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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Cadenas rotas (9 page)

BOOK: Cadenas rotas
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Un sordo retumbar que resonó repentinamente debajo de sus pies hizo que Gaviota se diera la vuelta. Estaba tan absorto en aquellas recriminaciones llenas de amargura que había olvidado la primera regla del campo de batalla, y había dejado de prestar atención a lo que le rodeaba.

Dos jinetes se le acercaban por detrás, veloces como el viento, y se disponían a encerrarle en el paréntesis formado por los sables preparados para golpear.

* * *

Mangas Verdes chilló mientras el demonio iba creciendo en el aire, el objeto más alto en muchos kilómetros a la redonda.

Envuelto en nudosos músculos purpúreos, su cabeza era tan larga como la calavera de un caballo, con una parte superior bulbosa y humo que brotaba de un agujero igual que el surtidor de una ballena. Ojos vacíos e inexpresivos relucían con un resplandor verdoso, y una boca abierta formaba un agujero verde. Desnudo y con la forma de un hombre, el demonio sólo llevaba unos gigantescos aros dorados en sus orejas puntiagudas. Los enormes pinchos que brotaban de sus codos brillaban con destellos blanquecinos, destellando con los fuegos infernales que contenían.

Mientras la criatura iba alzándose en el aire, la hechicera Karli dejó escapar un estridente chillido en aquella extraña lengua gorgoteante suya. El efrit separó las manos, y sus dedos empezaron a crecer y se fueron alargando rápidamente. El demonio introdujo los dedos repentinamente alargados en la muralla de madera entretejida alrededor de Mangas Verdes, metiéndolos con tanta facilidad como si ésta no existiera, y tiró. Los árboles que habían unido sus troncos se rompieron, convirtiéndose en astillas y trozos de corteza. La criatura arrojó los pedazos de madera a un lado como si fuesen ramitas para encender el fuego y sumergió sus dedos púrpura a gran profundidad en la tierra alrededor de Mangas Verdes, arrancando una cantidad de suelo lo bastante grande para llenar una carreta.

Mangas Verdes, Lirio y el contenido de la tienda quedaron suspendidos en precario equilibrio sobre la masa de tierra.

Subiendo hacia el cielo, dando tumbos sobre el tembloroso montículo de tierra —que continuaba unido solamente gracias a la maltrecha alfombra de la tienda—, Mangas Verdes dejó escapar un sollozo de pura frustración. El luchar no le servía de nada, pero aun así no le quedaba otra elección. Volvió a buscar algo que la ayudara, algo que pudiera causar los menores daños posibles.

Su primera y más natural reacción fue conjurar algo familiar. El tejón que tenía a los pies, compañero constante a pesar de que no tuviera nombre, le recordó otra criatura. Mangas Verdes concentró su mente en la bestia y se la imaginó volando a través de kilómetros invisibles...

... viniendo velozmente hacia ella entre un centelleante arco iris de colores de la tierra: marrón para el suelo, verde para las plantas, aclarándose hacia el azul para el cielo y las nubes y, finalmente, amarillo para la luz del sol, que daba la vida, acudiendo a ella, posándose...

... encima de los pies del efrit.

Era otro tejón, pero en este caso se trataba de un ejemplar gigantesco, con un cuerpo tan grande como el de un caballo que pesaba media tonelada o más. Por sí solo su peso ya bastó para que el efrit se quedara inmóvil durante un momento, e hizo que descendiera medio metro en el aire.

Sorprendido y aturdido al haberse materializado en el vacío, el tejón gigante se aferró desesperadamente a la superficie sólida que había debajo de él.

Las garras del tejón se hundieron quince centímetros en el pecho púrpura del efrit. El animal se removió frenéticamente, gruñendo y buscando algún agarradero, y sus contorsiones dejaron surcos de carne viva sobre la piel purpúrea, que se hendió para derramar sangre verde. Las cicatrices se curaron en un instante, pero el efrit se retorció en una convulsión de sorpresa y dolor.

Con las dos manos alargadas llenas de tierra, las dos jóvenes hechiceras y sus pertenencias, el demonio sólo podía atacar con sus verdes fauces desprovistas de dientes, y eso hizo. La inmensa boca cavernosa se cerró sobre la cabeza del tejón.

Mangas Verdes se encogió sobre sí misma al oír el horrible crujido que acompañó al aplastamiento del cráneo del tejón. Cuatro patas se tensaron en un espasmo y perdieron su presa. El efrit escupió huesos, pelos y sangre. Mangas Verdes, llena de dolor, apenas pudo contener un grito ante la pérdida de su pobre tejón gigante.

El efrit siguió llevándola más y más arriba, subiéndola hasta una altura tan grande que su hermano acabó pareciendo un ratón. El rostro que el leñador mantenía vuelto hacia el cielo casi quedaba oculto por los jinetes vestidos de azul que se agitaban a su alrededor. En la lejanía, con los troncos de las coníferas rodeándole las rodillas, se alzaba el gigante Liko, buscando a unos enemigos que probablemente estaban debajo de sus colosales pies. El gigante por fin percibió la apurada situación de Mangas Verdes y corrió hacia ella..., demasiado tarde.

El montículo de tierra se removió debajo de ella y Mangas Verdes se puso en cuclillas para no perder el equilibrio, agarrándose a Lirio con una mano y a su pequeño tejón con la otra.

Karli subió por el cielo hasta quedar flotando junto a ella, sostenida por sus zapatillas voladoras de color rosa. Con su blanca cabellera ondulando al viento, la hechicera cruzó sus morenos brazos dentro de su capa de plumas amarillas mientras una burlona sonrisa de satisfacción curvaba sus labios.

Mangas Verdes deseó poder borrar aquella sonrisa de un bofetón, y se asombró ante la intensidad del odio que se había adueñado repentinamente de ella.

Muy bien. Si tenía que luchar, lo haría.

Atacaría a esa mujer con algo que la enloqueciera.

* * *

Perseguido por dos jinetes, Gaviota levantó su hacha hasta que le rozó la cabeza y echó a correr hacia la conífera más cercana, como un conejo que buscara refugio en un matorral. Los dos jinetes galopaban detrás de él, tan cerca que Gaviota imaginó poder sentir el aliento caliente de los caballos en su cuello y esperó sentir de un momento a otro el impacto de una espada curvada como una hoz que le abriría el cráneo hasta la mandíbula.

Y entonces un destello de negrura se interpuso en el camino del caballo más próximo.

Era aquella extraña mujer vestida de cuero.

Norreen, veloz como un hurón y ágil como una pantera, se lanzó sobre el caballo más cercano. Repartiendo su atención entre su blanco y el resbaladizo suelo cubierto de tocones, la benalita alargó el brazo que empuñaba su espada..., y la corta hoja de acero hirió el sensible hocico del caballo.

Asustado y sorprendido, el caballo piafó y se desvió tan bruscamente —alejándose de Gaviota— que el jinete casi cayó de la silla. Norreen aprovechó la pausa para agacharse y pinchar nuevamente a la montura en las patas, obligándola a alejarse todavía más de Gaviota.

Después Norreen le golpeó en un hombro para hacerle caer mientras gritaba «¡Al suelo!». El leñador se derrumbó estrepitosamente sobre el suelo empapado y los tocones de las coníferas.

Norreen saltó por encima de él sin mirarle. Moviéndose de lado para ofrecer un blanco más reducido, ejecutó un impecable ataque por encima de la cabeza que no dejó al descubierto ninguna parte de su brazo al otro jinete, que ya llegaba al galope.

El brusco movimiento de su objetivo hizo que el golpe que pretendía lanzar quedara desviado, y el jinete intentó convertir su tajo en un mandoble asestado del revés. Nunca llegó a completarlo.

La espada de Norreen le cortó limpiamente el brazo a la altura del codo. La hoja benalita estaba tan afilada que el jinete lanzado a la carga sólo sintió un frío beso a lo largo de su articulación. Cuando alzó el brazo que sostenía la cimitarra para averiguar dónde había sido herido, se encontró con un muñón ensangrentado. Su montura sólo tuvo tiempo de dar tres pasos más antes de que el jinete cayera de la silla.

Norreen recuperó el equilibrio con un veloz retroceso y levantó a Gaviota de un tirón, sorprendiéndole.

—¡Busco a Gaviota el leñador, general de este ejército! —exclamó mientras seguía sujetándole la mano para que le prestara atención.

—¡Bah! —resopló Gaviota—. ¡Es un idiota, y el culpable de toda esta catástrofe!

Su ejército ya había desaparecido hacía un buen rato. Los restos de la formación de Tomás se habían desintegrado, dejando un montón de cadáveres esparcidos alrededor de su agonizante jefe. «¿De qué puede servir la muerte de todas estas personas?», se preguntó Gaviota.

Norreen habría podido aullar de pura frustración.

—Entonces, ¿dónde...?

Gaviota se soltó con un retorcimiento del brazo y agarró su enorme hacha.

—¡No hay tiempo! Debemos...

Buscó a su hermana con la mirada y un instante después la vio, a seis metros del suelo y subiendo velozmente sobre un montículo de tierra que se desmoronaba por momentos y estaba siendo levantado por un demonio púrpura.

Norreen contempló su hacha, la gran herramienta de doble filo que podía esperarse utilizara un leñador. ¿Era aquel el hombre al que buscaba?

Un retumbar ahogado que resonó debajo de sus pies despertó sus instintos de guerrera. Volvió a agarrar el brazo del hombre y buscó la fuente del peligro.

Cuatro jinetes acababan de cambiar el curso de su galopada y venían hacia ellos.

* * *

Siseando como una gata enfurecida, Mangas Verdes canalizó su furia hacia la mujer que la mantenía cautiva en el aire y que flotaba a unos cinco metros de ella, suspendida sobre sus zapatillas de punta curvada.

En una ocasión Mangas Verdes había cruzado un pantano, vadeando las aguas cenagosas que le llegaban hasta los muslos en una misión de rescate. Para gran horror suyo, ella y su hermano habían acabado cubiertos de...

La hechicera Karli quedó repentinamente puntuada por decenas de gordas sanguijuelas que se retorcían en veloces ondulaciones verdes y marrones.

Las sanguijuelas se esparcieron sobre la piel de la mujer morena, grasientas babosas que parecían grandes masas de mocos largas como dedos, aferrándose a su oscura piel con ásperas bocas taladradoras que anhelaban la roja sangre.

Suspendida en el aire al lado del efrit, al principio Karli no entendió lo que estaba ocurriendo y se tocó distraídamente la mejilla allí donde había sentido un contacto húmedo. Después dio un respingo y empezó a tirar de aquella viscosa criatura, pero no consiguió arrancarla. Sus tirones se volvieron más frenéticos y Karli acabó logrando desprender a la sanguijuela de su piel. La sangre brotó de la herida.

Karli dejó escapar un chillido tan estridente como el de un cerdo en el matadero. Aterrorizada y gimoteante, empezó a inclinarse en el cielo.

El efrit púrpura, igualmente confuso, tembló y empezó a descender hacia el suelo. Mangas Verdes se aferró a su amiga y su mascota, y rezó para que la hechicera no desconjurase al efrit y las dejara precipitarse por todos los metros que las separaban del suelo. Si al menos...

Pero la ira de Karli no conocía límites. La hechicera manoteó desesperadamente buscando un medallón de su cintura, uno que estaba marcado con una espiral, y lanzó un áspero grito que se abrió paso a través de su aullido de repugnancia.

Cayendo del cielo como un relámpago, el tornado entró en el campamento.

* * *

Gaviota plantó firmemente los pies en el suelo, alzó el largo mango de su hacha detrás de su cabeza y se enfrentó a los cuatro jinetes que se aproximaban. Si no le quedaba más remedio, su hacha probablemente podría abrirse paso a través del cuello de un caballo y matar a su jinete. Eso le libraría de un enemigo.

La guerrera vestida de cuero tendría que arreglárselas por su cuenta. Había demostrado ser muy competente en la batalla..., más que él, de hecho.

Pero ¿qué era...?

Un rugido como el de un millar de locos aullantes llenó la mente de Gaviota, un ruido tan tremendo que parecía venir de su interior y no de fuera. El suelo tembló mientras la tierra, las partículas de madera, las ramitas y las cenizas salían despedidas hacia el cielo en una repentina explosión. Dedos invisibles tiraron de la gorra de lana, la capa, las cintas del chaleco de cuero y los cabellos del leñador. El rugido se fue intensificando hasta que llegó un momento en el que Gaviota pensó que su cráneo iba a estallar y que sus entrañas se convertirían en gelatina.

El cielo se oscureció. Una forma convulsa que parecía una montaña invertida se alzó sobre él, una masa oscura que giraba y se arremolinaba con todo el poder y la caprichosa voluntad de un dios.

El tornado atacó.

El leñador no podía saber que los tornados no viajan por el suelo, sino que giran en el aire a decenas o centenares de metros de altura hasta que son repentinamente atraídos hacia el suelo igual que el rayo, descendiendo sobre él con vientos de ochocientos kilómetros por hora para volver a salir despedidos de la tierra un instante después, flotando y rozando el suelo, como una piedra lanzada a través del agua, hasta que el tirón de la tierra los va frenando poco a poco y acaba por disolverlos.

Y así fue como la tormenta en forma de embudo invocada por Karli reapareció en el aire a treinta metros por encima del campamento...

... y empezó a perseguir a sus víctimas, jugando con ellas igual que un cachorrito.

Las personas fueron arrojadas de un lado a otro, quedando esparcidas por todo el campamento como si fuesen hormigas. Gaviota fue alzado en vilo y arrojado contra el caballo que galopaba hacia él.

El leñador dejó escapar un gemido ahogado cuando chocó con el jinete, un hombre que olía a canela, humo de tabaco y té endulzado con miel. Como por arte de magia, Gaviota chocó con el pecho del hombre y se hundió sobre la silla de montar del caballo marrón. Gaviota tuvo tiempo de ver que las riendas estaban adornadas con joyas e incrustaciones de auténtico pan de oro.

Y un instante después los dos hombres y el caballo salieron despedidos por los aires, girando y dando tumbos.

El jinete se incrustó en las gruesas ramas de las coníferas con una potencia tan irresistible como la de una flecha que se hunde en un blanco de paja, y Gaviota fue con él. Sintió cómo una bota le era arrancada del pie. Aferró desesperadamente su hacha, aunque podía sentir cómo las ramitas le arañaban la piel. El olor de la resina envolvió todo su cuerpo. «Pasaré el resto de mi vida oliendo a bosque», pensó confusamente.

Aplastado debajo de Gaviota, el jinete jadeó y se estremeció. Gaviota olió sangre recién derramada y sintió el pinchazo de una punta afilada y dura que se clavaba en su esternón. El jinete había quedado empalado en el tronco partido de un árbol.

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