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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Canticos de la lejana Tierra (2 page)

BOOK: Canticos de la lejana Tierra
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Como si fueran una sola persona, se volvieron hacia el este, desde donde la rápida noche ecuatorial avanzaba a través del mar.

En el cielo habían aparecido algunas de las estrellas más brillantes, y justo sobre las palmeras se alzaba la inconfundible constelación del Triángulo. Sus tres estrellas eran casi de igual magnitud, pero una intrusa aún más brillante había brillado una vez, durante unas semanas, cerca del extremo sur de la constelación.

Su encogida cáscara era todavía visible con un telescopio común. Pero ningún instrumento podía mostrar las cenizas en órbita en las que se había convertido lo que antes fuera el planeta Tierra.

2
El pequeño neutral

Más de mil años después, un gran historiador llamó al período comprendido entre el año 1901 y el 2000 «El Siglo en que ocurrió todo». También añadió que los que vivieron en esa época habrían estado de acuerdo con él, pero por razones totalmente diferentes.

Le hubieran indicado, a menudo con justificado orgullo, las hazañas científicas de su era, la conquista del aire, la liberación de la energía atómica, el descubrimiento de los principios básicos de la vida, la revolución de la electrónica y las comunicaciones, los principios de la inteligencia artificial y, la más espectacular de todas, la exploración del sistema solar y el primer aterrizaje en la luna. Pero como señaló el historiador mirando con la visión que da la perspectiva, ni uno entre mil había siquiera oído hablar de un descubrimiento que sobrepasó a todos estos logros amenazando con reducirlos a la irrelevancia.

Parecía tan inofensivo y tan ajeno a los asuntos humanos como la placa fotográfica velada en el laboratorio de Becquerl que condujo, en sólo cincuenta años, a la bomba de Hiroshima. En realidad, era un producto secundario de aquel mismo experimento y empezó con la misma inocencia.

La Naturaleza es una inflexible contable y siempre hace el balance de sus libros. Los físicos se quedaron muy asombrados cuando descubrieron que había ciertas reacciones nucleares, en las que después de haber unido todos los fragmentos parecía que faltaba algo en un lado de la ecuación.

Como un administrador que rápidamente repone el dinero de gastos menores para así adelantarse a los auditores, los físicos se vieron obligados a inventar una nueva partícula. Y, además, para justificar la discrepancia, tenía que ser una partícula muy especial, sin masa ni peso, y tan fantásticamente penetrante que pudiera pasar, sin ningún inconveniente perceptible, a través de una pared de un grosor de miles de millones de kilómetros.

A este fantasma se le dio en nombre de «neutrino», contracción de neutrón y bambino. Parecía que no había esperanzas de detectar algo tan escurridizo como esta entidad, pero en 1956, en una de esas hazañas heroicas de la instrumentación, los físicos pudieron aislar unos pocos especímenes. Fue también el triunfo de los teóricos, que vieron corroboradas sus improbables ecuaciones.

El mundo no se enteró, ni le importaba, pero había empezado la cuenta atrás de su destrucción.

3
Reunión del Consejo

La red local de Tarna nunca llegó a funcionar a más de un noventa por ciento de su potencia, aunque también es verdad que su rendimiento no bajaba del ochenta y cinco por ciento.

Al igual que la mayor parte del equipo de Thalassa, fue diseñada por grandes genios, fallecidos hacía ya mucho tiempo, para que los accidentes catastróficos fueran casi imposibles. Aunque fallaban muchos componentes, el sistema seguía funcionando bastante bien, hasta que alguien se exasperaba e intentaba arreglarlo.

Los ingenieros denominaban a esto «sutil degradación», una frase que, según habían declarado algunos cínicos, describía de forma bastante exacta el tipo de vida thalassano.

Según el ordenador central, la red estaba al noventa por ciento normal de su capacidad, aunque en aquellos momentos la alcaldesa Waldron se hubiera contentado con menos. La mayoría de los habitantes del pueblo la habían llamado en la última media hora, y por lo menos cincuenta adultos y niños se encontraban apiñados en la sala del Ayuntamiento, número muy superior al que podía contener. Doce personas componían el quórum de una asamblea ordinaria, pero a veces hacía falta medidas draconianas para conseguir reunir este número de personas en un mismo lugar. El resto de los quinientos sesenta habitantes de Tarna preferían mirar y votar, si se sentían lo bastante interesados por el asunto, desde la comodidad de sus hogares.

También recibió dos llamadas del Gobernador Civil, una desde el despacho del presidente, y otra desde el servicio informativo de la Isla Norte, ambas haciendo la misma innecesaria pregunta. Cada una recibió la misma escueta respuesta: desde luego que si algo sucede les mantendremos al corriente... y gracias por su interés.

A la alcaldesa no le gustaba el alboroto, y su carrera moderadamente próspera como administradora local se había basado en evitarlo. Por supuesto, a veces era imposible; su veto no habría conseguido desviar el huracán del 09, que había sido hasta ahora el acontecimiento más importante del siglo.

—Que se calle todo el mundo —gritó—. Reena, deja esas conchas en paz; costó mucho trabajo arreglarlas. Además, ya es hora de que estés en la cama. ¡Billy, fuera de la mesa! ¡Ahora mismo!

La sorprendente rapidez con que el orden fue restaurado demostraba, una vez más, la ansiedad de los ciudadanos por escuchar lo que la alcaldesa tenía que decirles. Esta desconectó el ruido insistente de su teléfono de muñeca, y envió la llamada a la Central de Mensajes.

—La verdad, no sé mucho más que vosotros, y no parece que vayamos a recibir más información hasta dentro de unas horas. Pero seguro que era algún tipo de nave espacial, y ya había regresado (supongo que debería decir entrado) cuando ha pasado por encima de nosotros. Puesto que no tiene ningún sitio adonde ir en Thalassa, volverá probablemente a las Tres Islas. Tardará mucho tiempo si tiene que dar la vuelta al planeta.

—¿Han intentado comunicarse por radio? —preguntó alguien.

—Sí, pero sin suerte.

—Podríamos intentarlo —dijo una voz ansiosa.

Un breve silencio invadió la Asamblea; el concejal Simmons, el ayudante de la alcaldesa Waldron, soltó un resoplido de disgusto.

—Esto es ridículo. Hagamos lo que hagamos, nos encontrarán en diez minutos. De todas formas, seguro que ya saben exactamente dónde estamos.

—Estoy totalmente de acuerdo con el concejal —dijo la alcaldesa Waldron, aprovechando esta oportunidad tan poco habitual—. Cualquier nave tendrá seguramente mapas de Thalassa. A lo mejor datan de mil años atrás, pero en ellos aparecerá «Primer Aterrizaje».

—Pero suponga, sólo suponga, que son extraterrestres.

La alcaldesa suspiró; creía que esta tesis había sido superada por completo hacía algunos siglos.

—No hay extraterrestres —dijo con firmeza—. Al menos ninguno lo suficientemente inteligente para hacer viajes estelares. Por supuesto, no podemos estar del todo seguros, pero la Tierra los estuvo buscando durante miles de años, y empleó para ello todos los medios imaginables.

—Hay otra posibilidad —dijo Mirissa, que estaba de pie junto a Brant y Kumar en el fondo de la sala. Todas las cabezas se volvieron hacia ella. Brant parecía un tanto molesto.

A pesar de su amor por Mirissa, había veces en que deseaba que no estuviera tan bien informada y que su familia no hubiera estado a cargo de los Archivos durante las últimas cinco generaciones.

—¿Qué quieres decir, querida?

Esta vez fue Mirissa quien se sintió molesta, aunque disimuló su irritación. No le gustaba sentir sobre sí la condescendencia de alguien que no era realmente muy inteligente, aunque había que reconocer que era lista, quizás astuta era la palabra exacta. No le molestaba el hecho de que la alcaldesa Waldron estuviera siempre mirando de reojo a Brant; sólo le divertía. Incluso sentía cierta simpatía por aquella vieja.

—Podría ser otra nave sembradora, como la que trajo los tipos de genes de nuestros antepasados a Thalassa.

—Pero, ¿ahora, tan tarde?

—¿Por qué no? Los primeros aparatos sólo podían alcanzar un porcentaje de la velocidad de la luz. La Tierra fue mejorándolas, hasta que se destruyó. Como los últimos modelos eran casi diez veces más rápidos, sobrepasaron a los primeros en casi más de cien años; algunos todavía deben de estar en camino. ¿No estás de acuerdo conmigo, Brant?

Mirissa procuraba siempre introducirlo en las conversaciones y si era posible le hacía creer que él las había originado. Era muy consciente de sus sentimientos de inferioridad y no deseaba aumentarlos.

A veces era bastante desolador ser la persona más brillante de Tarna; aunque conectaba con media docena de sus iguales mentales en Las Tres Islas, raramente se encontraba con ellos cara a cara, encuentros estos que aun después de todos estos milenios, ninguna tecnología de las comunicaciones había logrado superar.

—Es una idea interesante —dijo Brant—. Podrías tener razón.

Aunque la historia no era su punto fuerte, Brant Falconer poseía los conocimientos de un técnico acerca de la serie de complejos acontecimientos que habían conducido a la colonización de Thalassa.

—¿Y qué vamos a hacer —preguntó—, si es otra nave sembradora que intenta colonizarnos de nuevo? ¿Contestarles: Muchas gracias, pero hoy no?

Se oyeron algunas risitas nerviosas; el concejal Simmons observó entonces con aire pensativo:

—Estoy seguro de que podríamos hacer frente a una nave sembradora si nos viéramos obligados a ello. Y quizá los robots fueran lo bastante inteligentes para cancelar su programa al ver que el trabajo ya estaba realizado.

—A lo mejor. Pero tal vez pensaran que podían mejorarlo. De todas formas, ya sea una reliquia de la Tierra, ya sea un modelo ulterior de una de las colonias, por fuerza tiene que ser algún tipo de robot.

No había necesidad de dar explicaciones, todo el mundo conocía las dificultades y los gastos que suponía un vuelo interestelar tripulado. Aunque era técnicamente posible, no tenía sentido alguno. Los robots podían realizar el trabajo con un coste muchísimo más reducido.

—Robot o reliquia, ¿qué vamos a hacer? —preguntó uno de los ciudadanos.

—Puede que no nos plantee ningún problema —dijo la alcaldesa—. Todo el mundo supone que se dirigirá a Primer Aterrizaje, pero, ¿por qué allí? Después de todo, es más probable que vaya a la Isla Norte.

La alcaldesa se equivocaba a menudo, pero nunca lo había hecho tan deprisa. Esta vez el sonido que iba en aumento en el cielo de Tarna no era un trueno lejano proveniente de la ionosfera, sino el agudo silbido de un rápido jet que volaba bajo. Todos los presentes abandonaron precipitadamente la sala; sólo unos pocos tuvieron tiempo de ver la nariz afilada de ala delta eclipsar las estrellas y dirigirse hacia el lugar considerado como el último vínculo con la Tierra.

La alcaldesa Waldron hizo una breve pausa para informar a la Central, y luego se unió a los que se apiñaban en el exterior.

—Brant, tú puedes llegar allí primero. Coge la cometa.

El ingeniero en jefe de Tarna parpadeó; era la primera vez que recibía una orden tan directa de la alcaldesa. Luego pareció un tanto avergonzado.

—Un coco le atravesó el ala hace un par de días. No he tenido tiempo de repararla por el problema de las trampas de los peces. De todas formas, no está equipada para vuelos nocturnos.

La alcaldesa le lanzó una larga y fría mirada.

—Espero que mi coche funcione —dijo sarcásticamente.

—Desde luego —respondió Brant con voz herida—. Tiene combustible y está listo ya.

Era muy poco habitual ver circular el coche de la alcaldesa; se podía recorrer Tarna en veinte minutos, y todo el transporte local de alimentos y material se realizaba mediante pequeños vehículos todoterreno. En setenta años de servicio oficial, el vehículo había registrado menos de mil cien kilómetros y, salvo accidentes, seguiría funcionando durante un siglo por lo menos.

Los thalassanos habían experimentado alegremente con todos los vicios, pero el consumismo y la desidia no se encontraban entre ellos. Cuando se inició el viaje más histórico jamás realizado, nadie hubiera podido adivinar que el vehículo era mucho más viejo que cualquiera de sus pasajeros.

4
Señal de alarma

Nadie oyó el primer tañido de la campana fúnebre de la Tierra, ni siquiera los científicos que realizaron el fatídico descubrimiento, en las profundidades de la tierra, en una mina de oro abandonada en Colorado.

Era un experimento atrevido, inimaginable antes de mediados del siglo XX. Cuando el neutrino fue detectado, se vio enseguida que a la Humanidad se le había abierto una nueva ventana al universo. Era algo tan penetrante que atravesaba un planeta con la misma facilidad con que podía usarse la luz a través de una lámina de vidrio para observar los núcleos de los soles.

Especialmente el sol. Los astrónomos estaban convencidos de que entendían las reacciones que accionaban el horno solar, del cual dependía enteramente la vida de la Tierra. En el núcleo del sol, a unas presiones y temperaturas enormes, el hidrógeno se fusionaba en helio produciendo una serie de reacciones que liberaban grandes cantidades de energía. Y, como subproducto accidental, se producían neutrinos.

Al no encontrar los trillones de toneladas de materia más obstáculo en su camino que una espiral de humo, esos neutrinos solares emergieron de su lugar de nacimiento a la velocidad de la luz. En solamente dos segundos alcanzaron el espacio y se expandieron a través del universo. A pesar de los muchos planetas y estrellas que se encontraban a su paso, la mayoría de ellos conseguirían no ser capturados por el fantasma insustancial de la materia «sólida» cuando la misma tierra llegó a su fin.

Ocho minutos después de que hubieran abandonado el sol, una pequeña fracción de torrente solar barrió la Tierra, y una fracción aún menor fue interceptada por los científicos del Colorado. Habían enterrado su material a un kilómetro bajo tierra de forma que las radiaciones menos penetrantes serían filtradas hacia fuera y podrían captar los raros y auténticos mensajeros del núcleo solar. Contando los neutrinos capturados, esperaban estudiar con detalle sus propiedades y llegar a un punto tal que, como podría comprobar cualquier filósofo, estaba hasta entonces excluido del conocimiento humano o de la observación.

El experimento funcionó, los neutrinos solares fueron detectados. Pero había demasiados pocos. Debería haber habido una cantidad tres o cuatro veces mayor que la que había conseguido capturar la instrumentación masiva. Realmente algo iba mal, y durante los años setenta, el caso de los neutrinos perdidos alcanzó una gran resonancia a nivel científico. El equipo fue revisado una y otra vez, las teorías reexaminadas, y el experimento fue llevado a cabo cientos de veces, siempre con el mismo frustrante resultado.

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