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Authors: Anne Holt

Castigo (7 page)

BOOK: Castigo
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—Valium —murmuró Yngvar Stubø despacio, como si la palabra encerrara un secreto, una explicación de por qué un niño de cinco años se moría de pronto por causas imposibles de determinar.

—Valium —repitió el forense con igual lentitud—. O algún otro fármaco con el mismo principio activo.

—¿Para qué podría servir eso?

—¿Servir? ¿Me estás preguntando para qué usamos el diazepam?

El médico le dirigió por primera vez una mirada de irritación y consultó rápida y descaradamente el reloj.

—Ya lo sabes. Para tratar enfermedades nerviosas. En los hospitales está relativamente extendido su uso prequirúrgico. Adormece, tranquiliza, relaja. Se administra también, por ejemplo, a pacientes epilépticos. O a quienes padecen grandes dolores. Kim no tenía ninguna enfermedad de ese tipo.

—¿Por qué darle entonces a un niño de cinco años...?

—Aquí pongo punto final por hoy, Stubø. Lo cierto es que llevo once horas trabajando. Mañana te daré un informe provisional. El definitivo probablemente no esté listo hasta dentro de un par de semanas. Antes de terminarlo quiero esperar a recibir todos los resultados, pero a grandes rasgos... —Esbozó una especie de sonrisa. De no ser por la expresión de sus ojillos, Stubø habría sospechado que el forense se divertía—. Tienes un problema del carajo. Este niño se ha muerto sin más. Sin ninguna causa aparente. Gracias por todo.

Volvió a mirar el reloj antes de quitarse la bata blanca y de ponerse una trenca que había conocido tiempos mejores. Cuando salieron echó la llave a los dos cerrojos y posó una mano amable sobre el hombro de Stubø.

—Buena suerte —le deseó lacónicamente—. La necesitarás.

Cuando pasaron por delante de la sala de autopsias, Stubø se apartó. Por suerte, fuera llovía a cántaros. Quería regresar a casa andando, aunque le llevaría más de una hora. Era 16 de mayo, víspera del Día Nacional, y eran ya más de las seis. A lo lejos se oía una orquesta de colegiales que ensayaba el himno de Noruega. Sonaba desacompasado y lúgubre.

13

Algo había pasado.

Le pareció que había más luz en el cuarto. El ambiente opresivo propio de una habitación de hospital anticuada había desaparecido. Habían arrimado la cama de metal a la pared y la habían cubierto con una colcha y cojines de todos los colores. Alguien había metido un sillón en el que estaba sentada Alvhild Sofienberg, bien vestida y con los pies sobre un puf. Las zapatillas le asomaban bajo la manta. Alguien había conseguido revitalizar un poco sus frágiles cabellos grises y un rizo suave le caía sobre la frente.

—¡Alvhild, tienes mucho mejor aspecto! —exclamó Inger Johanne Vik—. ¡Qué bien te sienta estar ahí sentada!

A través de la ventana, abierta de par en par, se apreciaba que por fin había llegado la primavera. El Día Nacional había sido el preludio de un período preveraniego que aún duraba, dos días después. El hedor a cebolla vieja era imperceptible. Inger Johanne notaba, en cambio, el olor a la tierra húmeda del jardín al que daba la ventana. Un señor mayor se había levantado ligeramente la gorra cuando ella cruzó el patio, a manera de saludo. Un buen vecino, le explicó Alvhild Sofienberg, jardinero en sus ratos libres. No soportaba que el jardín se deteriorase durante su baja por enfermedad. El contorno de la sonrisa de Alvhild se había suavizado.

—Estrictamente hablando, no contaba con volver a verte —dijo sin rodeos—. No parecías estar muy a gusto la última vez que pasaste por aquí. Aunque en realidad no me extraña; la verdad es que yo no me encontraba nada bien. Estaba para el arrastre, con perdón. —Sacudió la cabeza vigorosamente, pero se apresuró a matizar sus palabras—: Sigo gravemente enferma. No te dejes engañar. Es extraño; durante semanas he sentido que la muerte me estaba esperando allí junto al armario y, de repente y sin mayores explicaciones, se ha ido a dar una vuelta y ha desaparecido. Quizá tenga otros asuntos que atender. Probablemente no tarde en regresar. ¿Quieres un café?

—Sí, gracias. Solo. Yo misma me lo sirvo, si... —Inger Johanne hizo ademán de levantarse, pero al ver la mirada de Alvhild se sentó de nuevo enseguida.

—Todavía no estoy muerta —dijo ésta tensa—. Toma.

Sirvió el café de un termo que descansaba sobre una mesa supletoria, junto a ella, y le pasó a Inger Johanne la taza. Era de porcelana fina, casi transparente. El café también era casi transparente.

—Siento lo del café —se disculpó Alvhild—. Es por el estómago. Casi no aguanto nada. ¿A qué se debe este honor?

Era increíble. Al tomar la decisión de hacerle otra visita a la anciana, Inger Johanne se había preguntado si la encontraría con vida.

—He localizado a Aksel Seier —le comunicó.

—¿Así que lo has encontrado?

Alvhild Sofienberg se llevó la taza a los labios, como si quisiera ocultar su propia curiosidad. El movimiento irritó a Inger Johanne por algún motivo que no acertaba a explicarse.

—Bueno, no lo he visto en persona, pero sé dónde está, dónde vive. Además, no he sido exactamente yo quien lo ha localizado, sino mi... Bueno, el caso es que Aksel Seier vive en Estados Unidos.

—¿En Estados Unidos?

Alvhild bajó la taza sin haber probado el contenido.

—¿Cómo...? ¿Qué hace ahí?

—¡No tengo la menor idea!

Alvhild se tapó la boca con la mano, como si tuviera miedo de enseñar los dientes. Inger Johanne tomó un sorbo del líquido marrón claro.

—Cuando me enteré me sorprendió un poco que una persona con antecedentes penales hubiera obtenido un visado para entrar en el país —continuó—. Son increíblemente estrictos con eso. Se me ocurrió que quizá los requisitos de entrada fueran distintos a finales de los años sesenta, cuando él se trasladó allí, pero no es así. Lo cierto es que Aksel Seier es ciudadano norteamericano.

—Pues eso no constaba en ningún sitio...

—Seguramente no, pero tampoco es tan raro. Había nacido en Estados Unidos, durante un viaje que hicieron sus padres en un intento breve y fallido de emigrar, y había conservado su nacionalidad norteamericana, aunque también era noruego, por supuesto. No tenían por qué darle ninguna importancia a ese detalle durante el juicio, ni durante el trámite de su indulto. Probablemente sólo le preguntaron, por simple rutina, si era noruego, y lo era. Lo sigue siendo, por cierto.

Alvhild Sofienberg se quedó ensimismada. Las dos permanecieron calladas. Inger Johanne dio un respingo cuando se abrió la puerta y el señor de la gorra asomó la cabeza.

—He terminado por hoy —gruñó—. Eso está fatal. No creo que vaya a poder salvar las rosas, la verdad. Y ese rododendro ya no está en sus mejores tiempos, señora Sofienberg. Buenas noches.

Se retiró sin esperar respuesta. La habitación se había quedado más fresca. Alvhild Sofienberg parecía a punto de dormirse, y la ventana había empezado a moverse con la brisa. Inger Johanne se levantó para cerrarla.

—Estoy pensando en ir a verlo —anunció con ligereza.

—¿Querrá él? ¿Crees que estará dispuesto a recibir a una investigadora totalmente desconocida de su tierra?

—Es imposible saberlo. Pero éste es un caso que me interesa mucho, porque es el que mejor encaja con mi proyecto, el ejemplo más puro... Hablar con Aksel Seier significaría mucho para mi investigación.

—Ya veo —dijo la anciana—. No sé muy bien... No estoy muy familiarizada con lo que haces exactamente, con esa investigación tuya.

La primera vez que Alvhild Sofienberg se puso en contacto con ella —a través de un colega que conocía personalmente a la hija de Alvhild—, Inger Johanne se quedó con la impresión de que la enferma sólo tenía una ligera noción de lo que hacía, pero desde entonces ella tampoco le había hecho preguntas al respecto. Nunca había mostrado el menor interés por su proyecto. Se le acababa el tiempo y había centrado sus escasas fuerzas en conseguir atraer la atención de Inger Johanne hacia su causa, la historia de Aksel Seier. Todo lo demás era superfluo. Casi había cumplido los setenta años y no pensaba perder el tiempo fingiendo que le importaba el trabajo de los demás.

Ahora su rostro había recuperado cierta lozanía, como si no estuviera enferma ni siquiera cansada. Inger Johanne acercó la silla de las visitas.

—Tomo como punto de partida diez casos de asesinato del período comprendido entre 1950 y 1960 —explicó mientras removía su café aguado sin propósito alguno—. Todos los condenados se declararon inocentes. Ninguno de ellos cambió su declaración mientras estaba en prisión. Habían sido y seguían siendo inocentes, según afirmaban ellos mismos. Mi tarea no consiste en averiguar si decían la verdad o no. Lo que quiero es ver si se dan diferencias en la vida posterior de estas personas, esto es, durante el cumplimiento de la condena y tras los indultos, las puestas en libertad y la revisión de los casos. Mi objetivo, en pocas palabras, es determinar hasta qué punto influye en el trato que les dispensa la justicia el hecho de que gente ajena al caso se implique en el asunto. Fredrik Fasting Torgersen, por ejemplo, como sabes, fue... —Inger Johanne sonrió con pudor. Alvhild Sofienberg era adulta cuando se produjo el caso Torgersen, mientras que Inger Johanne no había nacido—. Fue condenado a cadena perpetua por el asesinato de una joven. Ha defendido tozudamente su inocencia durante más de cuarenta años. Hasta el día de hoy otras personas, que para él eran en principio completos desconocidos, han batallado incansablemente por la libertad de ese hombre. El escritor Jens Bþørneboe, por ejemplo, y... —Se sonrojó levemente y se quedó callada—. Todo esto ya lo sabes, claro —añadió al cabo en voz baja.

Alvhild sonrió y asintió con la cabeza, en silencio.

—Mi investigación se centra en dos cosas —prosiguió Inger Johanne—. En primer lugar: ¿hay algo particular que caracterice los casos más sonados? ¿Se trata de sentencias basadas en pruebas especialmente débiles? ¿O quizá son las cualidades personales del acusado, más tarde condenado, las que llevan a terceros a interesarse por su caso? ¿Desempeña algún papel el modo en que los medios de comunicación informan sobre la investigación y el juicio? En otras palabras: ¿de qué depende que un caso quede relegado al olvido en el momento en que se dicta sentencia o que siga vivo, año tras año?

Se percató de que había alzado la voz.

—Después —continuó, ahora más bajo—. Después voy a intentar estudiar las consecuencias de que se mantenga un caso con vida. De Torgersen, por ejemplo, hay que decir, con toda franqueza, que no ha sacado ningún provecho de toda la ayuda que ha recibido. Naturalmente, comprendo que...

Inger Johanne advirtió que Alvhild estaba muy pendiente de sus palabras. Era como si la anciana centrase en ello todas las energías de las que disponía; tenía la espalda recta como la de una dama de la corte, apenas parpadeaba.

—Naturalmente —prosiguió Inger Johanne—, me doy cuenta de que, desde un punto de vista meramente humano, debe de significar mucho para un preso que alguien ahí fuera, alguien integrado en la sociedad, le crea...

—Por lo menos si eres inocente —la interrumpió Alvhild—. Eso no lo sabemos en el caso de Torgersen.

—Evidentemente se trata de una cuestión esencial. En general, quiero decir, pero no para mi investigación. Yo quiero investigar los resultados concretos de la implicación de terceros.

—Fantástico —dijo Alvhild como si hablara sola.

Inger Johanne no estaba del todo segura de haber entendido a qué se refería.

—¿No te da a ti también la impresión de que...? —dijo, pensativa, para llenar la pausa—. Quiero decir, ¿no es muy extraño que el caso de Aksel Seier quedara enterrado tras la sentencia, pese a que varios periódicos habían sido muy críticos con todo el proceso judicial? ¿Por qué se desentendieron de ello? ¿Había algo en ese propio hombre, en su personalidad, que les resultaba incómodo? ¿Se negó a colaborar con periodistas predispuestos en su favor? ¿Es Aksel Seier, en realidad, un... gilipollas? ¿Alguien que tenía bien merecido lo que le pasó? Creo que sería muy esclarecedor para mí hablar con este hombre.

La puerta se abrió despacio.

—¿Cómo va la cosa? —preguntó la enfermera, pero no esperó respuesta—. Lleva ya demasiado rato sentada en esa silla, señora Sofienberg. Ahora vamos a meterla en la cama. Tendré que pedirle a su amiga que...

—Eso puedo hacerlo yo misma, gracias. —La boca de Alvhild volvió a tensarse. La anciana había levantado el brazo en un gesto de rechazo a la mujer de blanco—. ¿No sería buena idea escribirle antes?

Inger Johanne Vik se levantó y se guardó en el bolso la libreta que no había usado.

—En algunas situaciones prefiero no escribir cartas —le respondió pausadamente mientras se colgaba el bolso del hombro.

—¿Y qué situaciones son ésas?

La enfermera había quitado la colcha de la cama y estaba arrastrando el monstruoso armatoste de metal hacia el centro de la habitación.

—Las situaciones en las que temo no recibir respuesta —contestó Inger Johanne—. No responder es también un modo de responder. No responder significa «no». No me atrevo a correr ese riesgo con Aksel Seier. Me marcho el lunes. Yo...

La enfermera la fulminó con la mirada.

—Que sí —murmuró Inger Johanne—. Ya me voy. Quizá te llame desde Norteamérica, Alvhild. Si tengo algo que contar, claro. Espero que entretanto te vaya... lo mejor posible.

Sin pensárselo dos veces se inclinó sobre la anciana mujer y le dio con cuidado un beso en la mejilla. Tenía la piel seca y fría. Al salir de la casa, Inger Johanne se pasó la lengua cuidadosamente por los labios. No sabían a nada, estaban secos.

14

Emilie había recibido un regalo. Una muñeca Barbie con mechones de pelo que se le podían sacar de la cabeza y volver a recoger con una llave que le sobresalía de la nuca. La muñeca tenía una ropa bien bonita: un vestido rosa con lentejuelas incluido en el paquete de la Barbie y un traje de vaquero en un paquete aparte. Emilie manoseaba el sombrero de vaquero. La Barbie estaba tumbada en la cama junto a ella, con las piernas separadas. Ella no tenía Barbies en casa. A mamá no le gustaba ese tipo de juguetes. A papá tampoco, y además Emilie ya era demasiado mayor para esa clase de cosas. Eso decía al menos la tía Beate.

—Quiero a mi papá...


Yo puedo ser tu papá.

El señor estaba de pie en el umbral de la puerta. Tenía que estar loco. Emilie sabía mucho de gente loca. Torill, la que vivía en el número 14 de su calle, estaba tan loca que había que ingresarla cada dos por tres. Sus hijos tenían que vivir con los abuelos porque su mamá de vez en cuando se creía caníbal. Entonces se ponía a hacer una hoguera en el jardín y quería asar a Guttorm y Gustav a la parrilla. Una noche Torill llamó a la puerta en mitad de la noche, Emilie se despertó y bajó somnolienta detrás de papá para ver quién era. Allí estaba la madre de Guttorm y Gustav, completamente desnuda, con rayas rojas por todo el cuerpo, pidiendo prestado el congelador. Papá mandó a la cama a Emilie, que nunca se enteró muy bien de lo que pasó después, pero durante muchísimo tiempo nadie volvió a ver a Torill.

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