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Authors: Marie Darrieussecq

Tags: #Realismo Mágico, Relato

Chanchadas (3 page)

BOOK: Chanchadas
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Retomé el trabajo con el corazón ligero, no tenía más la preocupación de saber si estaba embarazada o no. Los clientes como siempre pagaban bien. El patrón me dejaba un porcentaje un poco más importante ahora, estaba muy contento conmigo, decía que era su mejor obrera. En el cambio de stock siguiente tuve derecho a una ceremonia con medalla delante de todas las otras vendedoras de la cadena y delante de los dignatarios más altos, a una polvera de la casa
Lobo–Ahí–Estás
, y a un conjunto de cremas Gilda con
ADN sobreactivado para renovación celular y recombinaciones de macromoléculas
. Eran productos nuevos. Lloré de alegría en la ceremonia. Sacaron fotos. Estaba muy orgullosa, se veía en las fotos. Se veía también que había engordado, pero no tanto porque desde mi aborto había tenido náuseas cada vez más frecuentes y había adelgazado. No se podía seguir imputándole eso al embarazo. Había algo que no funcionaba. Tenía que cuidarme cada vez más en mi alimentación, apenas comía legumbres, sobre todo papas, era lo que digería mejor. Me volvía loca por las papas crudas; sin pelar, hay que decirlo. Honoré miraba eso con bastante asco. Por una vez se preguntaba de verdad si estaba embarazada. Pero a pesar de su aspecto un poco compungido, a Honoré no hacía falta jurárselo. Ahora todas las noches las pasaba allí, no tenía tiempo ni de lavarme que ya tenía que hacérselo. Era como con los clientes. Yo que había creído que mis rollos le darían asco, y bueno, para nada. Contra todo lo que se podía esperar, los clientes, hasta los nuevos (gracias al director disponían a su gusto de mi tiempo ya sobrecargado, pero pagaban bien), parecían apreciarme un poco gorda. Les daba un apetito bestial, por así decirlo. Apenas había comenzado la sesión que ya querían todo, rápido, el combinado especial y el
Alta Técnica
con todo incluido, aceites y vibrador y todo, con el precio que tiene; pero veía con toda claridad que los aceites les importaban un pito y el vibrador me lo arrancaban de las manos y le daban usos de lo más raros, se los juro. Salía de ahí molida. Las mujeres, al menos, son más refinadas. Todas mis antiguas dientas se extasiaban ante la sesión
Alta Técnica
, no había nada mejor para ellas. Empezaba a lamentar no tener más que una clientela de hombres. Vendía cada vez menos perfumes y cremas, pero al director de la cadena parecía no importarle. Los stocks se acumulaban en la parte trasera de mi tienda y yo ya decidía los que iba a guardarme en el próximo cambio de stock. No era un trabajo malo. Hasta tenía satisfacciones. Los clientes, una vez que habían conseguido lo suyo, siempre tenían una palabrita amable para mí, me encontraban
arrebatadora
, a menudo empleaban otras palabras que no osaría escribir pero que al final me daban el mismo placer. Veía con claridad que era como ellos decían, bastaba con que me mirara al espejo, no era idiota de todos modos. Ahora lo más lindo era mi trasero. Estaba ceñido a reventar en mi guardapolvo, hasta tenía que zurcirlo, pero el director de la cadena se negaba a abrirme crédito para que me comprara uno más grande. Decía que la cadena estaba al borde de la bancarrota, que no había dinero. Todas hacíamos grandes sacrificios económicos, teníamos miedo de que la cadena quebrara y que nos encontráramos sin trabajo. A mis pocas compañeras vendedoras, las veía muy rara vez, siempre me decían que yo era una suertuda al tener a un hombre honesto como Honoré para mantenerme si era necesario. Estaban celosas, sobre todo de mi trasero. Lo que no decían era que la mayoría de ellas recibían dinero de los clientes, dinero para ellas. Yo siempre me negué, una tiene su orgullo de todos modos. Yo no tenía tantas ganas de ver a mis compañeras vendedoras, tenían mala facha, por no decir otra cosa. Mis clientes sabían que no era cuestión de dinero entre nosotros, que todo pasaba directamente a la cadena y que yo tocaba mi porcentaje y punto. Estaba orgullosa de tener la gestión más limpia de toda la empresa. Mis compañeras vendedoras me sacaban de quicio. Jugaban fuerte, también con el director. Por suerte para ellas yo no las denunciaba porque el director tenía sus métodos propios para las jóvenes deshonestas. Por otra parte, a fin de cuentas siempre se encontraba un cliente descontento que se iba de boca y participaba en la sesión de reeducación. Yo hacía bien mi trabajo. Mi perfumería estaba bien cuidada.

Aceptaba los cumplidos y los ramos de flores. Eso es todo. Pero lo que me duele confesar aquí, y sin embargo es preciso que lo haga pues ahora sé que forma parte de los síntomas, lo que me duele confesar es que me comía las flores. Iba a la parte trasera de mi tienda, las ponía en un florero, las contemplaba largo rato. Y después me las comía. Era su perfume, sin duda. Se me subía a la cabeza, todo ese verde y la visión de todos esos colores. Era la naturaleza de afuera que entraba en la perfumería, eso me emocionaba, por así decirlo. Me daba vergüenza, al margen de que las flores cuestan muy caras sabía que los clientes hacían grandes sacrificios para regalármelas. Entonces siempre me esforzaba por guardar una o dos para ponérmelas en el ojal. Eso me exigía una gran sangre fría, en cierta manera era una pequeña victoria sobre mí misma. A los clientes les gustaba ver sus flores contra mis senos. Y lo que me tranquilizaba era que ellos también se las comían. Se inclinaban sobre mi y, ¡zas!, de un mordisco me las cortaban del escote y luego las masticaban con un aire goloso mirándome de hito en hito. A mis clientes los encontraba encantadores en general, de lo más lindos. Se interesaban cada vez más en mi trasero, ése era el único problema. Quiero decir, e invito a todas las almas sensibles a que salteen esta página por respeto a sí mismas, quiero decir que mis clientes tenían antojos raros, ideas totalmente contra natura, si entienden lo que quiero decir. Las primeras veces, me dije que, después de todo, si gracias a mí la cadena podía tener dinero extra, podía sentirme orgullosa y hacer todo para que las cosas anduvieran todavía mejor. Pero no sabía bien cuándo los clientes comenzaban a sobrepasar los límites, en cierta forma ignoraba hasta dónde llegaba mi contrato para preservar las buenas costumbres. Me llevó tiempo y coraje animarme a abrirme ante el director de la cadena. Curiosamente el director de la cadena se rió mucho y me trató de
niñita
, descubrí que había una cierta ternura en esa manera de llamarme y eso me emocionó hasta las lágrimas. El director de la cadena hasta me regaló una crema especial de la casa Yerling para ablandar las partes sensibles y hacer todo más fácil, ahí sí que me puse a sollozar. El director de la cadena debía estar verdaderamente orgulloso de mí para darme pruebas de tanta bondad. A continuación tuvo suficiente paciencia como para desperdiciar su propio tiempo y perfeccionar mi formación. Secó mis lágrimas. Me sentó sobre él y metió una cosa en mi trasero. Me dolió más que con los clientes, pero me dijo que era para mi bien, que ahora todo sería mejor, que no tendría más problemas. Sangré mucho, pero a eso no se lo podía llamar menstruación. Mis menstruaciones no habían vuelto desde el aborto. El director me dijo que fuera siempre muy cortés con los clientes. Y después ocurrió algo raro y en todo sentido indecoroso, y una vez más suplico a los lectores sensibles que no lean estas páginas. Empecé a tener muchas ganas, para llamar a las cosas por su nombre, de tener relaciones sexuales. En apariencia nada había cambiado, los clientes siempre eran los mismos. Honoré también, y tampoco tenía nada que ver con el complemento de formación que me había concedido el director de la cadena. Además, ahora que a los clientes no les importaba más que mi trasero, yo hubiera preferido que se interesaran en mí de otra forma. Hacía gimnasia a escondidas para reducir mis nalgas, hasta seguía un curso de
aerobic
, pero no lograba reducir el tamaño de mi trasero. Por el contrario, había engordado unos kilos. Sólo se me veía el traste. Entonces, para que los clientes se interesaran en otra cosa, voluntariamente dejé que se me abriera el escote y tomé la iniciativa. La primera vez que me puse a horcajadas sobre un cliente, las cosas anduvieron muy mal. Me llamó por nombres que no me atrevo a repetir aquí. Comprendí que sería difícil no dejarles la iniciativa a los clientes y por lo tanto obtener lo que quería. Entonces hice como en el cine. Me puse a hacer bromas y a hacerme la coqueta. A los clientes eso los volvía locos. Antes, adoptaba una actitud muy estricta, no era cuestión de que me permitiera la menor falta de gusto, estábamos en una perfumería distinguida. Pero cuando empecé a introducir cosas de mi cosecha, me entristece decirlo, los clientes se volvieron como perros. De todos modos perdía algunos que parecían extrañar el antiguo estilo del establecimiento y soportaron mal la metamorfosis. Pero tenía muchas ganas, ustedes comprenderán. Al principio tuve miedo de perder demasiados clientes, que eso se advirtiera en la caja. Pero para mi gran sorpresa, me llegó un nuevo tipo de clientela, sin duda porque se corrió la voz. Los nuevos clientes tenían aspecto de buscar una vendedora como yo, que tuviera ganas de veras, que se meneara y todo eso, les ahorro los detalles. Comprendí entonces que había avanzado sobre la clientela de algunas otras perfumerías de la cadena, que eso había producido desorden, el director me exigió en términos no del todo galantes que me calmara. Hasta me dio una bofetada cuando le pregunté si quería aprovechar de mis servicios. Sin embargo, antes no se había hecho el difícil. Los clientes que ahora prefería eran aquellos que me pedían que los atara para su masaje. Eso me transformaba. Podía aprovecharme como quería. En los espejos me encontraba linda, un poco roja por cierto, algo amorcillada, pero salvaje, no sé cómo decirlo. Había como altivez en mis ojos y en mi cuerpo. Cuando me levantaba, el cliente también tenía los ojos ardientes. Era como si estuviéramos en la selva. Había clientes tan enloquecedores que me los habría comido. Y a los que perseveraban en sus antiguas costumbres, a los que todavía no habían comprendido que el estilo de la casa había cambiado, los que todavía querían melindres, gestos temerosos y trasero, los ponía en su lugar había que ver cómo. Recibí golpes, sobre todo de quienes ya tenían la costumbre de pegarme antes de su masaje especial. Pero me daba igual. En mí pasaba algo tan extraordinario que hasta la sesión para ponerme en vereda que me hizo soportar el director de la cadena apenas me arrancó algunos gritos. Ahora él me encontraba demasiado desvergonzada, había adoptado un mal estilo, las
gatas calientes
no eran para la casa. Los clientes se habían quejado. Cuando me llevó tres días de fin de semana con su tesorero y sus doberman, el director de la cadena creyó que me haría perder para siempre el gusto por los chistes de doble sentido. Creyó que los antiguos clientes de nuevo podrían hacerle cumplir con su oficio a una
niñita
sabia y dócil y que mantiene los ojos bajos sin un murmullo. Y bueno, se equivocó. Lo extraordinario era que ahora eso me gustaba, quiero decir, no sólo los masajes que se pueden anunciar en la vidriera y la demostración de productos, no, todo el resto, por lo menos aquello en lo que yo misma tomaba la iniciativa. Por cierto quedaban clientes que se aferraban a sus antiguas costumbres. De todos modos no podía negarles todo, y sin embargo era preciso que tuviera mucho cuidado si no quería que el director de la cadena me enviara al centro de reeducación especial. El director de la cadena decía que era una gran desgracia, que hasta las mejores obreras tomaban el mal camino, que ya no se podía contar con nada. Decía que me había convertido, discúlpenme, en una
verdadera perra
, ésos son sus propios términos. Honoré estaba encantado. Sus teorías se veían confirmadas. El trabajo me había corrompido. Ahora yo gemía bajo él. Muy pronto ya no quiso saber nada de mí; decía que yo le daba asco. Para mí era aburrido, ahora era siempre yo la que tenía ganas y estaba obligada a buscar mi satisfacción en la perfumería. Honoré me empujaba en brazos del estupro. También ahora me pregunto en qué medida Honoré no había advertido oscuramente las transformaciones de mi cuerpo. Puede ser que mis rollos y mi tez cada vez más rosada y como manchada de gris fueran lo que le disgustaba. No me resultaba práctico para mí concentrar mi actividad sexual solamente en la perfumería, porque además de no encontrar siempre clientes sensibles a mi nueva modalidad, tenía que acordarme de simular como antes con los antiguos clientes. Voy a intentar explicarme de la manera más clara posible, porque sé que no es fácil de comprender, sobre todo para los hombres. Con los nuevos, sobre todo con aquellos que se dejaban atar cómodamente, ahora podía trabajar a mi ritmo, dejarme ir, pegar los gritos que quería. Pero con los viejos clientes, al tener que refrenar mis ardores y aceptar sus antojos contra natura, saben de qué hablo, a veces de todos modos lograba satisfacerme. Y no faltaron viejos clientes que me hicieran notar en tono de reproche que mi forma de gritar había cambiado mucho. Por cierto, pues antes aparentaba. No sé si me siguen. Entonces era preciso que me acordara de pegar exactamente los mismos gritos que antes. También tenía que recordar los clientes a los que les gustaba que gritara y los clientes a los que no les gustaba que gritara. Pero es difícil simular cuando las sensaciones verdaderas nos llegan al cuerpo. No sé si me hago entender bien. Me imagino hasta qué punto debe ser chocante y desagradable leer a una joven que se expresa de cierta manera, pero debo decirlo a pesar de que ahora no soy exactamente la misma que antes, y que ese tipo de consideraciones comienza a no tener sentido para mí. En todo caso, la vida se volvía complicada. Además de verme obligada a disfrazar mis sensaciones, les tenía cada vez más miedo a mis antiguos clientes, los llamados telefónicos escandalizados que podían hacerle al director. Ya no contaba con la confianza del director y me daba miedo que me echaran. Por suerte vino un morabito africano muy rico que alquiló mis servicios a precio de oro por una semana. El director estaba muy contento por la llegada del rico morabito, pero quería que las cosas ocurrieran en cualquier lado que no fuera la perfumería, un negro era algo delicado. La perfumería permaneció cerrada todo ese tiempo y los espíritus más caldeados se calmaron. Entonces muchos antiguos clientes se inclinaron por una supuesta perlita que el director había descubierto en las Antillas e instalado a todo trapo en Champú–Elysées, uno se pregunta de dónde había sacado los medios la cadena. El morabito fue encantador conmigo. Me llevó a su
loft
del barrio africano y me dijo que hacía mucho que buscaba a alguien como yo. De entrada nos divertimos, él valoraba mucho mi carácter. Yo, en verdad, me aprovechaba de eso. No se descubren sensaciones nuevas todos los días, sobre todo porque el morabito sabía especialidades de su país. Y entonces, después de haberse divertido mucho, el morabito se puso a hacer cosas raras. Me pasó ungüentos por el cuerpo, me auscultó, por así decirlo, parecía que buscaba algo. Mi piel reaccionó violentamente a los ungüentos, me ardía, me cambiaba de color, tenía ganas de decirle que se detuviera. El morabito me hizo beber licor de ojo de pelícano. También intentó someterme a hipnosis. Me preguntó si me sentía enferma. Entonces, para que parara un poco, me puse a contarle todo lo que había ocurrido en los meses anteriores. El morabito me dio su tarjeta, me dijo que volviera a verlo
si eso continuaba
. Simpatizamos. El morabito se reía mucho por la diferencia de nuestro color, él tan negro y yo ahora tan rosada, eso le despertaba el apetito. Siempre teníamos que ponernos en cuatro patas delante del espejo y pegar gritos de animales. Los hombres, de verdad, son extraños.

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