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Authors: Anne Holt

Castigo (3 page)

BOOK: Castigo
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6

Emilie se sentía mayor desde que había llegado el chico nuevo. Él estaba aún más aterrorizado que ella. Cuando, hacía un rato, el señor lo había encerrado en aquel cuarto, se había hecho caca. Y eso que ya casi tenía edad para ir al colegio. En un lado de la habitación, junto al inodoro, había un lavabo. El señor les había arrojado una toalla y una pastilla de jabón, y Emilie había conseguido dejarlo bastante limpio. Pero no había ropa limpia por ahí, de modo que metió los calzoncillos sucios bajo el lavabo, entre la pared y la tubería. El niño, al ver que tendría que ir sin calzoncillos, rompió a llorar sin parar.

Hasta ahora, que por fin se había dormido. En la habitación había una sola cama, bastante estrecha y que debía de ser vieja. La madera del armazón, gastada y ennegrecida, tenía unos garabatos trazados con rotulador, ya muy desvaídos. Cuando Emilie levantó la sábana, advirtió que el colchón estaba cubierto de pelos largos, pelos de mujer adheridos a la gomaespuma, de modo que se apresuró a taparlo de nuevo con la sábana. El niño yacía bajo el edredón con la cabeza de rizos castaños sobre el regazo de Emilie. Ella empezó a preguntarse si sabría hablar. El muchacho le había balbuceado su nombre cuando se lo había preguntado. Kim o Tim, no estaba segura. También había llamado a su mamá, así que no podía ser mudo del todo.

—¿Duerme?

Emilie se sobresaltó. La puerta estaba entreabierta. Las sombras no le permitían distinguir sus facciones, pero la voz sonaba con claridad. La niña asintió con un gesto apenas perceptible.

—¿Duerme?

El hombre no parecía enfadado ni enojado, no ladraba como hacía papá cuando tenía que preguntar algo varias veces.

—Sí.

—Bien. ¿Tienes hambre?

La puerta era de hierro y por la parte interior no tenía pomo. Emilie no sabía cuánto tiempo llevaba en aquella habitación, con el retrete y el lavabo a un lado, la cama al otro y, por lo demás, sólo paredes de cemento y una puerta brillante. Pero no permanecía inactiva por un instante. Había palpado esa puerta por lo menos cien veces: era muy lisa y estaba fría como el hielo. El señor tenía miedo de que se le cerrara estando él dentro. En las pocas ocasiones en que se adentraba en la habitación, la sujetaba con un gancho a la pared, pero normalmente, cuando traía la comida y la bebida, lo dejaba todo en una bandeja a la puerta.

—No.

—Bien. Tú también deberías dormirte, es de noche.

De noche.

El sonido de la pesada puerta al cerrarse provocó que Emilie se echara a llorar. Aunque el señor decía que era de noche, no daba esa impresión. Como no había una sola ventana en la habitación y la luz estaba siempre encendida, resultaba imposible notar la diferencia entre noche y día. Al principio ella no había caído en la cuenta de que las rebanadas de pan y la leche eran el desayuno, ni que los guisos y las creps que le dejaba el señor en una bandeja amarilla constituían su almuerzo. Al final lo entendió, pero entonces él empezó a hacer trampas. A veces le daba rebanadas de pan tres veces seguidas.

Hoy, después de meter a Kim o Tim en el cuarto de un empujón, el hombre les había servido sopa de tomate dos veces. Estaba tibia y no llevaba macarrones.

Emilie intentó dejar de llorar. No quería despertar al niño. Contuvo la respiración para no temblar, pero no funcionó.

—Mamá —sollozó sin querer—. Mami.

Papá la estaba buscando, desde hacía mucho tiempo. Seguro que él y la tía Beate estaban todavía corriendo por el bosque buscándola, aunque fuera de noche. Quizá los acompañaba el abuelo. A la abuela le dolían los pies, así que debía de estar en casa leyendo libros o preparando gofres para que se los comieran los demás después, cuando regresaran del Camino al Paraíso y el Árbol del Cielo sin haberla encontrado.

—Mamá —gimió Kim o Tim, y rompió a chillar.

—Calla.

—¡Mamá! ¡Papá!

El niño se levantó de pronto, berreando. La boca se le convirtió en una enorme cavidad, y el rostro entero se le crispó mientras soltaba un único y estridente chillido. Ella se colocó de cara a la pared y apretó los párpados con todas sus fuerzas.

—No debes gritar —dijo llanamente—. El señor se va a enfadar con nosotros.

—¡Mamá! ¡Quiero que venga mi papá!

El niño estaba a punto de asfixiarse. Jadeaba afanosamente, y cuando Emilie abrió los ojos vio que la cara se le había puesto de color rojo oscuro. Le escurrían mocos de una de las fosas nasales. Emilie tomó la punta del edredón y le limpió la nariz con cuidado. Él intentó apartarla de un golpe.

—No quiero —resolló—. No quiero.

—¿Te cuento una historia? —preguntó Emilie.

—No quiero. —Se pasó la manga bajo la nariz.

—Mi madre está muerta —dijo Emilie sonriendo un poco—. Está sentada en el cielo y cuida de mí. Siempre. Seguro que puede cuidarte a ti también.

—No quiero.

Por lo menos el niño no lloraba ya tan violentamente.

—Mi mamá se llama Grete. Tiene un BMW.

—Audi —repuso el niño.

—Mamá tiene un BMW en el cielo.

—Audi —repitió el niño, esbozando una sonrisa que lo hizo parecer mucho más guapo.

—Y un unicornio. Un caballo blanco con un cuerno en la frente, un caballo que vuela. Cuando se cansa de usar el BMW, mamá va volando sobre su unicornio a todas partes. Quizá venga hasta aquí. Yo creo que no tardará.

—Armará un buen jaleo —dijo el niño.

Emilie sabía perfectamente que mamá no tenía un BMW, que no estaba en el cielo y que los unicornios no existían. Tampoco existía el cielo, por más que papá insistiera en que sí. A él le encantaba hablar de todo lo que tenía mamá allí arriba, todo lo que siempre había querido tener y nunca habían podido permitirse. Mientras que en el paraíso todo era gratis, allí no tenían un céntimo, como solía decir papá en broma. Ahora mamá tenía todo lo que quería, y papá pensaba que a Emilie le gustaba oírle hablar de eso. Ella le había creído durante mucho tiempo y le gustaba pensar que mamá volaba por ahí sobre un unicornio engalanada con un vestido rojo y unos diamantes tan grandes como ciruelas en las orejas.

La tía Beate le había echado la bronca a papá. Emilie había desaparecido para mandarle cartas a mamá y, cuando papá por fin la encontró, la tía Beate se enfureció tanto que hizo que toda la casa retumbara con sus gritos. Los mayores creían que Emilie ya se había dormido, pues era noche cerrada.

—Ya es hora de que se le diga a la niña la verdad, Tønnes. Grete está muerta. Punto. Está metida en una urna, reducida a cenizas, y Emilie ya tiene edad para comprenderlo. Debes dejarte de tonterías. La estás malcriando con tus historias fantásticas. Mantienes viva a Grete de un modo artificial, y no tengo nada claro a quién quieres engañar, si a Emilie o a ti mismo. Grete está muerta. MUERTA, ¿lo entiendes?

La tía Beate lloraba y estaba enfadada al mismo tiempo. Era la persona más lista de todo el planeta. Lo decía todo el mundo. Era médico jefe y lo sabía todo sobre las enfermedades del corazón, absolutamente todo. Salvaba a la gente que estaba al borde de la muerte simplemente con lo mucho que sabía. Si la tía Beate decía que las historias de papá eran mentira, seguro que tenía razón. Unos días más tarde, papá sacó a Emilie al jardín para mirar las estrellas. Señalando al cielo, le contó que se habían abierto cuatro nuevos claros en el firmamento porque mamá tenía muchas ganas de verla mejor. Como Emilie no respondió, él se puso triste. Ella se lo notó en los ojos cuando sacó un libro y le leyó un poco en la cama. La niña se había negado a escuchar el resto de la historia del viaje de mamá al Japón del Cielo, el cuento que duraba ya tres noches y que, en realidad, era bastante divertido. Papá vivía de traducir libros y seguramente le gustaban demasiado los cuentos.

—Me llamo Kim —dijo el niño y se metió el pulgar en la boca.

—Yo me llamo Emilie —contestó Emilie.

Cuando se durmieron no tenían idea de que fuera amanecía.

Un piso y medio más arriba, al nivel del suelo, en una casa a las afueras de un bosquecillo, un hombre estaba sentado mirando fijamente por la ventana. Sentía una lucidez extraña, casi embriagadora, como si se hallase ante un reto que sabía que iba a superar. No lograba conciliar el sueño. Durante la noche alguna vez se le habían empezado a cerrar los ojos, pero inmediatamente lo asaltaba un pensamiento que lo despabilaba del todo.

La ventaba daba al oeste. El hombre contemplaba la lenta retirada de la oscuridad hacia el horizonte mientras la luz del alba iniciaba el aseo matutino de los cerros del otro lado del valle. Se levantó y dejó el libro sobre la mesa.

Nadie más lo sabía. Dentro de menos de dos días uno de los niños del sótano estaría muerto. Aunque esta certeza no le producía la menor alegría, pero su estado de determinación alterada lo impulsó a echar azúcar y un chorro de leche en el café amargo de la noche anterior.

7

—Bienvenida al estudio, Inger Johanne Vik. Usted es jurista y psicóloga y ha escrito una tesis doctoral sobre por qué la gente comete delitos sexuales. Después de lo que ahora ha...

Inger Johanne cerró los párpados por un momento. A pesar de la intensidad de la luz, hacía tanto frío en aquella enorme sala que ella notaba que se le encogía la piel del antebrazo.

Habría debido rechazar la invitación, decir que no. Sin embargo, dijo:

—Permítame en primer lugar precisar que yo no he escrito ninguna tesis sobre por qué alguien se convierte en un delincuente sexual. Eso, a mi juicio, es algo que nadie puede saber con certeza. Lo que yo he hecho es comparar una muestra arbitraria de delincuentes sexuales sentenciados con una muestra igual de condenados por delitos económicos para investigar las semejanzas y las diferencias en su entorno, su infancia y su temprana juventud. Mi tesis se titula «Sexuality motivated crime, a comp...».

—Está entrando en detalles que pueden confundir a la audiencia, Vik. En definitiva, es autora de un importante trabajo sobre delincuentes sexuales. En menos de una semana, dos niños han sido arrancados brutalmente de los brazos de sus padres. ¿Alberga usted alguna duda sobre la naturaleza sexual de estos delitos?

—¿Alguna duda...?

Inger Johanne no se atrevía a agarrar el vaso de plástico con agua. Para evitar que los dedos le temblaran descontroladamente tuvo que sujetarse las manos. Quería contestar, pero le fallaba la voz. Tragó saliva.

—No es que lo dude, sino que no entiendo sobre qué base se puede sostener algo así.

El entrevistador levantó la mano y frunció el entrecejo, como si ella hubiera violado algún tipo de acuerdo.

—Obviamente, no hay que descartar esa posibilidad —rectificó ella—. Todo es posible. Los niños pueden haber sido víctimas de una agresión sexual, pero también de algo completamente distinto. No estoy en la policía y sólo conozco los casos a través de los medios de comunicación. Sin embargo, yo diría que la investigación ni siquiera ha dejado claro si los dos... secuestros, por así llamarlos... guardan alguna relación entre sí. Cuando acepté venir aquí fue porque creí entender que... —Tragó saliva de nuevo. La garganta se le cerraba. La mano derecha le temblaba de tal manera que tuvo que esconderla bajo el muslo. Habría debido rechazar la invitación.

—En cambio usted —dijo el presentador del programa con chulería, clavando los ojos en una señora de traje negro y una larga cabellera plateada—, Solveig Grimsrud, presidenta de la recién fundada organización PROTEGER A NUESTROS HIJOS, usted es claramente de la opinión de que nos enfrentamos a un pederasta.

—Por lo que sabemos de casos parecidos que se han dado en el extranjero, resulta increíblemente ingenuo creer otra cosa. Cuesta imaginarse algún otro motivo por el que alguien secuestraría a unos niños que no tienen nada que ver entre sí, al menos según los periódicos. Conocemos casos de Estados Unidos y de Suiza, por no hablar de los terribles sucesos de Bélgica de hace unos pocos años... Conocemos estos casos, y conocemos los resultados. —Grimsrud se dio una palmadita en el pecho, y el micrófono que llevaba prendido a la solapa de la chaqueta emitió un desagradable pitido. Inger Johanne vio que un técnico situado detrás de las cámaras se echaba las manos a la cabeza.

—¿Qué quiere decir con... los resultados?

—Quiero decir lo que digo. Los secuestros de niños se deben siempre a una de estas tres cosas. —Un largo mechón le cayó a Solveig sobre los ojos, y ella se lo colocó detrás de la oreja antes de comenzar su enumeración, que recalcaba con los dedos de una mano—. En primer lugar, está la simple y llana extorsión, cosa que podemos descartar en estos casos porque las familias de los niños tienen una economía normal y no podrían pagar grandes sumas a los secuestradores. Luego tenemos a un gran número de niños que son secuestrados por la madre o el padre, con más frecuencia por este último, tras la ruptura de la vida en común. Esto también queda descartado en estos casos; la madre de la chica está muerta, y los padres del niño siguen casados. Esto nos deja con la última posibilidad: que los niños hayan sido secuestrados por uno o más pederastas.

El presentador del programa vaciló.

Inger Johanne sintió como en sueños la tripa desnuda de un niño contra la espalda, el cosquilleo de dedos dormidos sobre la nuca.

Un hombre de unos sesenta años, con gafas de piloto y la vista baja, tomó aliento y se puso a hablar apresuradamente.

—A mi juicio, la teoría de Grimsrud no es más que una entre muchas. Creo que deberíamos...

—Fredrik Skolten —lo interrumpió el presentador—. Es detective privado y ha trabajado durante veinte años en la policía. Queremos informar a los telespectadores de que hemos invitado a la Kripos a enviar a algún representante a este programa, pero han declinado la oferta. Señor Skolten, con la larga experiencia que tiene usted en la policía, ¿qué teorías cree que se barajan ahora?

—Como estaba a punto de decir... —El hombre clavó los ojos en un punto de la superficie de la mesa mientras se frotaba la palma de la mano izquierda con el dedo índice derecho—. Por ahora, es probable que muchas líneas de investigación continúen abiertas. Pero hay mucho de cierto en lo que dice Grimsrud. Los secuestros de niños suelen encajar en tres categorías, las tres que ella... Y las dos primeras parecen bastante...

—¿Inverosímiles?

El presentador se inclinó hacia él, como si ambos mantuviesen una conversación íntima.

—Bueno, sí. Pero no hay fundamento para... Así sin más...

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