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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja mala nunca muere (4 page)

BOOK: Bruja mala nunca muere
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Claro, pensé, ignorando la señal de alarma que había despertado en mí. La muerte de León Bairn se había exagerado. Nunca se probó nada y la única razón por la que aún conservaba mi trabajo era porque legalmente no podían echarme. Quizá debiera irme por mi cuenta. No podía ser peor de lo que ya estaba haciendo ahora.
Seguro que se alegran de perderme de vista
, pensé con una sonrisilla.
Rachel Morgan, cazarrecompensas privada. Defiendo sus derechos y vengo sus afrentas
.

Mi sonrisa desapareció cuando la camarera, solícitamente, pasó un paño entre mis codos para recoger la bebida derramada. Se me aceleró la respiración. Con la mano izquierda atrapé el paño y a la camarera. Con la derecha cogí las esposas y se las cerré alrededor de las muñecas. Estaba hecho en un instante. Ella parpadeó, perpleja, ¡joder, qué buena soy!

La mujer abrió los ojos de par en par al darse cuenta de lo que había pasado.

—¡Rayos y truenos! —gritó, sonando incluso elegante con su acento irlandés. El suyo era auténtico—. ¿Qué demonios te crees que haces?

El subidón se me pasó y suspiré mirando la solitaria cucharada de helado que me quedaba en la copa.

—Seguridad del Inframundo —dije, sacando mi identificación. Ya no había prisas—. Estás acusada de inventarte un arco iris con el propósito de justificar los ingresos generados por dicho arco iris; de no solicitar los impresos para dicho arco iris; de no notificar a las Autoridades del Arco Iris el final de dicho arco iris…

—¡Eso es mentira! —gritó la mujer, retorciéndose en las esposas. Sus ojos se movían desesperados por el bar mientras todo el mundo la miraba—. ¡Es todo mentira! Encontré el caldero legalmente.

—Tienes derecho a mantener la boca cerrada —improvisé mientras aprovechaba el resto del helado. Notaba el frío en la boca y un toque a alcohol que no podía sustituir la oleada de adrenalina—. Si no ejerces tu derecho a cerrar el pico te lo cerraré yo misma.

El camarero golpeó el mostrador con la mano abierta.

—¡Cliff! —bramó, sin rastro de acento irlandés—. Pon el cartel de «Se busca camarera» en la ventana y luego ven aquí a ayudarme.

—Sí, jefe —se oyó a lo lejos responder a Cliff con total desgana.

Dejando la cuchara a un lado agarré a la leprechaun y la arrojé al suelo antes de que encogiese aun más. Se hacía más pequeña conforme los amuletos de mis esposas contrarrestaban su hechizo de tamaño.

—Tienes derecho a un abogado —le dije mientras guardaba mi identificación—. Si no puedes pagarte uno, estás lista.

—¡No puedes arrestarme! —amenazó la leprechaun, debatiéndose mientras los gritos de la audiencia se hacían más entusiastas—. Unos aros de acero no van a detenerme. Yo he escapado de reyes y sultanes y de odiosos niños con redes.

Intenté rizarme un mechón de pelo húmedo por la lluvia mientras miraba cómo se retorcía y luchaba, percatándose finalmente de que estaba pillada. Las esposas encogían con ella, dejándola atrapada.

—Me libraré de esto en un momento —dijo entrecortadamente, deteniéndose para mirar sus muñecas—. ¡Oh, por amor de Dios! —dijo desanimada al ver la luna amarilla, el trébol verde, el corazón rosa y la estrella naranja que decoraban mis esposas—. Ojalá el perro del diablo te muerda una pierna. ¿Quién te ha soplado lo de los amuletos? —se detuvo a mirarlos más de cerca—. ¿Me has cogido con cuatro?, ¿solo cuatro? Creía que los antiguos ya no funcionaban.

—Puedes llamarme anticuada —dije mirando a mi copa—, pero cuando algo funciona es mejor no cambiarlo.

Ivy pasó junto a mí con sus dos vampiresas con capa negra delante de ella, elegantes en su desgracia. Una empezaba a mostrar un cardenal bajo el ojo, la otra cojeaba. Ivy no era delicada con los vampiros que cazaban a menores y, recordando el poder del vampiro muerto al otro lado del bar, entendía porqué. Alguien con dieciséis años no podría resistirse a aquello, ni tampoco querría.


Hey
, Rachel —dijo Ivy muy animada. Parecía casi humana ahora que había terminado su trabajo—. Voy al centro, ¿compartimos el taxi?

Mis pensamientos volvieron a la SI, aún considerando el riesgo de convertirme en una autónoma muerta de hambre o pasarme la vida corriendo tras ladronzuelos o vendedores ilegales de amuletos. La SI no iba a ponerle precio a mi cabeza. No, Denon estaría encantado de romper mi contrato. No podía permitirme alquilar una oficina en Cincinnati, pero quizá sí en los Hollows. Ivy pasaba mucho tiempo por aquí, ella sabría dónde podía encontrar algo barato.

—Sí —le contesté, comprobando que sus ojos estaban de un tranquilizador color marrón—. Quiero preguntarte una cosa.

Asintió y empujó a sus dos capturas hacia delante. La multitud se apartó. El mar de ropas negras parecía absorber la luz. El vampiro muerto del fondo movió la cabeza en un gesto de aprobación, como diciendo «Buen trabajo», y con un estremecimiento de emoción le devolví el gesto.

—Así se hace, Rachel —canturreó Jenks y le sonreí. Hacía mucho tiempo que no escuchaba algo así.

—Gracias —le contesté, viendo mi pendiente reflejado en el espejo del bar. Apartando la copa, metí la mano en el bolso. Sonreí aun más cuando el camarero me dijo que estaba invitada. Sintiéndome animada por algo más que por el alcohol, me bajé del taburete y tiré de la leprechaun dando tumbos. La idea de una puerta con mi nombre en letras doradas me gustó. Significaba la libertad.

—¡No, espera! —gritó la leprechaun mientras cogía mi bolso y la empujaba hacia la puerta—. ¡Deseos! Tres deseos. Si me dejas ir te concedo tres deseos.

La conduje hacia la cálida lluvia delante de mí. Ivy ya tenía un taxi y había metido a sus capturas en el maletero para que el resto tuviéramos más sitio. Aceptar deseos de un delincuente era garantía de terminar mal; si te pillaban, claro.

—¿Deseos? —dije, ayudando a la leprechaun a subir al asiento trasero—. Ahora hablamos.

Capítulo 2

—¿Qué has dicho? —le pregunté a Ivy girándome en el asiento delantero para verla. Hacía gestos en vano allí atrás. El ritmo del limpiaparabrisas y la música pugnaban por sobreponerse el uno al otro en una extraña mezcla de solos de guitarra e intermitentes chirridos contra el cristal.

Rebel Yell
sonaba a todo volumen en la radio. No podía competir con eso. La buenísima imitación de Jenks de Billy Idol dando vueltas con la bailarina hawaiana pegada al salpicadero tampoco ayudaba.

—¿Puedo bajar el volumen? —pregunté al taxista.

—¡No tocar! ¡No tocar! —gritó con un raro acento, ¿de los bosques de Europa, quizá? Su tufillo a almizcle lo clasificaba como un hombre lobo. Alargué la mano hacia el botón del volumen, pero él soltó su peluda mano del volante y me dio un rápido tortazo.

El taxi cambió bruscamente de carril haciendo que todos los amuletos del salpicadero, que parecían caducados por su aspecto, cayeran en mi regazo y en el suelo. La ristra de ajo que colgaba del espejo retrovisor me dio en todo el ojo. Me entraron arcadas al juntarse el hedor con el del ambientador de pino que también se balanceaba del espejo.

—Chica mala —me espetó el taxista, volviendo a su carril y arrojándome hacia él.

—Si soy buena chica —gruñí recolocándome en mi asiento—, ¿me dejas bajar la música?

El chófer hizo una mueca. Le faltaba un diente y le faltaría otro más si por mí fuese.

—Vale —dijo—, están hablando ahora.

La música había desaparecido reemplazada por un locutor que hablaba a toda velocidad y aun más alto que el guitarreo.

—Madre mía —dije entre dientes mientras bajaba el volumen. Mis labios hicieron una mueca de asco al tocar el grasiento botón. Me miré los dedos y me los limpié con los amuletos que aún estaban en mi regazo. Ya no valían para nada más. La sal del frecuente manoseo del taxista los había arruinado. Echándole una mirada de reproche arrojé los amuletos al desportillado portavasos.

Me volví hacia Ivy, desparramada en el asiento trasero. Con una mano intentaba evitar que su buho se cayese de la bandeja trasera con los tumbos, la otra la llevaba en la nuca. Los coches con los que nos cruzábamos y las pocas farolas que funcionaban iluminaban brevemente su negra silueta. Oscuros y abiertos, sus ojos se encontraron con los míos para luego virar hacia la ventana y la noche. Se me puso la piel de gallina por el aire de tragedia griega que emanaba. No era una pose forzada, Ivy siempre era así, pero seguía dándome yuyu. ¿Es que esta mujer no sonreía nunca?

Mi presa se había arrinconado al otro extremo, lo más lejos de Ivy que podía. Las botas verdes de la leprechaun apenas llegaban al borde del asiento y parecía una de esas muñecas que venden por la tele. «Tan solo tres pequeños plazos de cuarenta y nueve dólares con noventa y cinco para conseguir esta detallada reproducción de Becky, la camarera. Otras muñecas similares han triplicado e incluso cuadriplicado su valor». Pero esta muñeca tenía un brillo taimado en los ojos. Le hice un sigiloso gesto con la cabeza e Ivy me lanzó una mirada de sospecha.

El buho ululó de dolor al golpearse la cabeza y abrió las alas para mantener el equilibrio tras un gran bache, pero ese fue el último. Acabábamos de cruzar el río y estábamos de vuelta en Ohio. La carretera ahora era lisa como el cristal y el taxista redujo la velocidad como si se acabase de acordar de para qué servían las señales de tráfico.

Ivy soltó al buho y se pasó los dedos por su largo pelo.

—He dicho que es la primera vez que compartimos viaje, ¿qué pasa?

—Ah, sí —dije apoyando el brazo en el respaldo—, ¿sabes dónde puedo alquilar un piso barato en los Hollows?

Ivy me miró de frente dejándome ver su perfecto óvalo facial, pálido bajo la luz de las farolas. Aquí había luz en cada esquina y parecía casi de día. Estos humanos están paranoicos, aunque es comprensible.

—¿Te mudas a los Hollows? —me preguntó con expresión extrañada.

No pude evitar una sonrisa al verla.

—No, voy a dejar la SI.

Eso sí que llamó su atención, se notó por la forma de parpadear. Jenks dejó de bailar con la diminuta figurita del salpicadero y se me quedó mirando.

—No puedes romper tu contrato con la SI —dijo Ivy. Miró a la leprechaun, que a su vez no le quitaba ojo—. No estarás pensando…

—¿Yo?, ¿quebrantar la ley? —la corté enseguida—. Soy demasiado buena para incumplir la ley. Pero no puedo hacer nada si resulta que esta no es la leprechaun que buscaba —añadí sin una pizca de remordimiento. La SI había dejado más que claro que ya no requería mis servicios. ¿Qué debía hacer yo? ¿ponerme patas arriba exponiendo la barriga y lamer el… hocico de alguien?

—Papeleo —dijo el taxista suavizando de pronto su acento, adaptando su voz y actitud para obtener y mantener su tarifa en este lado del río—. Extravía el papeleo. Pasa mucho. Creo que tengo la confesión de Rynn Cormel por ahí de cuando mi padre hacía los traslados de la cuarentena hasta los juzgados durante la Revelación.

—Sí, bueno —le contesté con una sonrisa—, un nombre erróneo en los papeles equivocados. Lo que he dicho.

Ivy seguía sin parpadear.

—Rachel, León Bairn no explotó espontáneamente.

Resoplé. No creía en esas historias. No eran más que eso, historias para evitar que el grueso de los cazarrecompensas de la SI rompiese su contrato una vez hubiesen aprendido todo lo que podían enseñarles.

—Eso fue hace más de diez años —dije—, y la SI no tuvo nada que ver. No van a matarme por romper mi contrato cuando quieren echarme —añadí frunciendo el ceño—. Además, puede que sufrir una persecución sea más divertido que lo que estoy haciendo ahora.

Ivy se inclinó hacia delante y yo me resistí a retirarme.

—Dicen que tardaron tres días en recuperar lo suficiente de él como para llenar una caja de zapatos —me dijo—. Tuvieron que raspar los últimos trocitos del techo del porche de su casa.

—¿Y qué se supone que debo hacer? —dije retirando el brazo del asiento—. No he tenido una misión decente desde hace meses. Mira esta —dije señalando—, una leprechaun que ha defraudado a Hacienda. Es insultante.

La mujercita se puso derecha.

—Oiga, usted perdone.

Jenks abandonó a su nueva amiga para sentarse en el borde trasero del sombrero del taxista.

—Sí, Rachel va a tener que arrastrar una escoba si yo tengo que coger una baja. —Movió lastimosamente su ala torcida y le dediqué una sonrisa compasiva.

—¿Maitake? —le ofrecí.

—Un cuarto —respondió y mentalmente lo aumenté a medio kilo. No estaba mal para ser un pixie.

Ivy fruncía el ceño manoseando la cadena de su crucifijo.

—Hay motivos de peso por los que nadie rompe su contrato. El último que lo hizo fue tragado por una turbina.

Apretando los dientes me giré para mirar por el parabrisas. Lo recordaba, había sido hacía casi un año. Se habría matado si no hubiera estado muerto ya. Volvería a la oficina dentro de poco.

—No te estoy pidiendo permiso —dije—. Te estoy preguntando si conoces a alguien que alquile un sitio barato. —Ivy permaneció en silencio y me volví para mirarla—. Tengo unos ahorrillos. Puedo poner un anuncio y ayudar a gente que lo necesite…

—Vamos, ¡por toda la sangre del mundo! —me interrumpió Ivy—. Dejarlo para abrir una tienda de amuletos lo entiendo, pero ¿abrir tu propia agencia? —Negó con la cabeza sacudiendo su negra cabellera—. No soy tu madre, pero si lo haces eres bruja muerta. Jenks, dile que es bruja muerta.

Jenks asintió solemnemente y yo me di la vuelta para mirar por la ventana. Me sentía estúpida por haberle pedido ayuda. El taxista asentía también.

—Muerta —decía—, muerta, muerta, muerta.

Esto se ponía cada vez mejor. Entre Jenks y el taxista toda la ciudad se enteraría de que lo dejaba antes de que lo anunciase oficialmente.

—Me da igual. Ya no quiero hablar más contigo de esto —dije entre dientes.

Ivy se agarró al asiento con el brazo.

—¿Se te ha ocurrido pensar que pueden estar tendiéndote una trampa? Todo el mundo sabe que los leprechaun intentan lo que sea para librarse. Si te pillan la has cagado.

—Sí —dije—, ya lo había pensado. —En realidad no lo había hecho, pero no pensaba confesarlo—. Mi primer deseo será que no me pillen.

—Siempre piden lo mismo —dijo la leprechaun solapadamente—. ¿Ese es tu primer deseo?

En un arrebato de rabia asentí y la leprechaun sonrió mostrando sus hoyuelos. Ya se veía en casa.

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