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Authors: Josh Bazell

Burlando a la parca (6 page)

BOOK: Burlando a la parca
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Dije al tío de la Feria de Armamento del Nassau Coliseum, de la que tenía información por revistas como
Tiro al Judío, Vuélate la Tapa de los Sesos
o publicaciones así, que quería dos automáticas idénticas del cuarenta y cinco.

Ésa fue la parte fácil. Las pistolas que acabé comprando no eran gran cosa —con cachas de nogal y un cañón reluciente como un espejo—, pero tenían un mecanismo impecable, parecían de fiar y pensé que siempre podría pintarlas después. Además, se supone que la empuñadura de madera absorbe parte del retroceso.

Lo difícil fue comprar los silenciadores.

La simple posesión de un silenciador es delito grave desde la guerra de Vietnam. No sé por qué. Cierto que el silenciador sólo se utiliza en asesinatos, pero lo mismo cabe decir de los fusiles de asalto, y en la Asociación Nacional del Rifle se pueden adquirir sin dificultad y a buen precio. Tras comprar las pistolas, tuve que deambular durante horas por la Feria de Armamento antes de que un vendedor picara el anzuelo.

Era un tío de pelo blanco, con gafas y camisa de poliéster. Ni mucho menos con pinta de supremacista blanco, aunque tenía todos los signos expuestos en el mostrador: memorias de nazis de alto rango, pistolas y machetes de extraño aspecto. Le pregunté si tenía supresores.

El supresor es una versión chapucera del silenciador, que se utiliza en el fusil de asalto para que uno no se quede sordo cuando acribilla a los compañeros de clase o lo que sea.

—¿Supresores para qué? —me preguntó. Cuando dejó de hablar, su lengua, que era gris, permaneció descansando sobre su labio inferior.

—Arma corta.

—¿Arma corta? No hay supresor que valga para un arma corta.

—Estoy buscando supresores muy potentes —le expliqué.

—Supresores muy potentes.

—Muy
silenciosos
.

Pareció incomodarse.

—¿Acaso tengo pinta de federal? —inquirió.

—No.

—Entonces hable claro. ¿Qué tipo de munición piensa utilizar?

—Gran calibre de punta hueca.

—¿Cosa seria?

—Sí.

—¿Son ésas las pistolas?

—Sí.

Le entregué la bolsa que llevaba. Sacó las dos armas y las puso sobre un ejemplar de
Los protocolos de los sabios de Sión
. Se quedó mirándolas un momento.

—Hum —dijo al fin—. No es tan fácil. Pero venga dentro.

Pasé al interior del tenderete, en donde había dos sillas plegables. El fanático de las armas cogió del suelo una caja de aparejos de pesca y la abrió bajo los faldones del paño que cubría el mostrador. Estaba llena de silenciadores.

—Hum —dijo, escarbando entre el montón—. ¿Necesita uno para cada una?

—Sí.

Sacó un par de ellos.

—No sé si éstos irán bien.

Eran largos: más de treinta centímetros, un tubo fino de quince centímetros metido en otro más grueso de igual medida.

—¿Qué es esto? —pregunté, señalando la parte fina.

—Un cañón. Fíjese. —En unos diez segundos, a cubierto de todas las miradas, desarmó una de mis automáticas y volvió a montarla. Sólo que, en lugar del cañón original, que dejó sobre la mesa, el tubo fino del silenciador estaba integrado ahora en la pistola—. Así podrá cambiarlos y no habrá modo de identificar las balas. Claro que si quiere que los proyectiles sean imposibles de rastrear, tendrá que cambiar la pieza de la recámara. O lijarla, por lo menos.

—Ah.

—Deje el original en el arma cuando no la utilice, por si aparecen los federales. Y manténgala cargada, también, por si se ponen nerviosos. —Me guiñó un ojo, aunque podía ser un tic—. ¿Me entiende?

—Sí.

—Bien. Son cuatrocientos dólares.

Hacia mediados de diciembre de 1992, la señora Locano me dijo:

—Pietro, ¿qué quieres para Navidad?

Y entonces decidí hacer mi jugada. Estábamos todos cenando.

—Soy judío —contesté.

—Oh, por favor.

—Lo único que siempre he querido —dije, mirando fijamente a David Locano—es saber quién mató a mis abuelos.

Todos guardaron silencio. Pensé:
Todo esto. Y la he cagado
.

Y cuando mi petición pareció caer en el olvido, sentí alivio.

Pero unos días después me llamó David Locano preguntándome si podía acompañarlo a la tienda de deportes Big 5 para comprar a Skinflick un regalo de Navidad. Pasaría a recogerme.

Así que fuimos. Compró a Skinflick un
punchingball
, lo que era ridículo —Skinflick era incapaz de tener las manos levantadas por encima de la cabeza durante diez minutos
sin
estar dando puñetazos a algo al mismo tiempo—, pero Locano no parecía querer realmente mi consejo. En el coche, de vuelta a casa, me preguntó: —¿Dijiste en serio eso de coger a los cabrones que mataron a tus abuelos?

Me quedé tan acojonado de la sorpresa que tardé un minuto entero en contestarle.

—Ésa es la razón de mi vida —dije al cabo.

—Es una verdadera gilipollez —sentenció—. Sé que fue por eso por lo que fuiste a Sandhurst
[18]
, y por lo que entablaste amistad con Adam. Pero es una chorrada. Puedes echarte atrás.
Debes
hacerlo. Y sé que lo estás deseando.

—¿Y qué me pasará si no lo hago?

Locano giró hacia el arcén de la calle en donde estábamos y pegó un frenazo.

—Corta esa mierda de tipo duro. Yo no amenazo a la gente. Soy abogado, coño. Y aunque lo hiciera, no te amenazaría a ti.

—Vale —repuse.

—Sólo te digo… que tienes muchas razones para vivir. Y para no meterte en líos. Adam te tiene afecto. Te respeta. Deberías tener en cuenta eso.

—Gracias.

—¿Me estás escuchando?

—Sí.

Era cierto, pero seguía aturdido.

—¿Y sigues empeñado?

—Sí.

Suspiró. Asintió con la cabeza.

—De acuerdo, entonces.

Introdujo la mano en la chaqueta.

Casi se lo impedí. Llevaba trece meses entrenándome ocho horas diarias en artes marciales. Habría sido fácil inmovilizarle el brazo con el que manejaba la pistola, echarle la barbilla hacia atrás y romperle el cuello.

—Tranquilízate —me dijo. Sacó la agenda y un bolígrafo—. Voy a ver si te busco un encargo.

—¿Qué quiere decir?

—Que voy a ver si encuentro a alguien para que te pague por el trabajo.

—No quiero recibir dinero por eso.

Me miró.

—Sí, lo aceptarás. Si no, serás un solitario, y acabarán contigo como un perro. Haremos correr el rumor de que esos mamones, sean quienes sean, se están yendo de la lengua, atrayendo más atención de la que merecen. Puede que sean los sobrinos del sobrino de alguien o algo así, pero no será muy difícil. ¿Entiendes lo que te digo?

—Sí.

—Bien. ¿Te hace falta una pistola?

Eran hermanos. Joe y Mike Virzi. Tal como sospechaba la pasma, lo habían hecho para entrar en la mafia.

No me fiaba mucho de la palabra de Locano. Para empezar, los estuve siguiendo durante semanas.

Los hermanos Virzi eran un par de violentos gilipollas que se volvían prácticamente locos de aburrimiento por la noche, así que lo pagaban con el primero que encontraban. Sacaban a un pobre desgraciado de un club nocturno o unos billares arrastrándolo por los pelos, diciendo a todos los demás que cerraran el puto pico, que aquello era un asunto de la mafia, y luego dejaban al tío en un callejón en medio de un charco de sangre salpicado de dientes. A veces le daban tal paliza que lo dejaban medio muerto o paralítico, o la tomaban con una mujer, y entonces yo llamaba a la poli anónimamente.

Y esto es lo más curioso:
vi cómo entraban
. Venía siguiéndolos desde hacía bastantes noches, pero encontrarme con aquello fue una verdadera sorpresa.

Fue en la iglesia de San Antonio de Paramus, en el sótano del edificio de actividades parroquiales. Se veía el interior entre los barrotes de la ventana del semisótano, que estaba abierta para ventilar la sala. Había tres mesas con un bufé de mierda unidas en forma de «U», con viejos mafiosos sentados a un lado y Joe y Mike Virzi de pie en el centro, desnudos, repitiendo lo que decía el vejete del extremo de abajo.

No se oía mucho, pero había partes en italiano, latín e inglés, y los Virzi prometían una y otra vez que irían al infierno antes que traicionar a la Mafia. En un momento dado, los dos vejetes de los extremos de arriba, que tenían un aspecto especialmente ridículo con medallones y el sombrero puesto, prendieron fuego a unos papelitos y los soltaron en la palma de las manos de los Virzi. Lo probé luego en casa. No hacía el menor daño.

La sordidez de todo el asunto me sacó de quicio. No podía creer que hubieran asesinado a mis abuelos por aquella gilipollez. Me marché antes de que acabaran y di una vuelta con el coche por las inmediaciones de la casa de los Virzi.

Era pequeña, de una planta, con un garaje adjunto. Como siempre que salían, la puerta del garaje estaba abierta.

Porque ¿quién iba a robarles?

A la mañana siguiente, antes de ir a la escuela —era a principios de marzo y estaba helando—, fui al bosque cerca de Saddle River a practicar el tiro al blanco, y descubrí por qué los asesinos a sueldo utilizan un calibre veintidós.

El primer disparo de cada pistola sonó como cuando se cierra de golpe una grapadora. El segundo pareció el ladrido de advertencia de un perro. El sexto y el séptimo, como aviones a reacción en vuelo rasante, y para entonces el interior de ambos silenciadores estaba literalmente ardiendo, con un humo negruzco y llamas azuladas saliendo por el cañón. La pintura de los cañones burbujeaba.

Sin embargo, el efecto que hacían aquellas balas era intrigante. La única vez que logré acertar con ambas manos en un tronco de árbol —cosa nada fácil cuando el retroceso me daba la impresión de que subía la escalera de una piscina cada vez que apretaba el gatillo—, en la corteza había astillas de unos diez centímetros en torno al agujero de las balas.

Y serrín en forma de dos antenas parabólicas de sesenta centímetros por la parte de atrás.

Elegí un fin de semana justo antes de las vacaciones de primavera de tercer curso.

Volví a montar los silenciadores. No siento especiales deseos de divulgar cómo se hace, pero baste decir que tener los cilindros metálicos facilita las cosas, así como un aislante de fibra de vidrio y unas cuantas juntas de cuero. Y para eso, incluso antes de la era de Internet, no era muy difícil encontrar instrucciones.

Sabía que los Virzi nunca cerraban la puerta de comunicación entre el garaje y la cocina. Había pasado por ella y recorrido una docena de veces la casa de aquellos mamones, con todos sus pósters de Cindy Crawford y grabados de ese tío que hacía las carátulas de los álbumes de Duran Duran.

La noche que decidí matarlos, los seguí a un club, luego me dirigí a su casa y cerré la puerta de la cocina. Después me quedé a un lado de la puerta abierta del garaje y esperé a que llegaran a casa.

Un profesor mío de la facultad de medicina aseguraba que las glándulas sudoríparas de las axilas y la ingle están controladas por partes enteramente independientes del sistema nervioso, de manera que los sobacos sudan por nerviosismo, mientras que el calor es lo que hace que te suden las ingles. No sé si será cierto o no, el caso es que puedo decirles que estando allí de pie a la espera de que volvieran los Virzi, me chorreó sudor de las ingles y de las axilas en cantidad suficiente para empaparme los zapatos. Sentía el cuerpo resbaladizo bajo el sofocante abrigo. Resultaba difícil distinguir el calor del nerviosismo.

Finalmente hubo un estrépito en la acera y el Mustang de los Virzi, con una franja de coche de carreras pintada en el flanco, surgió frente a mí en el garaje quemando neumáticos y despidiendo una oleada de calor por el tubo de escape.

Se bajaron torpemente, haciendo mucho ruido, y el conductor pulsó el mando a distancia que llevaba en la visera del parabrisas y la puerta del garaje empezó a cerrarse. El del asiento del pasajero dio dos aparatosos pasos hacia la puerta de la cocina, tiró del picaporte, y luego lo sacudió.

—Pero ¿qué mierda…? —exclamó, alzando la voz por encima del ruido que hacía la puerta del garaje.

—¿Qué? —preguntó el otro.

—Que está cerrada, coño.

La puerta del garaje se detuvo al fin.

—No digas chorradas.

—¡Lo está!

—Pues ábrela, joder.

—¡No tengo llave, Dick!

—¿Qué tal si os dais la vuelta? —intervine yo—. Despacito.

Mi voz sonaba lejana, incluso para mí. Algo —el tubo de escape, la tensión—me había mareado, y tenía la impresión de que iba a caerme.

Se volvieron. No parecían asustados. Sólo tenían cara de idiotas.


¿Qué?
—dijo uno de ellos.

—¿Quién coño eres tú? —preguntó el otro.

—Si cooperáis no os pasará nada —les aseguré.

Ninguno dijo nada de momento. Entonces el primero repitió «
¿Qué?
» y los dos se echaron a reír.

—Oye, mamón —dijo el otro—, te estás equivocando de tíos.

—Me parece que no —repuse.


¿Cooperar?
—dijo el primero.

—Asaltasteis una casa en West Orange, en octubre del año pasado —expliqué—. Matasteis a una pareja de viejos. Lo único que quiero es la cinta que estaba dentro del vídeo que os llevasteis.

Se miraron. Sacudieron la cabeza, incrédulos.

—Serás gilipollas —dijo el primero—. Si nos llevamos un vídeo de casa de esos desgraciados cabrones, ten la seguridad de que no nos quedamos con la puta cinta.

Respiré hondo para no tener que hacerlo durante un rato. Luego empecé a apretar los gatillos.

Permítanme decirles algo de la venganza. Sobre todo de la sangrienta.

No es buena cosa. En primer lugar, no dura mucho. La razón por la que dicen que la venganza se sirve en plato frío no es con idea de aplazarla para luego tomársela cumplidamente, sino para prolongar su aspecto más divertido, que es la planificación y la espera.

En segundo lugar, aun cuando te salgas con la tuya, asesinar no es nada bueno. Mata algo en tu interior, y tiene toda clase de consecuencias imposibles de prever. A modo de ejemplo: ocho años después de matar a los hermanos Virzi, Skinflick me destrozó completamente la vida y lo arrojé de cabeza por la ventana de un sexto piso.

Pero aquella noche de principios de 1993 sólo pude sentir júbilo.

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