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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

CARLOTA FAINBERG (10 page)

BOOK: CARLOTA FAINBERG
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—Pues le cumplí —se echó hacia atrás en el respaldo del asiento, cruzó los brazos, apretando el chicle entre los dientes, pero enseguida volvió a incorporarse —. O casi... —nuevo silencio —. Me vine abajo al final, tú ya me entiendes, pero no fue del todo culpa mía, porque a pesar del estrés, y de lo dolorido que estaba, yo iba respondiendo con toda dignidad a las caricias ardientes de Mariluz, que estaba, te lo aseguro, desconocida, con unas ganas de agradar, como dicen los taurinos, muy superiores a las de nuestras noches en casa. Se había puesto encima de mí, cosa que en ella no es nada habitual, y nos estábamos acercando, por así decirlo, al desenlace. ¿Y sabes lo que pasó?

Entendí que debía negar con la cabeza: él me miró unos instantes sin decir nada para prolongar el suspense.

—Desde donde yo estaba, volviendo a un lado la cabeza, podía ver la puerta de la habitación. Y vi que se abría poco a poco, mientras Mariluz, encima de mí, subía y bajaba temblando toda y respirando muy fuerte, con los ojos cerrados, y en la puerta apareció Carlota, con un cigarrillo en la mano, me acuerdo muy bien, y se nos quedó mirando a los dos, primero a Mariluz, que le daba la espalda, y luego a mí, a los ojos, yo no sé si con cara de curiosidad, o de pena, o de burla, como comparando el cuerpo de mi mujer con el suyo, aunque tampoco podíamos vernos muy bien, porque en la habitación había muy poca claridad. Y claro, pasó lo que pasó. Mariluz al principio insistía y se esforzaba como si aquello pudiera arreglarse, pero luego se quedó quieta, todavía encima de mí, se limpió el sudor de la cara y me preguntó si me pasaba algo, y luego me dijo que no tenía importancia, que no me preocupara, lo normal que se dice en estos casos, aunque eso a mí, tengo que decírtelo, no me ha ocurrido casi nunca. Vamos, sin casi, no me ha ocurrido nunca, salvo aquella vez...

—¿Y Carlota? —me atreví a interrumpirle: Abengoa hablaba otra vez como si se hubiera olvidado de ella, de su presencia en el relato.

—Movió un poco la mano, como diciéndome adiós, y un segundo después volví a mirar hacia la puerta y ya no estaba. Debió de tomar el ascensor, porque lo oí arrancar muy fuerte en ese momento, tan fuerte que tembló hasta la cama. Ya no la vi nunca más.

—¿Se marchó del hotel?

—Nos marchamos nosotros —Abengoa miró su reloj y se frotó las manos, con el gesto de quien ha cumplido una tarea, luego alzó los ojos hacia el monitor donde ya se anunciaba, desde unos minutos antes, la salida del vuelo hacia Miami. El blizzard amainaba, tampoco faltaría mucho para que señalaran la partida de mi avión: qué raro, ahora, pensar que de verdad estaba a punto de ir a Buenos Aires —. Esa misma tarde tuvimos que cambiarnos a un hotel mucho mejor y más moderno, te lo recomiendo, el Libertador, en Córdoba y Maipú. Gajes del oficio. Al rato de irse Carlota llamaron con muchos golpes a la puerta y era el recepcionista jefe, el tipo del pelo blanco y las gafas al que yo le había puesto aquella gran cornamenta. Fuera de sí, al tío, hecho una fiera, le temblaba la barbilla. Pero lo que había descubierto, menos mal, no era mi aventura con su mujer, sino que yo trabajaba para Worldwide Resorts. Me dijo a gritos, sin el menor respeto a Mariluz, que yo era un infiltrado, un espía, y que como a todos los espías, iban a expulsarme sin honor, y que nos fuéramos inmediatamente de allí, que el hotel no estaba en venta, que si nos creíamos los gallegos de mierda que podíamos comprar el país. Yo me conozco, Claudio: si Mariluz no me sujeta le parto la cara. Y además, esa tarde, en el otro hotel, ella encontró mi ropa sucia con manchas de carmín y con olor a madreselva y a tabaco, y se coló en la ducha como un policía cuando yo estaba desprevenido y me pilló los mordiscos, pero mejor no te sigo contando, me costó semanas, meses, conseguir que me perdonara, y todavía no sé si ha vuelto a confiar en mí.

No oculto que me decepcionó el final tan apresurado de la historia, o más bien su falta algo desaliñada de final. ¿Carecía Abengoa de lo que Frank Kermode ha llamado «the sense of an ending», o se inclinaba, sin saberlo, por esa predilección hacia los finales abiertos que se inculca ahora en los writing workshops de las universidades? Media hora más tarde fue anunciado por los altavoces el boarding para el vuelo a Miami. Como a mí aún me sobraba mucho tiempo, acompañé a Abengoa hasta la gate que le correspondía, y me sorprendió descubrir que notaba cierta congoja al despedirme de él. Viviendo en América hay veces en las que uno se siente, por sorpresa, horriblemente solo. En el último momento, estrechándome largamente la mano, Abengoa me dijo:

—Claudio, ahora mismo te cambiaría ese billete tuyo a Buenos Aires.

IX

Nada se aleja más rápido en el recuerdo que los primeros episodios de un viaje. Llegué a Buenos Aires y el tiempo eterno de mi espera en el aeropuerto de Pittsburgh se disolvió en nada, y los rigores del blizzard y del invierno en Pensilvania se me olvidaron como el sueño de una mala noche cuando me vi caminando por aquellos lugares cuyos nombres bastaban para volvérmelos memorables, porque si no los había visto nunca hasta entonces me eran familiares y queridos a través de los relatos y de la biografía de Borges: vi la plaza Constitución, y enseguida me acordé de la muerte de Beatriz Viterbo con la misma pesadumbre que si esa mujer hubiera existido, como si se me hubiera muerto a mí y no a otro hombre, el Borges homodiegético de ese relato incomparable,
El Aleph
. Al encontrar la calle México me estremeció pensar que ese anciano ciego iría muchas veces por ella camino de la Biblioteca Nacional, donde vivía rodeado de libros que ya no le era posible leer. Por esa ciudad había deambulado Borges envuelto en sombras amarillas: no me parecía posible que llevara muerto ya ocho años, que yo no pudiera encontrármelo al doblar una esquina, rozando las paredes con una mano temblorosa, despeinado y muy viejo, con aquellos ojos tan raros y fijos que tenía, imaginando relatos o versos o acordándose de las mujeres que nunca llegaban a quererlo.

Me doy cuenta de que no estoy acostumbrado a que me reciba nadie al final de un viaje. Pero en Buenos Aires, en el aeropuerto de Ezeiza, me estaba esperando cuando llegué mi viejo amigo Mario Said, que tiene una ascendencia tucumana y siria, y que después de largos años en la vida académica norteamericana —incluyendo unos semesters no muy afortunados en Humbert College, donde hicimos una amistad inusualmente cálida para aquellos climas a veces tan ingratos —, volvió a la Argentina, y ahora enseña, no sin cierta melancolía, en la universidad de su provincia, quejándose aún de las intrigas de los Spanish departments, dolido todavía porque le negaron lo que yo ahora estaba a punto de conseguir, el full professorship, el tenure, la plaza fija, como yo le había traducido a Marcelo Abengoa cuando me preguntó, con embarazosa insistencia, por mi situación profesional. Conduciendo desde el aeropuerto hacia la ciudad, Mario reanudó enseguida sus quejas antiguas sobre la remota universidad americana donde había sido rechazado hacía ya varios años, como si el tiempo no le aliviara las heridas.

—Mira, hermano, por fin me libré de aquella vaina gringa —Mario Said tiene los ojos grandes y muy negros, muy brillantes, un poco húmedos, con la misma negrura del pelo rizado, y la boca carnosa de árabe se le tuerce hacia abajo en un gesto como de pena meditabunda, como de añoranza sin consuelo de algo —. Ahora no gano un mango, pero no tengo que bajarme los pantalones delante de ningún cabrón de chairman, como aquel que tuve hace mil años en Lexington, Kentucky, Morini, se llamaba, una serpiente auténtica, hermano, no más dándome jabón, prometiéndome el tenure, y de pronto un día me pareció como que dejaba de verme, y dejaron de verme todos los del departamento, y cuando se juntaron para evaluarme me tiraron sin compasión al tacho de la basura...

—¿Morini? —sentí una opresión en el pecho, no me atreví a apartar los ojos de la carretera —. ¿Amadeo Morini, uno muy alto, con mucho pelo, con bigote, con un moreno de lámpara?

—Y, el mismo. ¿Lo conoces?

—Ahora es mi chairman.

—La pucha, hermano, la jodiste —el gesto de la boca de mi amigo Mario Said se convirtió en un rictus trágico: yo apenas me fijaba ya en el paisaje liso y suavemente verde, en los primeros edificios de las afueras de Buenos Aires, no muy distintos, por lo demás, de los de Pittsburgh, con la diferencia de que en Pittsburgh prácticamente sólo hay afueras —. En cuanto le das la espalda te clava un puñal. Si querés un consejo, no le digas que sos amigo mío, no se lo digas nunca.

—Ya se lo he dicho.

—¿Y le has dicho también que ibas a verme en Buenos Aires?

—Como que me pidió que te diera recuerdos, y te traigo una separata suya dedicada...

Atento al tráfico, Mario Said movía la cabeza rizada y aguileña con una pesadumbre bíblica, muy inclinado encima del volante, como un conductor novato. Para no perder del todo el sosiego y los nervios procuré cambiar de conversación, y le pregunté cómo le iba de vuelta en su país, cómo estaba su hija, a la que yo recordaba como una niña seria y callada, de pelo y tez tan morenos como los de su padre, con quien vivía, los dos solos en un apartamento pequeño de Humbert Heights, después de un divorcio muy difícil. Me había parecido una niña triste, irritada por dentro, aislada entre adultos.

—Ya tiene trece años, la Mandy, ya no consiente que la llame Morochita —ahora a Mario Said se le puso en la cara una gran sonrisa, enseguida velada por el brillo de los ojos bajo los carnosos párpados entornados —. Te la encontrás por la calle y no la conoces, hermano, algunos me ven con ella del brazo y me toman por un lolitero. ¿Sabes lo malo? Que quiere que nos vayamos de vuelta a los Estados Unidos. Allá en Tucumán no hace otra cosa que sentarse delante de la televisión a ver CNN y Cartoon Network y las películas de TNT. Hay que joderse en esta vida, la pucha. Cuando yo era pequeño, en Tucumán, los niños de la calle me llamaban el Turco. Me fui huyendo a España cuando vino el Proceso y allá me llamaban algunos sudaca, o moro, si no me escuchaban hablar. Emigré a los Estados Unidos, nació mi hija y la llamaron la India. ¿Y sabes cómo la llaman ahora las niñas en la escuela? La gringa, la gringuita. Vos por lo menos sos de un solo sitio...

Hacía un otoño suave, con largas tardes doradas en las que más de una vez, y contra mi costumbre, eludí mis obligaciones académicas para pasearme sin descanso, sin hacer nada, sólo disfrutando de la sensación perdida de ir por ahí llevado por la curiosidad y la indolencia, de mirar escaparates, parques, edificios, librerías, mujeres. Mario me llevó a cenar a un sitio italiano, inmenso y populoso, que se llamaba Los teatros de Buenos Aires, en el que uno sentía, como una corriente eléctrica, esa agitada vitalidad que le aturde al llegar a Nueva York, sobre todo si se llega desde el letargo silencioso de Humbert, Pensilvania. Nos emborrachamos sin darnos mucha cuenta, exaltados por la alegría tan inusual de estar juntos y sabernos amigos, charlando y caminando hasta muy tarde por calles luminosas y llenas de gente, de cafés, de carteles luminosos de teatros. No saber orientarme en aquella inmensidad era casi una liberación: me guiaba mi amigo, me iba mostrando lugares que se me olvidaban enseguida, me acompañó en un taxi hasta mi hotel y al llegar allí aún nos quedaban ganas de seguir hablando y bebiendo, y tomamos un par de gin tonics en el bar, todo ya un poco borroso, el bar del hotel y Buenos Aires y la cara de Mario Said, el recuerdo de Humbert College y las confusas perspectivas de mi carrera académica.

Mario Said se marchó a Tucumán a la mañana siguiente de mi llegada. Nos despedimos con una gran resaca y con una nostalgia anticipada por las conversaciones, las caminatas y las copas que habíamos compartido, y que nos prometimos reanudar al cabo de no demasiado tiempo, tal vez allí mismo, en Buenos Aires, o en Madrid, que a Mario le gustaba tanto, y donde seguía pensando que tal vez debió quedarse: siempre me decía que en los años del exilio Madrid le suavizaba las nostalgias de volver, y que caminando por Lavapiés o La Latina, sobre todo de noche, tenía la sensación de que estaba en San Telmo. Nos despedimos con un abrazo antiguo, largo y apretado, tan lento como todos los gestos de Mario Said, que hablaba, comía y bebía muy despacio, como extasiado y a la vez ausente, que partía el pan con las dos manos anchas y morenas tan ritualmente como lo habrían hecho sus antepasados mercaderes o beduinos. Cuando ya había arrancado el coche lo detuvo un momento y asomó la cabeza como para decirme algo que hubiese olvidado:

—Y vos, ¿no te volvés a España?

Me encogí de hombros y no le dije nada, y le hice adiós con la mano hasta que desapareció en el siguiente cruce.

Había pensado asistir esa mañana a la conference, pero me dio pereza y me puse a caminar sin propósito, diciéndome que ya me incorporaría después del lunch break, a tiempo de escuchar la ponencia de un profesor Shelter, o Seltzer, que según creo trabajaba en Brooklyn College, y que iba a hablar de la influencia de Borges en la más reciente novela española, campo este que no es el mío, pero por el que quizás me conviniera empezar a interesarme.

Paseando ociosamente por Buenos Aires le di la razón al ya borroso Abengoa, a quien había tenido tan cerca durante unas pocas horas de mi vida y a quien seguramente no volvería a ver más: su ojo clínico, como él mismo habría dicho, resultó muy acertado. Me gustaba ver a esas mujeres bellas y enérgicas taconeando por las calles, entrando y saliendo de las tiendas exclusivas de la Recoleta, que, para mi sorpresa, no resultaban menos espectaculares que las de Madison Avenue.

Me sentía raro, exaltado. Hacía cosas que no estoy acostumbrado a hacer. Paseando ese mediodía por la calle Córdoba vi un restauran te que tenía en la puerta una gran vaca disecada, una vaca monumental, saludable, con esa expresión de felicidad budista que tienen las vacas en el campo. Tras el cristal del escaparate se veía una parrilla sobre un fuego de carbones que relucían como las gemas de un tesoro, y encima de ella se tostaban trozos rojos y brillantes de carne, cuartos enteros de animal, como en un banquete homérico. Del interior venía un aroma incomparable de carne a la parrilla y grasa quemada, un humo suculento de gula, de bárbaro colesterol, que despertó en mí deseos sepultados hacía mucho tiempo, desde antes de que adoptara los austeros (y también desabridos, a qué ocultarlo) hábitos alimenticios norteamericanos. Consulté la lista de precios y aunque éstos no eran disparatados estaban muy por encima de la mezquindad de mi cuenta de gastos (en ese aspecto, Morini, el chairman, puede ser tan abusivamente tightfisted como un dómine Cabra).

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