo difícil que sería mantener aquello caliente en invierno. No era más que un espacio abierto despojado de todo… pero esa misma desnudez contribuía a la sensación de paz.

—¿Cuánto nos va a costar esto? —pregunté recordando que se suponía que estaba enfadada.

—Setecientos al mes, gastos…
mmm
… incluidos —dijo Ivy en voz baja.

—¿Setecientos? —repetí sorprendida. Eso eran trescientos cincuenta por mi parte. Estaba pagando cuatrocientos cincuenta en el centro por mi palacio de una habitación. No estaba mal, nada mal, especialmente si tenía un buen jardín.
No
, me corregí, recordando mi enfado,
es un cementerio
.

—¿A dónde vas? —le pregunté a Ivy mientras se alejaba—. Te estoy hablando.

—A por una taza de café, ¿quieres? —desapareció por la puerta al fondo de la tarima.

—Vale, el alquiler es barato y eso fue lo único que te pedí, pero ¡es una iglesia! No se puede llevar un negocio desde una iglesia —refunfuñé.

Echando chispas la seguí, pasando por delante de los servicios para señoras y caballeros. Después había una puerta a la derecha. Me asomé para descubrir una habitación grande y vacía, con el suelo y las paredes lisas que me devolvieron el eco de mi propia respiración. Una vidriera con santos se mantenía abierta sujeta con un palo para airear la habitación, y podía oír a los gorriones discutir fuera. La habitación parecía haber sido antes una oficina para luego transformarse en la sala de siesta para los niños. El suelo tenía una capa de polvo, pero la madera, salvo por unos leves arañazos, estaba bien conservada.

Satisfecha, eché un vistazo a la habitación al otro lado del pasillo. Allí había una cama y cajas abiertas. Antes de que pudiera fijarme en nada más, Ivy se me adelantó y cerró la puerta de golpe.

—Esas son tus cosas —dije mirándola perpleja.

El rostro de Ivy era impenetrable, dejándome más helada que si hubiese intentado proyectar su aura sobre mí.

—Voy a tener que quedarme aquí hasta que pueda alquilar una habitación en otro sitio —dijo dubitativa colocándose su pelo negro detrás de la oreja—. No es un problema, ¿verdad?

—No —dije suavemente, cerrando los ojos en un largo parpadeo. Por el amor de santa Filomena. Iba a tener que vivir en la oficina hasta que me organizase. Abrí los ojos y me sorprendí ante la mirada extrañada de Ivy, entre miedo y ¿anticipación?

—Yo voy a tener que quedarme aquí también —dije, sin hacerme ninguna gracia la idea, pero no tenía otra opción—. Mi casera me ha echado. La caja de la entrada es lo único que tengo hasta que logre disolver la maldición de mis cosas. La SI ha hecho magia negra con todas las cosas de mi apartamento y casi me mata a mí en el autobús. Y gracias a mi casera, nadie más en toda la ciudad me alquilará nada. Denon me quiere ver muerta, exactamente como me advertiste —dije intentando que mi voz no sonase llorosa, pero no lo logré.

Una extraña luminosidad seguía brillando en los ojos de Ivy y me preguntaba si me habría mentido al decir que era un vampiro no practicante.

—Puedes quedarte en la habitación vacía —dijo con el tono de voz forzadamente neutro.

Asentí lacónicamente.
Vale
, pensé respirando profundamente.
Vivo en una iglesia con cadáveres en el jardín, una amenaza de muerte de la SI pende sobre mí y una vampiresa es mi compañera de piso
. Me preguntaba si se daría cuenta si ponía un pestillo por dentro de mi puerta. Me preguntaba si serviría de algo.

—La cocina está por aquí —dijo Ivy. La seguí a ella y el olor a café. Volví a quedarme boquiabierta al traspasar el arco de entrada y de nuevo olvidé lo enfadada que estaba.

La cocina ocupaba la mitad del santuario y estaba tan bien equipada y era tan moderna como medieval y vacío resultaba el santuario. Era todo de brillante metal, con relucientes cromados y luminosos fluorescentes. La nevera era enorme. Había un hornillo de gas con horno al fondo, y al otro lado, una placa eléctrica. En el centro había una isla de acero inoxidable con estantes vacíos debajo. La rejilla que tenía colgada encima estaba cargada de utensilios metálicos como sartenes y cazos. Era la cocina de los sueños de una bruja: no tendría que cocinar mis hechizos y la cena en el mismo fogón.

Aparte de la usada mesa de madera y las sillas que había en un rincón, la cocina se parecía a la que uno se encontraría en un programa de la tele. Un lado de la mesa estaba ocupado por un ordenador. El monitor de pantalla plana parpadeaba furiosamente revisando las líneas abiertas en busca del mejor enlace a la red. Era un programa caro que me hizo arquear las cejas.

Ivy se aclaró la garganta y abrió un armario junto al fregadero. Allí, al fondo de la repisa, había tres tazas diferentes. Aparte de eso, estaba vacío.

—Pusieron la cocina nueva hace cinco años a petición del departamento de Sanidad —dijo, atrayendo mi atención de nuevo hacia ella—. La congregación no era muy grande, así que cuando terminaron todo no se lo podían permitir y por eso lo alquilan, para pagar la deuda al banco.

El sonido del café al verterse en las tazas llenó la habitación, mientras yo acariciaba con el dedo la lisa superficie metálica de la encimera de la isla. La pobre no había llegado a ver nunca un pastel de manzana o unas galletitas para los domingos.

—Quieren recuperar la iglesia —continuó Ivy. Parecía muy delgada apoyada en la encimera con su taza aferrada entre sus pálidas manos—. Pero se está muriendo. La congregación, me refiero —añadió cuando la miré a los ojos—. No hay nuevos miembros. Es triste en el fondo. La salita está por aquí.

No sabía qué decir, así que mantuve la boca cerrada y la seguí por el vestíbulo y a través de una estrecha puerta al final del pasillo. La salita era acogedora y estaba amueblada con tanto gusto que no tenía ninguna duda de que se trataba de las cosas de Ivy. Era el primer signo de calidez y dulzura que había visto en toda la iglesia; aunque todo fuese en tonos grises y las ventanas estuviesen desnudas. Divino. Noté que me liberaba de toda la tensión. Ivy alcanzó un mando a distancia y se escuchó música de
jazz
. Puede que esto no estuviese tan mal.

—¿Dices que casi te matan? —preguntó Ivy a la vez que tiraba el mando en la mesita de café y se acomodaba en uno de los voluptuosos sillones de ante gris junto a la chimenea apagada—. ¿Estás bien?

—Sí —admití agriamente. Parecía que fuese a hundirme hasta los tobillos en la espesa alfombra—. ¿Son todas estas tus cosas? Un tipo chocó conmigo y me colocó un amuleto que no se invocaría hasta que no hubiese ningún testigo o víctima a su alrededor, aparte de mí, claro. No puedo creer que Denon vaya en serio con esto. Tenías toda la razón. —Hice un gran esfuerzo por mantener un tono relajado para que Ivy no se diese cuenta de lo afectada que estaba. ¡Joder!, ni yo misma quería saber lo temblorosa que estaba. Conseguiría el dinero para pagar mi contrato como fuese—. Ha sido una suerte que el anciano de enfrente me lo quitase. —Alcancé una foto de Ivy con un golden retriever. Sonreía y se le veían los dientes. Intenté reprimir un escalofrío.

—¿Qué anciano? —dijo cortante Ivy.

—Al otro lado de la calle. Te ha estado observando. —Dejé el marco de metal en su sitio y coloqué bien el cojín del sillón frente al suyo antes de sentarme. Muebles coordinados, que bonito. Un reloj antiguo hacía
tictac
sobre la chimenea, suave y tranquilizador. Había una tele de pantalla plana con cd incorporado en una esquina. El aparato de música tenía todos los botones necesarios. Ivy entendía de electrónica.

—Me traeré mis cosas cuando les hayan echado la disolución —dije, arrepintiéndome al pensar en lo baratas que parecerían mis cosas junto a las suyas—. Lo que sobreviva a la inmersión —añadí.

¿
Lo que sobreviva a la inmersión
?, repetí mentalmente cerrando los ojos y rascándome la frente.

—Oh, no —dije muy bajito—. No puedo echar disolución a mis amuletos.

Ivy hizo equilibrios con su taza sobre la rodilla mientras hojeaba una revista.

—¿
Umm
?

—Amuletos —dije lastimosamente—. La SI ha cubierto con magia negra mis amuletos. Si los baño en agua salada para deshacer la maldición, los estropearé y no puedo comprar más. —Hice una mueca ante su mirada inexpresiva. Si la SI ha ido a mi apartamento seguro que también han ido a la tienda. Tenía que haber buscado unos cuantos ayer, antes de dimitir, pero no creía que les importase un pimiento que lo hiciese. Ajusté desganadamente la pantalla de la lámpara de mesa. No les había importado nada hasta que Ivy se vino conmigo. Deprimida, eche hacia atrás la cabeza y me quedé mirando al techo.

—Creía que sabías cómo hacer hechizos —dijo Ivy con tono receloso.

—Sí sé, pero es un coñazo, y además, ¿de dónde voy a sacar los materiales? —Cerré los ojos hundiéndome en mi miseria. Iba a tener que fabricar yo misma todos mis amuletos.

Oí un murmullo de papeles y levanté la vista para ver a Ivy hojeando la revista. Había una manzana y una Blancanieves en la portada. El corsé de cuero de Blancanieves dejaba ver su ombligo. Una gota de sangre brillaba como una joya en la comisura de sus labios. Le daba un giro completamente diferente al cuento. Walt Disney estaría horrorizado, a menos que él también hubiera sido un inframundano. Eso explicaría muchas cosas.

—¿No puedes simplemente ir a comprar lo que necesites? —preguntó Ivy.

Me puse tensa ante el tono sarcástico de su voz.

—Sí, claro, pero tendría que meterlo todo en agua salada para asegurarme de que no está maldito. Sería casi imposible librarse luego de toda la sal y así se estropean las mezclas.

Jenks salió zumbando de la chimenea entre una nube de hollín y un irritante gimoteo. Me preguntaba cuánto tiempo llevaría escuchando en el tiro de la chimenea. Aterrizó en una caja de pañuelos de papel y se limpió una mota de su ala; parecía una mezcla entre una libélula y un gato en miniatura.

—Madre mía, andamos un poquito obsesionadas, ¿no? —dijo contestando a mi pregunta de si había estado escuchando a hurtadillas.

—Cuando tengas a la SI intentando liquidarte con magia negra ya me contarás si te pones o no paranoico. —Nerviosa, di golpecitos a la caja en la que se sentaba hasta que salió volando. Se quedó revoloteando entre Ivy y yo.

—No has visto el jardín todavía, ¿a que no, Sherlock?

Le tiré un cojín, que él esquivó con toda facilidad, pero este golpeó la lámpara que estaba junto a Ivy. Ella la cogió en el aire como si nada. Ni siquiera levantó la vista de la revista, ni derramó una gota del café que seguía sobre su rodilla. Se me erizó el pelo de la nuca.

—Tampoco me llames así —dije para disimular mi inquietud. Jenks se pavoneó delante de mí—. ¿Qué? —dije insidiosamente—. ¿Acaso el jardín tiene algo más que malas hierbas y gente muerta?

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