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Authors: Noah Gordon

Chamán (10 page)

BOOK: Chamán
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La tierra era propiedad del gobierno. Mientras cabalgaban, Nick le explicó que había sido dividida por los topógrafos federales en parcelas de ochenta acres. La propiedad privada se vendía a ocho dólares el acre, o más, pero el precio de las tierras del gobierno era de un dólar con veinticinco centavos el acre, es decir, cien dólares el terreno de ochenta acres. Para adquirir la tierra había que dar una entrada de la vigésima parte del precio, el veinticinco por ciento a los cuarenta días, y el resto en tres plazos iguales al cabo de dos, tres y cuatro años, contando desde la fecha de la entrada. Nick dijo que era la mejor tierra que se podía conseguir para una granja, y cuando llegaron allí Rob le creyó.

Las parcelas se encontraban aproximadamente a un kilómetro y medio del río, brindando una gruesa franja de bosque ribereño que contenía varios manantiales y madera para construir. Más allá del bosque se extendía la fértil promesa de la llanura sin labrar.

—Este es mi consejo —anunció Holden—. Yo no consideraría esta tierra como cuatro parcelas de ochenta acres, sino como dos de ciento sesenta. El gobierno permite que los nuevos pobladores compren hasta dos secciones, y eso es lo que yo haría si estuviera en tu lugar.

Rob J. hizo una mueca y sacudió la cabeza.

—Es una tierra fantástica. Pero no tengo los cincuenta dólares que hacen falta.

Nick Holden lo miró con aire pensativo.

—Mi porvenir está ligado a esta futura ciudad. Si puedo atraer a otros pobladores, seré propietario del almacén, el molino y la taberna.

Los pobladores acuden en tropel a un sitio en el que hay médico. Para mí es una garantía tenerte viviendo en Holden’s Crossing. Los bancos están prestando dinero a un interés anual del dos y medio por ciento.

Yo te prestaría los cincuenta dólares al uno y medio por ciento, para que me los devuelvas en el plazo de ocho años.

Rob J. miró a su alrededor y lanzó un suspiro. Era una tierra fantástica. El lugar le parecía tan perfecto que tuvo que hacer un esfuerzo por controlar su voz mientras aceptaba la oferta. Nick le estrechó la mano cálidamente y restó importancia a su gratitud:

—No es más que un buen negocio.

Recorrieron lentamente la propiedad. La parcela doble que estaba al sur era un terreno bajo, prácticamente llano. El sector del norte era ondulado, con varias elevaciones que casi podían considerarse pequeñas colinas.

—Yo me quedaría con los trozos del sur —sugirió Holden—; el suelo es mejor y más fácil de arar.

Pero Rob J. ya había decidido comprar el sector del norte.

—Dedicaré la mayor parte a pastos y criaré ovejas; ése es el tipo de agricultura que yo entiendo. Pero conozco a alguien que está ansioso por cultivar la tierra, y tal vez quiera las parcelas del sur.

Cuando le habló de Jason Geiger, el abogado sonrió de placer.

—¿Una farmacia en Holden’s Crossing? Eso sería tener el éxito asegurado. Bueno, entregaré un depósito para la parcela sur y la reservaré a nombre de Geiger. Si él no la quiere, no será difícil hacer negocio con una tierra tan buena.

A la mañana siguiente los dos hombres se trasladaron a Rock Island, y cuando salieron de la Oficina del Catastro de Estados Unidos, Rob J. se había convertido en propietario y en deudor.

Por la tarde volvió solo a su propiedad. Ató a la yegua y exploró a pie el bosque y la pradera mientras pensaba y hacía planes. Caminó junto al río, como si estuviera soñando, mientras lanzaba piedras al agua, incapaz de creer que todo eso fuera suyo. En Escocia era terriblemente difícil comprar tierra. El terreno y las ovejas que su familia poseía en Kilmarnock habían pasado de una generación a otra a lo largo de varios siglos.

Esa noche le escribió a Jason Geiger describiéndole los ciento sesenta acres que habían sido reservados junto a su propiedad, y le pidió que le hiciera saber en cuanto le fuera posible si quería tomar posesión de la tierra definitivamente. También le pidió que le enviara una buena provisión de azufre porque Nick le había contado de mala gana que en primavera siempre había una epidemia que la gente del lugar llamaba sarna de Illinois, y lo único que al parecer servía para combatirla era una elevada dosis de azufre.

10

La crianza

Enseguida corrió la voz de que había llegado un médico. Tres días después de que Rob J. llegara a Holden’s Crossing fue llamado por su primer paciente, que vivía a veinticinco kilómetros de distancia, y a partir de entonces no dejó de trabajar en ningún momento. A diferencia de los colonos del sur y el centro de Illinois, la mayoría de los cuales provenían de los Estados del Sur, los granjeros que se establecían en el norte de Illinois llegaban desde Nueva York y Nueva Inglaterra, cada mes en mayor número, a pie, a caballo o en carromato, a veces con una vaca, algunos cerdos y algunas ovejas. El ejercicio de su profesión abarcaría un territorio amplio: la pradera que se extendía entre los grandes ríos, atravesada por pequeños arroyos, dividida por bosquecillos y estropeada por ciénagas profundas y llenas de barro. Si los pacientes iban a verlo, cobraba setenta y cinco centavos la consulta. Si él tenía que ir a visitar al paciente, cobraba un dólar, y uno y medio si era de noche. Pasaba la mayor parte del día montado en su caballo, porque en este extraño país las granjas se hallaban muy apartadas unas de otras. A veces, al caer la noche, estaba tan cansado de viajar que lo único que podía hacer era echarse en el suelo y dormir profundamente.

Le comunicó a Holden que a finales de ese mes estaría en condiciones de devolverle una parte de su deuda, pero Nick sonrió y sacudió la cabeza.

—No te apresures. En realidad creo que sería mejor que te prestara un poco más. Aquí el invierno es muy duro y vas a necesitar un animal más fuerte que el que tienes. Y con tantos pacientes no tienes tiempo de hacerte una cabaña antes de que empiecen las nevadas.

Creo que será mejor que busque a alguien que pueda construirte una, a jornal.

Nick encontró a un constructor de cabañas llamado Alden Kimball, un hombre infatigable, delgado como un palo, que tenía los dientes amarillos porque siempre estaba fumando en una apestosa pipa hecha con una mazorca. Había crecido en una granja en Hubbardton, Vermont, y últimamente era un réprobo mormón de Nauvoo, Illinois donde los adeptos eran conocidos como los santos del último día, y se rumoreaba que los hombres tenían tantas esposas como querían. Kimball contó a Rob J. que había tenido una discusión con los ancianos de la iglesia y que se había marchado, simplemente. Rob J. no estaba interesado en hacerle demasiadas preguntas. Para él era suficiente que Kimball usara el hacha y la azuela como si formaran parte de su cuerpo. Cortaba y desbastaba los troncos y los dejaba planos de los dos lados correspondientes. Un día Rob le alquiló un buey a un granjero llamado Grueber. En cierto modo Rob sabía que Grueber no le habría confiado su valioso buey si Kimball no hubiera estado con él. El santo caído insistía pacientemente en someter al buey a su voluntad, y en un solo día los dos hombres y la bestia arrastraron los troncos preparados hasta el emplazamiento que Rob había elegido a la orilla del río. Mientras Kimball unía los troncos de los cimientos con clavijas para la madera, Rob vio que el único tronco grande que sustentaría la pared norte tenía una curva de un tercio de su longitud, aproximadamente, y se lo hizo notar a Alden.

—Está bien —respondió Kimball, y Rob se marchó y lo dejó trabajar.

Al visitar el lugar un par de días más tarde, Rob vio que ya estaban levantadas las paredes de la cabaña. Alden había taponado los troncos con arcilla extraída de un lugar a la orilla del río, y estaba blanqueando las tiras de arcilla. En el lado que daba al norte, todos los troncos tenían una sinuosidad que combinaba casi exactamente con el tronco de la base, dando una ligera inclinación a toda la pared. A Alden debía de haberle llevado mucho tiempo encontrar troncos con el mismo defecto, y de hecho dos de ellos habían tenido que ser tallados con la azuela para lograr que combinaran.

Fue Alden quien le habló de un caballo ágil que Grueber tenía para vender.

Cuando Rob J. confesó que no sabía demasiado de caballos, Kimball se encogió de hombros.

—Es una yegua de cuatro años; aún está creciendo y desarrollando los huesos. Es un animal sano, no tiene nada malo.

Así que Rob la compró. Era lo que Grueber llamaba un animal bayo, más rojo que pardo, con patas, crin y cola negras, y manchas negras como pecas en la frente; tenía quince palmos de altura, un cuerpo fuerte y expresión inteligente en los ojos. Como las pecas le recordaban a la chica que había conocido en Boston, la llamó Margaret Holland.

Meg, para abreviar.

Se dio cuenta de que Alden tenía buen ojo para los animales, y una mañana le preguntó si le gustaría seguir como jornalero cuando la cabaña estuviera terminada, y trabajar en la granja.

—Bueno…, ¿qué clase de granja?

—De ovejas.

Alden puso mala cara.

—No entiendo nada de ovejas. Siempre he trabajado con vacas lecheras.

—Yo he crecido entre ovejas —comentó Rob—. No es muy difícil cuidarlas. Tienen tendencia a moverse en rebaño, así que un hombre y un perro pueden dominarlas fácilmente en una pradera. En cuanto a las otras tareas, castrarlas, esquilarlas y todo lo demás, yo podría enseñártelas.

Alden pareció reflexionar, pero sólo se trataba de un gesto de cortesía.

—Para ser sincero, no me interesan mucho las ovejas. No —dijo finalmente—. Gracias por su amabilidad, pero supongo que no. —Tal vez para cambiar de tema le preguntó a Rob qué pensaba hacer con la otra yegua. Mónica Grenville lo había llevado al Oeste, pero era un animal cansado—. No crea que conseguirá mucho si la vende sin ponerla antes en condiciones. En la pradera hay mucha hierba, pero tendrá que comprar heno para el invierno.

Ese problema quedó resuelto pocos días después, cuando un granjero que andaba escaso de dinero le pagó un parto con una carretada de heno. Después de consultarlo, Alden aceptó extender el techo de la cabaña junto a la pared que daba al sur, sosteniendo los extremos con estacas, para montar un establo abierto para las dos yeguas. Pocos días después de que estuviera terminado, Nick pasó para echar un vistazo.

Sonrió al ver el cobertizo añadido para los animales y evitó la mirada de Alden Kimball.

—Tienes que reconocer que le da un aspecto extraño —dijo mientras levantaba las cejas señalando la pared norte de la cabaña—. La maldita pared está curvada.

Rob J. pasó las yemas de los dedos por encima de la curva de los troncos, en un gesto de admiración.

—No, fue construida de este modo a propósito; así es como nos gusta.

Eso la hace diferente de las otras cabañas que probablemente has visto.

Después de que Nick se marchara, Alden estuvo trabajando en silencio aproximadamente durante una hora; luego dejó de colocar clavijas y se acercó a Rob, que estaba almohazando a Meg. Golpeó la pipa contra el tacón de la bota para quitar el tabaco.

—Supongo que puedo aprender a cuidar ovejas —dijo.

11

El solitario

Para empezar a formar el rebaño, Rob J. pensó sobre todo ovejas merinas españolas, porque su lana fina resultaba valiosa, y cruzarlas con una raza inglesa de lana larga, como había hecho su familia en Escocia. Informó a Alden de que no compraría los animales hasta la primavera, para ahorrarse el gasto y el esfuerzo que suponía cuidarlos durante el invierno. Alden se ocupó entre tanto de amontonar postes para vallas, construir dos establos con techo de una vertiente, y levantar una cabaña para él en el bosque. Afortunadamente podía trabajar sin que nadie lo supervisara, porque Rob J. estaba ocupado. La gente de los alrededores se las había arreglado sin médico, y él pasó los primeros meses intentando corregir los efectos de la falta de atención y de los remedios caseros. Visitó pacientes con gota, cáncer, hidropesía y escrófula, muchos niños con lombrices y personas de todas las edades con tisis. Se cansó de arrancar muelas picadas. Cuando arrancaba una muela picada sentía lo mismo que cuando amputaba un miembro; detestaba quitar algo que nunca podría volver a poner.

—Espera a la primavera, que es cuando todo el mundo coge algún tipo de fiebre. Te vas a forrar —le dijo Nick Holden alegremente.

Sus visitas lo llevaban por senderos remotos, casi inexistentes. Nick se ofreció a prestarle un revólver hasta que él pudiera comprarse uno.

—Viajar es peligroso. Hay bandidos que son como piratas de tierra, y ahora esos malditos hostiles.

—¿Hostiles?

—Indios.

—¿Alguien los ha visto?

Nick frunció el entrecejo. Dijo que habían sido divisados en varias ocasiones, pero admitió de mala gana que no habían molestado a nadie.

—Hasta ahora —añadió en tono pesimista.

Rob J. no se compró ningún revólver ni usó el de Nick. Se sentía seguro con su nueva yegua. Era un animal de gran resistencia, y él disfrutaba al ver la seguridad con que podía trepar y bajar por orillas empinadas y vadear corrientes rápidas. Le enseñó a aceptar que la montaran por un costado o por otro, y la yegua aprendió a acudir cuando le silbaba. Los animales de su tipo se utilizaban para reunir el ganado, y Grueber ya le había enseñado a arrancar, detenerse y girar instantáneamente, respondiendo al más mínimo cambio del peso de Rob, o a un pequeño movimiento de las riendas.

Un día de octubre fue llamado a la granja de Gustav Schroeder, que se había aplastado dos dedos de la mano izquierda con unas pesadas rocas. Rob se perdió por el camino, y se detuvo a preguntar en una choza de aspecto lamentable que se encontraba junto a unos campos muy bien cuidados. La puerta se abrió apenas una rendija, pero fue asaltado por el peor de los olores, por el hedor de desechos humanos viejos, aire viciado y podredumbre. Apareció una cara, y Rob vio los ojos rojos e hinchados, el pelo húmedo y lleno de mugre, como el de una bruja.

—¡Lárguese! —le ordenó una áspera voz de mujer.

Algo del tamaño de un perro pequeño se movió al otro lado de la puerta. ¿No había un niño allí dentro? La puerta se cerró de golpe.

Los cuidados campos resultaron ser de Schroeder. Cuando Rob llegó a la granja tuvo que amputar al granjero el dedo meñique y la primera articulación del tercer dedo, lo cual representó un sufrimiento para el paciente. Al terminar le preguntó a la esposa de Schroeder por la mujer de la choza, y Alma Schroeder pareció un poco avergonzada.

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