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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

Cartas desde la Tierra (6 page)

BOOK: Cartas desde la Tierra
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Muy bien, la lascivia es el rasgo dominante del temperamento de la cabra, la Ley de Dios para su corazón, y debe obedecerla y la obedece todo el día durante la época de celo, sin detenerse para comer o beber. Si la Biblia ordenara a la cabra: “No fornicarás, no cometerás adulterio”, hasta el hombre, ese estúpido hombre, reconocería la tontería de la prohibición, y reconocería que la cabra no debe ser castigada por obedecer la Ley de su Hacedor. Sin embargo, cree que es apropiado y justo que el hombre sea colocado bajo la prohibición. Todos los hombres. Sin excepción. A juzgar por las apariencias esto es estúpido, porque, por temperamento, que es la verdadera Ley de Dios, muchos hombres son iguales que las cabras y no pueden evitar cometer adulterio cuando tienen oportunidad; mientras que hay gran número de hombres que, por temperamento, pueden mantener su pureza y dejan pasar la oportunidad si la mujer no tiene atractivos. Pero la Biblia no permite en absoluto el adulterio, pueda o no evitarlo la persona. No acepta distinción entre la cabra y la tortuga, la excitable cabra, la cabra emocional, que debe cometer adulterio todos los días o languidecer y morir, y la tortuga, esa puritana tranquila que se da el gusto sólo una vez cada dos años y que se queda dormida mientras lo hace y no se despierta en sesenta días. Ninguna señora cabra está libre de violencia ni siquiera en el día sagrado, si hay un señor macho cabrío en tres millas a la redonda y el único obstáculo es una cerca de cinco metros de alto, mientras que ni el señor ni la señora tortuga tienen nunca el apetito suficiente de los solemnes placeres de fornicar para estar dispuestos a romper el descanso de la fiesta por ellos. Ahora, según el curioso razonamiento del hombre, la cabra es acreedora a castigo y la tortuga a encomio.

“No cometerás adulterio” es un mandamiento que no establece distingos entre las siguientes personas. A todos se les ordena obedecerlo:

Los niños recién nacidos.

Los niños de pecho.

Los escolares.

Los jóvenes y doncellas.

Los jóvenes adultos.

Los mayores.

Los hombres y mujeres de 40 años.

De 50.

De 60.

De 70.

De 80.

De 90.

De 100.

El mandamiento no distribuye su carga adecuadamente, ni puede hacerlo. No es difícil acatarlo para los tres grupos de niños. Es progresivamente difícil para los tres grupos siguientes, rayando en la crueldad. Felizmente se suaviza para los tres grupos posteriores. Al alcanzar esta etapa, ha hecho todo el daño que podía hacer, y podría suprimirse. Pero con una imbecilidad cómica se extiende su aplastante prohibición a las cuatro edades siguientes. Pobres viejos desgastados, aunque trataran no podrían desobedecerlo. ¡Y piensen ustedes, reciben loas porque se abstienen santamente de cometer adulterio entre ellos!

Esto es absurdo, porque la Biblia sabe que si se le diera la oportunidad al más anciano de recuperar la plenitud perdida durante una hora, arrojaría el mandato al viento y arruinaría a la primera mujer con quien se cruzara, aunque se tratara de una perfecta desconocida. Es como yo digo: tanto los estatutos de la Biblia como los libros de derecho son un intento de revocar una Ley de Dios, que en otras palabras expresa la inalterable e indestructible ley natural. El Dios de esta gente les ha demostrado con un millón de actos que Él no respeta ninguno de los estatutos de la Biblia. Él mismo rompe cada una de Sus leyes, aun la del adulterio. La Ley de Dios, al ser creada la mujer, fue la siguiente: No habrá límite impuesto sobre tu capacidad de copular con el sexo opuesto en ninguna etapa de tu vida. La Ley de Dios, al ser creado el hombre, fue la siguiente: durante tu vida entera estarás sometido sexualmente a restricciones y límites inflexibles.

Durante veintitrés días de cada mes (no habiendo embarazo), desde el momento en que la mujer cumple siete años hasta que muere de vieja, está lista para la acción, y es competente. Tan competente como el candelero para recibir la vela. Competente todos los días, competente todas las noches. Además, quiere la vela, la desea, la ansía, suspira por ella, como lo ordena la Ley de Dios en su corazón Pero la competencia del hombre es breve; y mientras dura es sólo en la medida moderada establecida para su sexo. Es competente desde la edad de dieciséis o diecisiete años y durante un plazo de treinta y cinco años. Después de los cincuenta su acción es de baja calidad, los intervalos son amplios y la satisfacción no tiene gran valor para ninguna de las partes; mientras que su bisabuela está como nueva. Nada le pasa a ella. El candelero está tan firme como siempre, mientras que la vela se va ablandando y debilitando a medida que pasan los años por las tormentas de la edad, hasta que por fin no puede erguirse y debe pasar a reposo con la esperanza de una feliz resurrección que no ha de llegar jamás.

Por constitución, la mujer debe dejar descansar su fábrica tres días por mes y durante un período del embarazo. Son etapas de incomodidad, a veces de sufrimiento. Como justa compensación, tiene el alto privilegio del adulterio, ilimitado todos los demás días de su vida.

Esa es la Ley de Dios, revelada en su naturaleza. ¿Y qué pasa con este valioso privilegio? ¿Vive disfrutándolo libremente? No. En ningún lugar del mundo. En todas partes se lo arrebatan. ¿Y quién lo hace? El hombre. Los estatutos del hombre, si es que la Biblia es la Palabra de Dios. Pues bien, tienen ante ustedes una muestra del “poder del razonamiento” del hombre, como él le llama. Observa ciertos hechos. Por ejemplo, a lo largo de su vida no hay un solo día en que pueda satisfacer a una mujer; asimismo, en la vida de la mujer no hay un día en que no pueda esforzarse y vencer, dejando fuera de combate a diez hombres en la cama.

Así el hombre concreta esta singular conclusión en una ley definitiva. Y lo hace sin consultar a la mujer, aunque a ella le concierne el asunto mil veces más que a él. La capacidad procreadora del hombre está limitada a un término medio de cien experiencias por año durante cincuenta años, la de la mujer alcanza las tres mil por año durante el mismo lapso y durante tantos años más como pueda vivir. Así su interés en el asunto se reduce a cinco mil descargas en su vida, mientras que ella experimenta ciento cincuenta mil; sin embargo, en lugar de permitir, honorablemente, que haga la ley la persona más afectada, este cerdo inconmensurable, que carece de algún motivo digno de consideración, ¡decide dictarla él!

Hasta ahora habrán descubierto, por mis comentarios, que el hombre es un tonto; ahora saben que la mujer lo es más.

Ahora, si ustedes o cualquier otra persona inteligente pusieran en orden las equidades y justicias entre el hombre y la mujer, concederían al hombre la cincuentava parte de interés en una mujer, y a la mujer le otorgarían un harén. ¿No es así? Necesariamente.

Pero, les aseguro, este ser de la vela decrépita ha asumido la posición contraria.

Salomón, que era uno de los favoritos de la Deidad, tenía un gabinete de copulación compuesto de setecientas esposas y trescientas concubinas. Ni para salvar su vida podría haber mantenido satisfechas siquiera a dos de esas jóvenes criaturas, aun cuando tenía quince expertos que lo ayudaban. Necesariamente las mil pasaban años y años con su apetito insatisfecho. Imagínense un hombre suficientemente cruel para contemplar ese sufrimiento todos los días y no hacer nada para mitigarlo. Maliciosamente hasta agregaba agudeza a este patético sufrimiento, al mantener siempre a la vista de esas mujeres, fuertes guardias cuyas espléndidas formas masculinas hacían que se les hiciera agua la boca a esas pobres muchachitas, y negándoles el solaz, pues esos caballeros eran eunucos. Un eunuco es una persona cuya vela ha sido apagada mediante un artificio.

De vez en cuando, mientras prosigo, tomaré uno u otro pasaje bíblico y les demostraré que este siempre viola la Ley de Dios. Incorporado más tarde a las normas de las naciones, la violación continúa. Pero ello puede esperar, no hay apuro.

Carta IX

El Arca continuó su viaje, a la deriva, errante, sin brújula y sin control, juguete de los vientos caprichosos y de las corrientes arremolinadas. ¡Y la lluvia, persistente! Seguía cayendo a cántaros, calando, inundando. Nunca se había visto lluvia igual. Se había oído hablar de cuarenta centímetros por día, cifra insignificante en comparación. Ahora eran trescientos veinte centímetros por día, ¡tres metros! Esta cantidad increíble llovió durante cuarenta días y cuarenta noches, sumergiendo los cerros de ciento veinte metros de alto. Luego los cielos y hasta los ángeles se secaron. No cayó una gota más.

Como Diluvio Universal, éste fue una desilusión, pero había montones de Diluvios Universales antes, como lo atestiguan todas las biblias de todas las naciones, y éste fue uno de ellos. Por fin, el Arca encalló en la cima del monte Ararat, a cinco mil cien metros sobre la altura del valle, y su carga viviente desembarcó y descendió la montaña.

Noé plantó un viñedo, bebió su vino y cayó vencido.

Esta persona había sido elegida entre todas porque fue considerada la mejor. Iba a reiniciar la raza sobre una nueva base. Esta fue la nueva base. No prometía nada bueno.

Llevar adelante el experimento era correr un riesgo grande e irrazonable. Se presentó el momento de hacer con esta gente lo que tan juiciosamente se había hecho con los demás, ahogarlos. Cualquiera que no fuera el Creador se hubiera dado cuenta. Pero Él no. Es decir, quizá no lo apreció así.

Se dice que desde el principio del tiempo previó todo lo que sucedería en el mundo. Si eso es cierto, previó que Adán y Eva comerían la manzana; que su descendencia sería insoportable y tendría que ser ahogada; que la descendencia de Noé, a su vez, sería insoportable, y que, con el tiempo, Él tendría que dejar Su trono celestial y bajar a ser crucificado para salvar a esta misma fastidiosa raza humana una vez más. ¿A toda ella? ¡No! ¿A una parte de ella? Sí. ¿Qué parte? En cada generación, por cientos y cientos de generaciones, un billón morirían y todos estarían condenados excepto, quizá, diez mil del billón. Los diez mil tendrían que proceder del reducido número de cristianos, y sólo uno de cien de ese pequeño grupo tendría una oportunidad de salvación. Salvo aquellos católicos romanos que tuvieran la suerte de mantener un sacerdote a mano para que les limpiara el alma al exhalar el último suspiro, y tal vez, algún presbiteriano. Ninguno más. ¿Están ustedes dispuestos a aceptar que previó esto? El púlpito lo acepta. Equivale a acordar que en materia de intelecto la Deidad es el Pobre Máximo del Universo y que, en cuestión de moral y carácter llega tan bajo que está al nivel de David.

Carta X

Los dos Testamentos son interesantes, cada uno a su modo. El Antiguo nos da un retrato del Dios de este pueblo antes del inicio de la religión, el otro nos da una visión posterior. El Antiguo Testamento se interesa principalmente por la sangre y la sensualidad. El Nuevo por la Salvación. La Salvación por medio del fuego.

La primera vez que la Deidad descendió a la tierra, trajo la vida y la muerte; cuando vino la segunda vez, trajo el infierno.

La vida no era un regalo valioso, pero la muerte sí. La vida era un sueño febril compuesto de alegrías amargadas por los sufrimientos, placeres envenenados por el dolor. Un sueño que era confusa pesadilla de deleites espasmódicos y huidizos, éxtasis, exultaciones, felicidades, entremezclados con infortunios prolongados, penas, peligros, horrores, desilusiones, derrotas, humillaciones y desesperación. La más agobiante maldición que pudiera imaginar el Ingenio Divino. Pero la muerte era dulce, apacible, bondadosa; la muerte curaba el espíritu abatido y el corazón destrozado, proporcionándoles descanso y olvido; la muerte era el mejor amigo del hombre, que lo liberaba de una vida insoportable.

Con el tiempo, la Deidad percibió que la muerte era un error; un error insuficiente; un error, en razón de que a pesar de ser un agente admirable para infligir infelicidad al superviviente, permitía a la persona que moría escapar de la persecución posterior en el bendito refugio de la tumba. Dios meditó sobre este asunto, sin éxito, durante cuatro mil años, pero tan pronto como bajó a la tierra y se hizo cristiano se le aclaró la mente y supo qué hacer. Inventó el infierno y lo proclamó.

Aquí hay algo curioso. Todos creen que mientras estuvo en el cielo fue severo, duro, fácil de ofender, celoso y cruel; pero en cuanto bajó a la tierra y tomó el nombre de Jesucristo, asumió el papel opuesto. Es decir, se volvió dulce y manso, misericordioso, compasivo, toda aspereza desapareció de su naturaleza, reemplazada por un amor profundo y ansioso por sus pobres hijos humanos. ¡Sin embargo, fue Jesucristo quien inventó el infierno y lo proclamó!

Esto equivale a decir que como manso y suave Salvador fue mil billones de veces más cruel que en el Antiguo Testamento. ¡Oh, incomparablemente más atroz que en sus peores momentos de antaño! ¿Manso y suave? Luego examinaremos este sarcasmo popular a la luz del infierno que inventó. Aunque es verdad que Jesucristo se lleva la palma por la malignidad de tal invento, ya era lo suficientemente duro y desapacible para cumplir su función de Dios antes de volverse cristiano. Al parecer, no se detuvo a reflexionar que la culpa era de Él cuando el hombre erraba, ya que el hombre sólo actuaba según la disposición natural con que Él lo había dotado. No, castigaba al hombre, en lugar de castigarse a Sí mismo. Aun más, el castigo generalmente sobrepasaba a la ofensa. A menudo caía, también, no sobre el ejecutor de la falta, sino sobre algún otro: un caudillo o jefe de comunidad, por ejemplo.

“Moraba Israel en Sitim; y el pueblo empezó a fornicar con la hijas de Moab”.

“Y Jehová dijo a Moisés: toma a todos los príncipes del pueblo, y ahórcalos ante Jehová delante del sol, y el ardor de la ira de Jehová se apartará de Israel”. ¿A ustedes les parece justo? No parece que los “dirigentes del pueblo” hubieran cometido adulterio y, sin embargo, a ellos se los colgó en lugar del “pueblo”.

Si fue justo y equitativo en esos días, sería justo y equitativo hoy, porque le púlpito sostiene que la justicia de Dios es eterna e inalterable; así como que Él es la Fuente de la Moral, y que su moral es eterna e inalterable. Muy bien, entonces debemos creer que si el pueblo de Nueva York comenzara a prostituir a las hijas de Nueva Jersey, sería justo y equitativo levantar un patíbulo frente a la municipalidad y colgar al intendente, al jefe de policía y a los jueces, y al arzobispo, aunque ellos no lo hubieran hecho. A mí no me parece bien. Además, pueden estar completamente seguros de que no podría suceder. El pueblo no lo permitiría. Son mejores que su Biblia. Nada sucedería, excepto algunos juicios por daños, si no se pudiera silenciar el asunto.

BOOK: Cartas desde la Tierra
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