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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Cadenas rotas (8 page)

BOOK: Cadenas rotas
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«Ogros», pensó Mangas Verdes. O más bien ogresas, gigantas famosas por su crueldad.

Karli emitió una serie de órdenes en un veloz parloteo y las ogresas avanzaron hacia la joven, extendiendo sus rojas manos cubiertas de verrugas para agarrarla. Mangas Verdes, aterrorizada, pensó que si la cogían le romperían los brazos y que la aplastarían hasta matarla. A menos que Karli obtuviese lo que deseaba, fuera lo que fuese.

«Ayuda —pensó la muchacha—. Necesito ayuda.» Pero era una hechicera carente de todo adiestramiento y limitada a su poder nato, capaz de invocar únicamente cosas que hubiera tocado en el pasado a las que no sabía cómo controlar después.

Las ogresas alzaron aquellas temibles manos que parecían ganchos para colgar carne... Mangas Verdes manoteó frenéticamente, como si intentara apartarlas de ella.

Y entonces la sucia alfombra fue perforada desde abajo en una docena de sitios debajo de ella y a su alrededor.

* * *

Gaviota estaba contando sus cada vez más reducidas fuerzas e intentaba pensar cómo podrían rechazar el inminente ataque de la caballería, cuando Holleb, el otro centauro de pelaje rojizo y armadura pintada y recubierta de volutas y adornos —que habían pasado a estar manchados de sangre— entró en el claro con un galope tan desenfrenado y atronador como si acabara de ser disparado desde una catapulta.

Holleb empuñaba una lanza, adornada con plumas y más larga que su cuerpo de caballo, cuyo astil estaba empapado en sangre hasta allí donde lo sujetaban sus dedos. El centauro le gritó algo a Helki, que volvió grupas y fue trotando hacia él, para detenerse y volver grupas nuevamente cuando entendió lo que le había dicho su pareja.

«Tiene que ser algo malo», pensó Gaviota. Holleb había estado siguiendo a la caballería hacia el este. Si se encontraba allí, eso significaba que...

—¡Tomás! —gritó el leñador—. ¡Forma un cuadrado! Tenemos que...

Y entonces un grupo de jinetes vestidos con túnicas y capas azules irrumpió en el claro, acompañando su carga con un ulular tan estridente como el de un vendaval del desierto.

* * *

Surgiendo de la nada y alzándose alrededor de Mangas Verdes con un veloz ondular verde y marrón, aparecieron columnas de piedra tan puntiagudas como espadas. Algunas no eran más grandes que agujas de hacer punto, y otras le llegaban hasta los hombros. Eran estalagmitas de alguna caverna distante, un lugar que Mangas Verdes nunca había visto.

Afiladas como anzuelos, las estalagmitas formaron un muro de espadas alrededor de la joven hechicera. Cubrieron el suelo, haciendo agujeros en la sucia alfombra y dejándole únicamente un pequeño claro de dos metros de diámetro rodeado por muros de cuatro metros de grosor. La muchacha tuvo que dejar caer al tejón que se agitaba en sus brazos y coger la mano de Lirio para tirar de ella y meterla dentro del círculo, pues de lo contrario habría quedado empalada varias veces desde abajo. Mangas Verdes arrugó la nariz y notó que le empezaban a llorar los ojos debido a la pestilencia del amoníaco, pues el suelo de la caverna que acababa de importar hasta allí estaba recubierto por una capa de varios centímetros de guano de murciélago e insectos negros que se retorcían frenéticamente.

Pero si Mangas Verdes había esperado detener a las ogresas con las estalagmitas, su truco no dio ningún resultado. Contenidas durante un momento por la veloz aparición de aquellas temibles lanzas, los feroces monstruos retrocedieron un par de pasos y después se lanzaron a la carga como un par de toros enfurecidos. La piedra tintineó, crujió y se resquebrajó cuando se abrieron paso a través de la barricada. Mangas Verdes se encogió sobre sí misma al sentir el impacto de los fragmentos de piedra que chocaban con su rostro. Las ogresas aullaron cuando sus pies descalzos cubiertos de verrugas pisaron los muñones de piedra, pero siguieron avanzando tozudamente.

«¡Necesito algo más!», pensó Mangas Verdes. Tenía que hacer un nuevo conjuro. Pero el estrépito atronador y los gritos —pues un nuevo contingente de jinetes acababa de entrar en el campamento y se estaba lanzando a la carga— hacían que le resultara cada vez más difícil pensar.

¿Qué podía salvarla de unas ogresas enfurecidas?

Una esbelta silueta de color dorado apareció en su mente, una forma que corría tan velozmente como el viento, saltaba por los riscos y los acantilados igual que una cabra montes, y tenía dientes y garras.

Y la conjuración llegó con el pensamiento y el deseo.

Un león de las montañas cobró existencia a los pies de Mangas Verdes con un gruñido ahogado y un resplandor iridiscente. Un hocico recubierto de bigotes blancos rugió, y dos orejas redondas ribeteadas de negro y cubiertas de un suave pelaje dorado retrocedieron hasta pegarse al cráneo..., y el jaguar atacó al enemigo que se alzaba ante él.

El gran felino dio un salto, abandonando el suelo tan deprisa y con tanta agilidad como si tuviera alas. Garras afiladas como navajas de afeitar se deslizaron sobre el rostro de una ogresa, extrayendo un ojo, rajando una larga nariz y destrozando los rojos labios cubiertos de babas hasta dejarlos convertidos en una masa de carne ensangrentada. Cegada, la ogresa se derrumbó hacia un lado aullando como un demonio, y la fuerza de su choque con las afiladas estalagmitas fue tan grande que se empaló en ellas. El olor de la sangre recién derramada impregnó el aire helado de la taiga con su inconfundible vaharada de cobre caliente.

Pero, al igual que cualquier otro animal, el jaguar luchaba únicamente para escapar. El temible felino usó el colosal cuerpo caído en el suelo como si fuera un trampolín, y se desvaneció entre las coníferas que se alzaban a su alrededor. Un fugaz atisbo de su peluda cola fue lo último que pudo verse de él antes de que el gran gato desapareciese.

La otra ogresa aulló al ver el destino sufrido por su hermana y se lanzó hacia adelante para aplastar a Mangas Verdes. Karli, detrás de ella, la animó lanzando gritos dignos de una loca.

«Una barrera más grande... —pensó la joven hechicera—. Necesito algo más sólido.» Entonces llegó a su mente el vago recuerdo de un artefacto que se encontraba en un lugar muy lejano de los Dominios, sobre una isla tropical, una rareza llegada hasta allí desde otro sitio todavía más lejano.

Vaharadas de aliento fétido que apestaba a carne podrida cayeron sobre el rostro de Mangas Verdes mientras la ogresa destrozaba las últimas estalagmitas. Mangas Verdes agitó los brazos en un frenético y desesperado manoteo, pues su vida dependía de sus acciones.

Temblando como una calina de calor y solidificándose rápidamente, una antigua y exótica estatua de arcilla de dos metros de altura cobró existencia de repente con una violenta ondulación del aire y partió docenas de lanzas de piedra bajo su peso.

Mangas Verdes pudo sentir el calor de aquella efigie impregnada de sol tropical. No sabía nada sobre ella, salvo que había sido encontrada yaciendo sobre el suelo de una isla a la que había sido desterrado su hermano. Plácida como un santo, la estatua tenía las piernas cruzadas y las manos encima del regazo. Sus ojos en forma de almendra estaban cerrados, y una hilera de huellas y arañazos parecían perseguirse a lo largo de su estómago como si fuese una hilera de botones. Su piel, de un color bronce oscuro, era tan dura como la terracota, pero aun así la estatua parecía lo bastante flexible y ágil para poder levantarse y empezar a bailar si así se le ordenaba..., y quizá pudiera hacerlo si se le daba la orden adecuada.

Fuera cual fuese su propósito, no cabía duda de que era una barrera magnífica.

La ogresa lanzó un trompeteo de rabia cuando la estatua le obstruyó el camino hasta Mangas Verdes, y descargó un puño de callosa piel rojiza sobre el artefacto mientras avanzaba pesadamente por encima de las lanzas de piedra intentando rodearlo.

Pero Mangas Verdes ya estaba erigiendo un muro de ramas, una muralla de troncos, tallos y raíces que se curvaban y retorcían sobre sí mismas adoptando las formas más extrañas imaginables hasta que ni siquiera un conejo hubiera podido pasar a través de ellas, y que la joven hechicera había traído de las profundidades de su tierra natal, el Bosque de los Susurros. Incluso la pesada estatua de arcilla se bamboleó cuando la madera empezó a crecer debajo de su trasero. Mangas Verdes movió las manos de un lado a otro e hizo que el muro de ramas fuera creciendo más y más a su alrededor —tres metros de altura, cuatro—, hasta que se encontró en el centro de un pequeño círculo de penumbra. Mangas Verdes se quedó inmóvil, y por fin se sintió a salvo —al menos hasta que se le ocurriera alguna otra defensa— mientras escuchaba los enfurecidos manotazos que la ogresa lanzaba contra el muro.

A menos que hubiera creado una trampa, por supuesto. Mientras estuviera dentro de aquella jaula de ramas no podría ver qué conjuraba Karli. Mangas Verdes oyó el grito de rabia y frustración que surgió de los labios de la hechicera del desierto.

Gaviota, que estaba al otro lado del claro, pudo ver cómo la hechicera colocaba la mano sobre un medallón de bronce en cuyo centro había incrustada una piedra púrpura. Una silueta purpúrea atravesada por relampagueos verdosos brotó de la piedra, agitándose en una ondulación tan fluida como si estuviera hecha de humo. El leñador vio cómo la nube se iba haciendo cada vez más grande y se acumulaba sobre el pozo de madera que ocultaba a la muchacha en su fondo..., y un instante después Mangas Verdes también pudo verla.

Alzándose sobre ella, desnudo desde la cabeza hasta los pies, se erguía un demonio púrpura cuyos ojos llameaban con destellos verdosos.

_____ 4 _____

Norreen tenía chispas tanto dentro como fuera de la cabeza, las primeras a causa del golpe sufrido por su cráneo y las segundas por haber sido transportada a otro lugar mediante un conjuro.

Cuando las chispas se hubieron disipado, se encontró arrodillada sobre el barro y la nieve medio derretida. El olor de la resina de abeto inundó sus fosas nasales. Su escudo, que estaba colgado en el sentido equivocado, se le clavaba en la espalda. Norreen vio que tenía las manos libres: el hechicero se las había arreglado para enviarla sin sus ligaduras.

Un escalofrío se extendió por su cuerpo, y Norreen se estremeció. Lo único que llevaba encima de la piel era su chaleco de cuero benalita que la cubría del cuello hasta la ingle. Sus pechos estaban manchados de leche, y su aliento formaba grandes nubes en el aire.

Y entonces Norreen vio desarrollarse un ataque a través de las pequeñas humaredas de vapor.

* * *

Gaviota el leñador, que se había convertido en general sin desearlo, no tardaría en carecer de ejército.

El atuendo de la falange de caballería era muy similar al de los incursores de las alfombras, pero aquellos jinetes agitaban cimitarras lo suficientemente largas para partir un cuerpo humano en dos desde la cabeza hasta los pies.

La hilera de caballos surgió como una exhalación del bosque de coníferas, y cada jinete se desvió expertamente hacia la izquierda o la derecha para dejar sitio al siguiente invasor, ofreciendo el ataque más amplio posible y proporcionándose la ocasión de matar el máximo número de objetivos.

Habían llegado tan deprisa que Gaviota fue sorprendido en el centro del claro, indeciso entre el deseo de ayudar a su hermana —mientras dos gigantas vestidas de verde y amarillo embestían su frágil barrera de piedra—, y la necesidad de dar ánimos a sus tropas, que eran la columna vertebral de su defensa. Pero ¿dónde estaban todos los demás? ¿Dónde estaba Liko y su gigantesca fortaleza? ¿Y por qué los centauros habían vuelto a desaparecer en el bosque? ¿Para rechazar a otro contingente de caballería, quizá? ¿Y qué había sido de Bardo y sus exploradores de ojos de águila? ¿Estarían combatiendo en algún otro lugar? ¿Cómo era posible que aquel ejército hubiera sido tan enorme a la hora de cenar y que, aun así, todo el mundo desapareciera de repente en una batalla?

Una desconocida armada y vestida de cuero negro que acababa de entrar en el campamento atrajo su atención entre toda aquella confusión y el caos de los muertos y los que agonizaban. La mujer se había quedado inmóvil, y parecía estar tratando de entender la situación. ¿Era una exploradora enviada para estudiar sus defensas desde la retaguardia? No había mucho que estudiar, desde luego, ya que no tenían defensas.

Tomás, que era el más viejo de los veteranos y nunca perdía la calma por muy temible que fuese el enemigo, había colocado a sus combatientes en una formación de cuña. Los hombres y mujeres, dispuestos en dos filas, iban retrocediendo hacia los troncos con sus espadas, lanzas y pértigas dirigidas hacia los incursores. Habría unos veinte, con Tomás en la punta de la cuña y Neith y Varrius en los extremos. Además de oponerse a la caballería lanzada al ataque, los sargentos rojos impedían que sus no muy aguerridas tropas rompieran la formación y salieran huyendo.

Pero a pesar del muro de acero, la primera pasada de los jinetes que galopaban en aquellos veloces caballos tuvo un efecto terriblemente letal sobre la hilera que intentaba resistir su ataque. Los combatientes de Gaviota empezaron a caer como flores cortadas.

O Tomás no había sabido calcular adecuadamente su defensa o los jinetes estaban locos, pues se deslizaron a lo largo de la línea igual que si estuvieran galopando junto a una inofensiva valla de madera. Moviendo expertamente sus largos y delgados sables, abatieron a media docena de soldados, rajando cráneos, caras y brazos y alejándose un instante después tan velozmente como si sus monturas tuvieran alas. Cuando sólo tres jinetes habían cargado sobre la hilera, la formación ya estaba empezando a desmoronarse. Tomás había caído, con su yelmo desaparecido en la confusión y la sangre brotando de su calva cabeza.

Gaviota soltó una maldición y echó a correr, con su rodilla lesionada lanzando corrientes de dolor por su muslo. Cuando vio a su hermana por última vez, estaba siendo amenazada por una nube púrpura. Lirio había caído unos momentos antes, desplomándose tan repentinamente como si le hubieran dado un garrotazo.

¿Y si moría? ¿Y si nunca llegaban a entender y derribar el obstáculo desconocido que se interponía entre ellos?

¡Maldita fuese toda la hechicería! ¡Y maldito fuese también él, por ser hermano de una hechicera y estar enamorado de otra! En cuanto a combatir a los hechiceros, y teniendo en cuenta los escasos resultados que estaba obteniendo, quizá sería mejor que se dedicara a cuidar de una piara de cerdos.

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