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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

CARLOTA FAINBERG (7 page)

BOOK: CARLOTA FAINBERG
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A lo largo de los cinco años que llevaba sin verla y sin poder olvidarla la imaginaba muchas veces encerrada en el piso quince del hotel Town Hall como en una de esas torres medievales o góticas de las películas de donde los caballeros rescataban a unas damas cautivas. La ciudad, Buenos Aires, desertada y cayéndose en pedazos, azotada en las noches sin luz por tormentas tropicales que arrojaban sus tremendas descargas eléctricas sobre los pararrayos de rascacielos deshabitados, había ido haciéndose más borrosa en su recuerdo y sin embargo se le aparecía con una extraña exactitud en algunos sueños, convertida en un telón de fondo, en el paisaje que había visto desde la ventana del piso decimoquinto el día entero y las dos noches que pasó encerrado en la habitación de Carlota Fainberg, la suite nupcial barroca y decrépita en la que de algún modo él, Abengoa, se había desposado con ella, se le había entregado con una desvergüenza y un abandono de sí mismo quizás superiores, pensaba a veces con algo de remordimiento, a las que ella le mostraba: siempre, en el fondo, desde que la vio por primera vez hasta aquel momento final en que apareció en la puerta de la habitación donde él estaba con Mariluz («Qué apuro, Claudio, el peor momento de mi vida»), Carlota Fainberg le había amedrentado, como las mujeres ya adultas que le gustaban tanto cuando aún era un muchacho, y como las que a mí me amedrentan todavía, dicho sea de paso. En cada uno de los instantes de excitación y de gozo que había conocido con ella había existido el agobio y el miedo de no estar a la altura de sus devoradoras exigencias, de su voluptuosa tiranía. Era, siguió pensando siempre Abengoa, aunque jamás lo habría confesado, demasiada mujer para él, para su romo, aunque sólido formato español, demasiado alta, demasiado grande, demasiado ancha de caderas y muslos, demasiado rubia, demasiado porteña, con sus expresiones políglotas y sus pulseras y collares que no se quitaba nunca y que emitían un ruido metálico como de campanas chinas cuando el gran cuerpo de ella recibía los golpes enconados y rítmicos de su embestida masculina, de su hombría española y adúltera de cuarentón en celo perpetuo.

Le habían gustado tantas mujeres, todas las mujeres, pero ahora, aunque las siguiera mirando y deseando, en realidad ninguna llegaba a gustarle, ni de lejos, tanto como ella, de modo que aquel adulterio había tenido la ventaja para su matrimonio de haberle vuelto mucho más casto, y desde luego más fiel. Ninguna mujer que no fuera Carlota Fainberg o que no se le pareciera mucho llegaba a tentarle de verdad. Ya apenas tenía esperanza de encontrarse con ella alguna vez, pero la seguía buscando en el deseo que le inspiraban cierto tipo de mujeres, y nada más que ellas: rubias, aunque teñidas, de una edad en torno a los cuarenta años, a los cuarenta y tantos, nada de jovencitas, descartaba con un aire de experto, de entendido que rechaza los placeres obvios para otros, nada de gigantas de la alta costura con las piernas largas y flacas y las tetas y los labios hinchados de silicona: mujeres ya hechas, decía, cuajadas, maduras en el sentido que tiene la palabra cuando se aplica a la fruta, blancas de carnes, con esa blancura de las mujeres a las que no les sienta bien el sol, con un punto de carnosidad sin abandono, que dé a las manos y a la boca del amante un gozo de abundancia; mujeres firmes, ya trabajadas por la vida, conscientes de las ventajas que la cosmética y la moda otorgan a la belleza, diestras en las sofisticaciones deliciosas del lápiz de labios, de la lencería, del esmalte de uñas, del calzado, conscientes del valor del tiempo que aún les queda para seguir gozando de la plenitud física de la vida...

Buscar ese modelo de mujer que era una anticipación y un recuerdo de Carlota Fainberg se había convertido en un hábito de su mirada desde el instante mismo en que llegaba a un aeropuerto, se bajaba del taxi guardando meticulosamente el recibo de cara a su cuenta de gastos, avanzaba a paso de carga hacia las puertas de cristales que se abrían ante él dejándole respirar el aire artificial de las terminales, que no se parece en nada al de la vida real, porque es un aire siempre mucho más frío o más caliente, como esterilizado o filtrado, un aire que da enseguida mareo, que une su efecto con el de la iluminación blanca y el brillo de las superficies de plástico para hacerle perder a uno el sentido de la realidad, para deshacerle su anclaje cotidiano en el espacio y en el tiempo. Está luego el zumbido que se percibe aunque no se escucha, el de los ventiladores, el de los acondicionadores, la vibración de las escaleras mecánicas o de los paneles deslizantes, las voces de los avisos, las de los televisores que cuelgan ahora sobre los asientos forrados de tejido sintético de todas las salas de espera de los aeropuertos de América: moquetas, linóleos, paredes y suelos de plástico, siempre brillantes, tan bruñidos como esas frutas opulentas y falsas que venden en los supermercados, llamadas urgentes a pasajeros atrasados, trepidaciones de motores de aviones que despegan o aterrizan, y sobre todo tantas caras, tantos desconocidos, todos singulares y de algún modo idénticos, cada uno con la particularidad exasperante de su vida y sus circunstancias y su cara y su manera de andar y todos prácticamente iguales en la uniformidad del vestuario, la horrenda ropa deportiva, las camisetas que ciñen protuberancias pectorales monstruosas y los pantalones de chándal que tiemblan bajo la presión de culos anchos como mesas, las gorras de visera con un broche de plástico en la nuca, las caras gordas, las caras hinchadas, con una mezcla de infantilismo rosado y de torpe decrepitud, o de decrepitud rosada e infantilismo torpe, porque hay niños de carnes infladas que arrastran los pies como viejos y ancianas que se visten de rosa y naranja y se embadurnan la cara de polvos rosados y se tiñen el pelo de color platino. En esos aeropuertos, que se van volviendo más irreales y espectrales según pasan las horas y se acentúa el cansancio, uno se encuentra perdido en un mundo que parece ignorar el término medio, donde el aire acondicionado sopla como viento polar y la calefacción alcanza temperaturas de horno, donde se cruzan atletas bronceados y mujeres con piernas nervudas de ciclista con gordos y gordas que se han empantanado más allá de los límites de la gordura humana, donde a un paso de una tienda de pañuelos de seda exclusivos o de la ropa o las joyas más caras de la Tierra crepita una fritanga de grasas inmundas en un puesto a todo color de perritos calientes o de hamburguesas en el que también los empleados llevan uniformes a todo color y etiquetas en las solapas con sus nombres de pila, o peor aún, con sus diminutivos, porque los americanos creen como en un artículo de fe en la simpatía inmediata, en el toque personal de llamar Mandy o Phil a un expendedor de comida rápida que gana literalmente una mierda después de pasarse trabajando diez o doce horas y que además se ve en la obligación humillante de llevar una camisa de colores o de rayas y una gorra ridícula, tal vez decorada con monigotes de dibujos animados.

Y allí, entre aquella gente, en medio de aquellas voces agudas y nasales que se repetían amplificadas en los avisos de la megafonía, bajo aquellas luces que parecían irradiar de la misma blancura de las paredes y de la neutralidad estéril del aire, Marcelo Abengoa estaba sentado como en una mesa de la acera en un café español, como lo habría estado mi padre hace tantos años, perfectamente calzado y vestido, sin la menor concesión a la comodidad desganada de la ropa deportiva, sin fingir una edad más joven que la suya ni un origen más cosmopolita, con su jersey de lana verdadera y sus pantalones de algodón, con sus zapatos negros y sus calcetines de hilo, con su opulencia sólida de buena alimentación y demoradas sobremesas, imperturbable, inmodificable a pesar de los viajes transcontinentales y de la trepidación políglota de los negocios, tan indiferente al jet —lag como a las coacciones sutiles que impone en todo la vida norteamericana, y a las que yo suelo tan medrosamente acomodarme, con el mismo miedo al qué dirán que si viviera en una provincia española de los años cuarenta. Miraba en torno suyo con los brazos cruzados, con aprobadora ironía, con gestos instantáneos de cálculo en los que valoraba el precio del traje o del reloj de alguien que pasaba cerca de nosotros con la misma pericia con que estudiaba las piernas o el talle de una mujer o vislumbraba durante unas décimas de segundo el interior de un escote.

Pensé, no sin alarma, que también a mí me habría juzgado en el primer vistazo, habría calibrado la cuantía de mi cuenta corriente y de mis ingresos personales, mi relevancia social, y yo, que al principio, unas horas antes, si esas palabras sirven para orientarse en el tiempo enrarecido de la espera en el aeropuerto, le había mirado por encima, con notoria condescendencia, ahora estaba empezando, inconfesablemente, a sentirme intimidado por él, a notar en mí mismo el apocamiento ante la autoridad o la energía de otros, que ha sido una de las sensaciones más constantes de mi vida: lo mismo sentía en el instituto hacia algunos profesores, y en el ejército hacia cabos y suboficiales, y en mi familia hacia mi tío Guillermo, y en la autoescuela hacia el monitor que me enseñaba a conducir, y en mi trabajo, en Humbert College, hacia Morini, que al igual que todos los demás en esta larga serie que aquí sólo he esbozado, parece saber acerca de todo mucho más que yo, y tener más astucia y reflejos, y más dotes de mando, y más facilidad para los idiomas.

Me había acostumbrado a aquel gesto suyo de entornar los ojos y quedarse un poco ausente aunque no dejara de hablar: ahora imaginaba que no estaría sólo recordando a Carlota Fainberg, sino también viéndola, porque hasta sus arrebatos de romanticismo debían de tener una sustancia práctica, un fondo tangible, sin la menor neblina de desmemoria o de melancolía. «Como si hubiera un tesoro esperándome y fuera mío aunque yo no vuelva nunca para recogerlo», me había dicho, aunque no sé si con estas palabras literales: no un tesoro conjetural o soñado, sino algo que habían visto sus ojos y disfrutado sus manos, una mujer que no se parecía a ninguna de las que había conocido hasta entonces y a la que no podría parecerse ninguna de las que encontrara después, aunque perteneciesen con más o menos vaguedad a ese modelo tan querido, el que de vez en cuando lo inquietaba en los aeropuertos y en las terrazas de los cafés o en las tiendas de lujo de las ciudades extranjeras. Incluso allí mismo, en aquel erial para los aficionados a la belleza femenina, el aeropuerto de Pittsburgh, un rato antes de encontrarse conmigo, me dijo que había visto a una posible Carlota Fainberg, y que la había estado siguiendo durante unos minutos, hasta que la perdió de golpe, no porque desapareciera, sino porque al ver la cara que había estado ocultando la hermosa y teñida melena rubia le ocurrió lo que tantas otras veces, que se extinguió el hechizo, y el espejismo de Carlota Fainberg se convirtió en una mujer vulgar, dejándolo defraudado, pero no sumido en el desaliento, en parte porque él, Abengoa, tendía a no desalentarse nunca, en parte también porque la visión pasajera de la mujer rubia le había reavivado la memoria de su amor bonaerense, de las dos noches y el día entero de sigilosa penumbra que había pasado en la suite nupcial del hotel Town Hall.

VII

Se despertó y no tenía idea de dónde podía estar, en qué parte del mundo, en qué ciudad de qué continente, en qué hotel. Eso le pasaba con alguna frecuencia, por culpa de la sucesión incesante de viajes y del estilo idéntico de las habitaciones de los hoteles donde se despertaba, y por la maraña de horarios diversos en la que se desenvolvía, pero el estupor no solía durarle más tiempo del preciso para despertarse del todo. Esta vez, sin embargo, abrió los ojos y los paseó largamente por la habitación grande y desconocida sin adquirir siquiera un indicio mínimo, una sospecha de reconocimiento, no ya del lugar donde estaba, sino de quién era él mismo, de a qué hora se correspondía la tenue luz nublada que entraba por unos grandes cortinajes entreabiertos que él no recordaba haber visto nunca antes, rosa pálido o color salmón, con un estilo más bien apastelado y deplorable que le hizo pensar en un hotel para recién casados junto a las cataratas del Niágara. ¿No estaría, conjeturó sobresaltadamente, en las cataratas del Niágara?

Ni siquiera su estado físico —pero eso lo pensó más tarde — era el habitual en sus despertares: invariablemente él se despertaba ya perfectamente despejado y descansado, impaciente por saltar de la cama, por «pegarse un duchazo», según decía, y apenas había terminado de afeitarse ya estaba llamando por teléfono para pedir el desayuno o para concertar alguna cita de negocios. Sin duda la languidez de aquel despertar era otro de los síntomas que le impedían reconocerse, cumplir satisfactoriamente esa primera tarea de todas las mañanas que consiste en recordar quiénes somos.

Un segundo factor de extrañeza fue descubrir que estaba desnudo: aún no sabía quién era, pero sí que probablemente nunca en su vida había dormido sin calzoncillos, y desde luego casi nunca sin pijama. La desnudez sin duda tenía que ver con aquella especie de debilitamiento físico que le impedía levantarse, y que tenía mucho de abandono sensual a los placeres matinales del duermevela y la pereza, placeres que él, el Abengoa consciente que aún tardaría en tomar posesión de su organismo y de su persona física y mental un tiempo lento y difícil de medir en segundos o minutos, ni siquiera había imaginado hasta entonces.

Se volvió de lado, encogiendo las rodillas como para dormirse de nuevo, y vio sobre la mesa de noche la foto en blanco y negro de unos novios sonrientes, él de chaqué y pelo engominado, ella rubia y con una sonrisa ancha como una carcajada: por un momento cobró fuerza, me dijo, con su debilidad por los giros de sonido técnico, «la hipótesis Niágara». Parecía que la foto hubiera sido tomada mucho tiempo atrás, pero la cara de la mujer tuvo la virtud de despertarle por fin la memoria de la noche inmediata: con un estremecimiento debilitador de placer físico reconoció en la mujer de la foto a Carlota Fainberg, y al reconocerla también le vino a la memoria su nombre y cada uno de los pormenores de una noche que le parecía como sucedida fuera del espacio y del tiempo. En ese alud de conciencia recobrada le llegó también, muy al final, su propio nombre, su viaje a Buenos Aires, la decadencia y el enigma del hotel Town Hall, en cuya suite nupcial, recapacitó con orgullo, aunque no sin alarma, se había acostado con la mujer del recepcionista jefe: ya despierto, la inteligencia práctica de Abengoa funcionaba a su velocidad de siempre, y en un segundo había comparado la cara masculina de la foto con la del individuo pálido y hosco que le había atendido la mañana anterior en el mostrador de recepción. Retrospectivamente comprendía su cara de vinagre, su lividez hepática: tan mayor para ese puesto mediocre y para esa mujer espectacular, tan acabado profesionalmente.

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