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Authors: Josh Bazell

Burlando a la parca (3 page)

BOOK: Burlando a la parca
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La tomografía del abdomen de Nicholas LoBrutto no es concluyente sobre si el cáncer se le ha extendido o no. (Aunque, con suerte, ahora dispone de una entre mil doscientas probabilidades de contraer otro tipo de cáncer sólo por la radiación del escáner. Si es que vive para contarlo.) Sólo operándolo se sabrá con seguridad.

Y entretanto, a las seis y media de la mañana, tengo que ir a explicarle todo eso.

¿Señor LoBrutto? Tiene una llamada por la línea uno. No lo ha dicho. Pero parecía la Parca.

Incluso para mí, es demasiado pronto para una copa.

LoBrutto está en una cama del Ala Anadale, la pequeña sala de lujo del hospital. La Anadale intenta parecerse a un hotel. La recepción tiene el suelo de linóleo con dibujos de parqué y un carapijo con esmoquin tocando el piano.

Aunque si fuese un hotel de verdad, habría mejor asistencia médica
[8]
. El Ala Anadale incluso cuenta con enfermeras macizas de los años sesenta. No me refiero a que estén buenas ahora. Sino que lo estaban en los sesenta, cuando empezaron a trabajar en el Manhattan Catholic. Ahora están sobre todo histéricas y amargadas.

Una de ellas me pregunta a gritos adónde coño voy cuando paso por el mostrador, pero no le hago caso y sigo mi camino hacia la «suite» de LoBrutto.

Al abrir la puerta no tengo más remedio que admitir que, para tratarse de una habitación de hospital, es muy bonita. Tiene una mampara en forma de acordeón, ahora plegada casi en su totalidad, que la distribuye entre «salón» —adonde la familia puede cenar con el paciente en una mesa octogonal con tablero de vinilo que parece fácil de limpiar en caso de vómitos— y «dormitorio» con cama articulada. A lo largo de la estancia hay ventanales del suelo al techo, con vistas, en este momento, al río Hudson iluminado por la primera luz del Este.

Deslumbrante. Son las primeras ventanas por las que miro desde que he entrado a trabajar. Y me dejan a contraluz, de manera que LoBrutto, en la cama, me reconoce a mí antes que yo a él.

—¡Hay que joderse! —exclama, encogiéndose en la cama para apartarse de mí, pero sujeto por el gotero y las sondas del monitor—. ¡Pero si es Zarpa de Oso! ¡Te han enviado para matarme!

2

Cuando estaba en la universidad me fui un verano a El Salvador para colaborar en el empadronamiento de las tribus indígenas. A un chico de una aldea que visité le arrancó un brazo un tiburón mientras pescaba lanzando un sedal con la mano, y se habría muerto delante de mis narices si no hubiera sido por otro de los cooperantes norteamericanos, que era médico. En ese mismo momento decidí pasarme a la facultad de medicina.

Eso nunca llegó a ocurrir, gracias a Dios, y en una primera época apenas fui a la universidad, pero es de esas cosas que aconsejan decir cuando se solicita el ingreso en medicina. Eso o que tenías una enfermedad que fue empeorando hasta que te la curaron de forma tan increíble que ahora eres capaz de trabajar ciento veinte horas semanales y encima estar contento.

Lo que
no
te aconsejan decir es que quieres ser médico porque tu abuelo lo era y siempre lo has admirado mucho. No sé por qué. Se me ocurren peores razones. Además, mi abuelo sí era médico, y yo siempre lo he respetado mucho. Por lo que yo sabía, mi abuela y él habían protagonizado una de las más grandes historias de amor del siglo XX, además de ser las últimas personas verdaderamente decentes del planeta.

Poseían una grave dignidad a la que yo nunca he logrado aproximarme, y una infinita preocupación por los oprimidos en la que no quiero ni ponerme a pensar. Guardaban además una gran compostura, y parecían disfrutar mucho jugando al Scrabble, viendo la televisión pública y leyendo voluminosos e instructivos libros. Incluso se vestían de etiqueta. Y aunque pertenecían a una clase desaparecida, mostraban condescendencia hacia quienes no eran como ellos. Por ejemplo, cuando mi drogota madre me dio a luz en un
ashram
de la India en 1977 y luego quiso ir a Roma con su novio (mi padre), mis abuelos cogieron el avión y se presentaron allí para llevarme con ellos a New Jersey, en donde me criaron.

Con todo, sería deshonesto situar los orígenes de mi vocación por la medicina en el amor y respeto que me inspiraban mis abuelos, porque no creo que considerase siquiera matricularme en la Facultad hasta ocho años después de que los asesinaran.

Los mataron el 10 de octubre de 1991. Yo tenía catorce años, me faltaban cuatro meses para cumplir los quince. Llegué de casa de un amigo a las seis y media, lo que en West Orange es lo bastante tarde en octubre como para tener las luces encendidas. Estaban apagadas.

En aquella época, mi abuelo no se dedicaba a la cirugía, pero prestaba asistencia médica en calidad de voluntario, y mi abuela trabajaba también como voluntaria en la biblioteca pública de West Orange, de modo que a esa hora los dos debían estar en casa. Además, el cristal de la puerta de entrada —del tipo que llaman «esmerilado»— estaba roto, como si hubieran querido introducir la mano para abrir el pestillo.

Si les pasa eso alguna vez, llamen a la policía. Aún puede haber alguien dentro. Entré, porque temía que hicieran daño a mis abuelos si me quedaba fuera. Ustedes probablemente hubieran hecho lo mismo.

Estaban entre el salón y el comedor. En concreto, mi abuela, que había recibido un balazo en el pecho, yacía de espaldas en la sala de estar, y mi abuelo, que se había encogido cuando le dispararon en el abdomen, estaba boca abajo en el comedor. Mi abuelo tenía la mano sobre el brazo de mi abuela.

Llevaban muertos algún tiempo. La sangre de la alfombra se me pegaba a los zapatos, y después, cuando me tendí en ella, a la cara. Llamé a la policía antes de tumbarme y poner la cabeza entre las suyas.

Todo permanece en mi memoria en colores vívidos, cosa interesante, porque ahora sé que, en realidad, en situaciones poco emotivas no vemos colores. Nuestra mente los imagina y los aplica después.

Sé que les pasé los dedos entre los canosos cabellos y junté sus cabezas con la mía. Cuando por fin llegó la ambulancia, lo único que pudieron hacer los técnicos sanitarios fue apartarme de allí para que los polis pudieran fotografiar la escena del crimen y dejar que los servicios municipales retiraran los cadáveres.

La especial ironía de la historia de mis abuelos es que cincuenta años antes habían sobrevivido a un intento de asesinato mucho más complejo. Se habían conocido, legendariamente, en el bosque de Bialowieza, en Polonia, en el invierno de 1943, cuando tenían quince años, sólo unos meses más que yo cuando los encontré muertos. Junto con una pandilla de adolescentes recién asilvestrados acechaban entre la nieve a las partidas de polacos que salían a perseguir judíos para ver si matando a todos los que pudieran los dejaban en paz. Nunca me contaron lo que hacían exactamente, pero debía de ser algo bastante brutal, porque en 1943 Hermann Göring tenía una casa de campo en la parte sur de Bialowieza, en donde sus huéspedes y él se disfrazaban de senadores romanos, y es de suponer que estuviera al tanto de la situación. También está el asunto de un pelotón rezagado del Sexto Ejército de Hitler que desapareció en Bialowieza aquel invierno camino de Stalingrado. En donde sus miembros, a decir verdad, habrían muerto de todos modos.

Mis abuelos acabaron cayendo en una trampa. Por medio de un individuo de Cracovia llamado Wladislaw Budek les llegó noticia de que habían capturado al hermano de mi abuela, que actuaba en esa ciudad como espía del obispo de Berlín
[9]
, y lo habían enviado al «gueto» de Podgorze, que era un centro de internamiento junto al ferrocarril de los campos. Budek afirmaba que podía sacar al hermano de mi abuela por dieciocho mil zlotis, o como coño se llamase la moneda que utilizaran por entonces. En vista de que no tenían dinero, y de que en cualquier caso tampoco se fiaban, fueron a Cracovia para comprobar personalmente las cosas. Budek los traicionó, llamó a la policía y los mandaron a Auschwitz.

Típico de mis abuelos era que después consideraban su internamiento en Auschwitz como un golpe de suerte, porque no sólo era preferible a que los racistas polacos los hubiesen matado a tiros en el bosque, sino que era mucho mejor que un campo de la muerte
[10]
. En Auschwitz tuvieron oportunidad de ponerse en contacto en dos ocasiones mediante notas pasadas de contrabando; lo que, según contaban, hizo que la supervivencia resultara fácil hasta la liberación.

Su funeral se celebró cerca de donde vivía mi tío Barry. Era el hermano de mi madre, que un día se quedó flipado y se hizo judío ortodoxo. Por supuesto, mis abuelos se consideraban judíos —habían visitado Israel, por ejemplo, y lo apoyaban, lamentando la prontitud con que el mundo se había apresurado a demonizarlo—, pero para ellos el ser judío significaba asumir determinadas responsabilidades morales e intelectuales, aunque la religión no fuera otra cosa que una patraña manchada de sangre. Mi madre se había entusiasmado con todas las formas de rebelión tradicionales antes de que Barry pudiera iniciarse siquiera, de manera que su único recurso probablemente consistía en vestirse como si viviera en una aldea judía de la Polonia de 1840.

Mi madre asistió al funeral y me preguntó si hacía falta que se quedara en Estados Unidos, y que si quería irme a vivir a Roma. Mi padre me hizo el favor de no hacer el paripé: se limitó a enviarme una carta incoherente, un tanto conmovedora, sobre su relación con mis abuelos y acerca de que por mucho que pasen los años uno nunca llega realmente a sentirse viejo
[11]
.

Barry me adoptó para quitarme de encima a los Servicios de Protección de la Infancia, pero no resultó difícil convencerlo de que me dejara quedarme en casa de mis abuelos. A los catorce años, yo era físicamente enorme y tenía maneras de médico judío polaco entrado en años. Me gustaba jugar al bridge. Además, a Barry y su mujer no les entusiasmaba que sus cuatro hijos estuvieran en contacto con un chico abandonado al nacer que un día volvió a casa y se encontró a sus padres adoptivos asesinados. ¿Y si me volvía peligroso?

Buena pregunta. ¡Qué decisión tan acertada tomasteis tu mujer y tú, Barry!

Aspiré a la peligrosidad, y la perfeccioné. Como habría hecho cualquier otro chico norteamericano, tomé como modelo a Batman y a Charles Bronson en
El justiciero de la ciudad
. Yo no disponía de sus recursos, pero tampoco incurría en muchos gastos. Ni siquiera cambié las alfombras.

Consideré que no tenía más remedio que ocuparme personalmente del asunto. Y sigo pensando lo mismo, en realidad.

Sé por experiencia, pongamos, que si te metes en el bosque a matar a unos cuantos proxenetas pedófilos que cultivan la política supremacista —gente que ha destrozado la vida literalmente a
centenares
de niños—, la policía se pondrá hecha una furia y tratará de encontrarte. Inspeccionarán las alcantarillas por si te has lavado las manos después de pasártelas por el pelo. Buscará huellas de neumáticos.

Pero si las dos personas que más quieres en el mundo son brutalmente asesinadas por algún hijoputa que desvalija un par de armarios y se lleva el vídeo, todo será un puto misterio.

¿Tenían enemigos?

¿Alguno que necesitara el vídeo?

Probablemente ha sido un chalado.

Un chiflado con coche, guantes, y un montón de puta suerte para que no lo viera nadie.

Preguntaremos por ahí
.

Ya le diremos.

Y entonces te queda claro cómo se hace justicia: por la propia mano o de ningún modo.

¿Qué clase de alternativa es ésa?

Las diversas artes marciales tienen en común una interesante peculiaridad. (Pasé del
taekwondo
al
karate sho ryu
y al
kempo
, de un
dojo
con olor a pies a otro muy parecido, mientras seguía la tradicional directriz japonesa de estar más tiempo entrenándome que durmiendo.) Se supone que hay que actuar como un animal. No lo digo en sentido abstracto: hay que trabajar las estrategias imitando el comportamiento de criaturas reales y concretas. Utilizar, por ejemplo, el «estilo grulla» para ataques a distancia precisos, rápidos, o el «estilo tigre» para dar zarpazos en un agresivo cuerpo a cuerpo. La idea subyacente es que el último animal al que se debe emular en una situación violenta es el hombre.

Lo que resulta acertado, dicho sea de paso. La mayor parte de los seres humanos son unos luchadores pésimos. Retroceden, se debaten inútilmente, dan media vuelta y se escabullen. Normalmente peleamos tan mal que ello ha revertido en una ventaja evolutiva, porque antes de la producción masiva de armas la gente tenía que pensar en cómo hacerse daño de verdad, de manera que el más listo contaba con buenas posibilidades para ganar la pelea. Un hombre de neandertal podría dejar molido a cualquiera de ustedes y luego comérselo, pero intenten encontrar a un neandertal para comprobarlo.

O si no, piensen en los tiburones. La mayoría de las especies de tiburón se gestan en el vientre de su madre y allí mismo empiezan a matarse unos a otros. El resultado es que su cerebro ha permanecido en las mismas condiciones a lo largo de sesenta millones de años, mientras que el nuestro fue incrementando su complejidad hasta hace ciento cincuenta mil, momento en el cual adquirió la facultad del habla, convirtiéndose por tanto en humano, y nuestra evolución se hizo entonces tecnológica en vez de biológica.

Hay dos maneras de considerar la cuestión. Una es que los tiburones son superiores a los humanos desde el punto de vista evolutivo, porque si ustedes piensan que vamos a durar sesenta millones de años, están locos. La otra es que somos superiores a los escualos, porque desde luego se extinguirán antes que nosotros, y la culpa de su desaparición, al igual que de la nuestra, sólo la tendremos nosotros. Hoy en día es mucho más probable que un humano coma tiburón que viceversa.

Utilizando el voto de calidad, sin embargo, los escualos ganan. Porque mientras nosotros disponemos de la mente y de la capacidad de transmitir su contenido a lo largo de las diversas generaciones, y los tiburones cuentan con la aptitud de utilizar sus enormes y buenos dientes, no parece que ellos se sientan muy agobiados por esa situación.

Y desde luego a los humanos los atormenta un montón.

Los hombres
odian
ser mentalmente fuertes y físicamente débiles. El hecho de que debamos destruir este planeta a la vez que a nosotros mismos no nos llena de alegría. En cambio admiramos a los atletas y a las personas que ejercen la violencia física, y
odiamos
a los intelectuales. Un puñado de gilipollas lanzan un cohete a la puñetera
luna
, y ¿a quién mandan? A un tipo rubio llamado
Armstrong
, incapaz de decir lo que debía al alunizar.

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