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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (32 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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—Eso está claro —murmuró convencido Bolitho—. De cualquier forma, piensa abrir fuego sobre nosotros, pero antes quiere salvar al oficial francés. Tiene miedo de matarlo en la batalla, o de que resulte herido durante el bombardeo.

—Estoy con usted —dijo D'Esterre, quien vociferó a continuación—: ¡No puedo aceptar el intercambio!

Bolitho vio que el guardiamarina daba un paso al frente y hacía un intento de alzar sus manos en un gesto de súplica.

—Se arrepentirá de eso —gritó a su vez Brown.

Bolitho ardía en deseos de mirar hacia los veleros que se acercaban y ver así cuánto habían progresado en sus últimas bordadas. Se contuvo, porque el menor gesto de inseguridad en un momento como aquel podía provocar un desastre. Como, por ejemplo, un nuevo ataque frontal. Si el enemigo supiese que habían empezado a inutilizar los cañones, estaría ya avanzando por la calzada para intentar de nuevo la toma del islote. De repente se sintió vulnerable. Aunque el dolor provocado por Huyghue era mucho peor. Un mocetón de dieciséis años. Abandonado en manos de un ejército enemigo, en tierra extranjera, donde ni su muerte ni su desaparición provocarían comentario alguno.

—Estoy en condiciones de ofrecerle la libertad de su lugarteniente —dijo D'Esterre.

—No —replicó el coronel Brown acariciando la cabeza de su perro al mismo tiempo que hablaba, como si intentase apaciguar sus propios pensamientos.

Estaba claro que había recibido órdenes, decidió Bolitho. Igual que todos ellos.

La mención del segundo oficial del fuerte no alteró el curso de la negociación. Acaso indicaba a los enemigos que Pagel conservaba con vida y vigilados los prisioneros tomados en el ataque contra el fuerte. Esa simple información podía contribuir a salvar la vida de Huyghue.

La explosión de un cañonazo, que sonaba alejado y sordo, sorprendió a todos los presentes. Al instante, Bolitho pensó que la columna enemiga había ya posicionado su artillería, lo que le produjo una instantánea decepción en el corazón. Los súbitos vítores que siguieron, sin embargo, modificaron su ánimo.

—¡Uno de los buques ha soltado ya su ancla, señor! —resolló a su costado Stockdale.

D'Esterre dirigió la mirada hacia Bolitho y declaró pragmático:

—Debemos irnos. No quiero alargar inútilmente el sufrimiento del muchacho.

—¡Cuídese y tenga paciencia, señor Huyghue! —vociferó Bolitho—. ¡Todo saldrá bien! ¡Pronto será usted intercambiado por algún prisionero, estoy seguro!

El guardiamarina, sin duda, conservó hasta el último instante la fe en su próxima liberación. Probablemente consideraba que lo sufrido durante la sangrienta batalla era ya suficiente castigo. Su apresamiento por el enemigo superaba la capacidad de comprensión de su mente.

Hizo un amago de huir, lanzándose hacia el agua, y cuando uno de los soldados le cogió por el brazo cayó de rodillas envuelto en gritos y sollozos:

—¡Ayúdenme! ¡No me abandonen! ¡Por favor, socorro!

El propio coronel de la milicia pareció conmovido por el desespero del muchacho. Con un gesto, ordenó a sus hombres que lo alejasen de la playa.

Bolitho y sus acompañantes dieron la espalda a los parlamentarios enemigos e iniciaron el regreso al fuerte. Los dramáticos sollozos de Huyghue les acompañaban como una maldición.

La fragata había fondeado en aguas alejadas de la orilla, pero sus velas estaban ya aferradas a las vergas; varios botes habían sido arriados al agua por sus gentes, que remaban con energía hacia el islote.

La
Spite
, de menor eslora, continuaba navegando para aproximarse más a tierra. En las amuras de proa se podía ver a los dos sondadores, atareados con sus escandallos, que vigilaban el fondo en busca de un banco de arena o un arrecife no detallado en la carta.

Los veleros, con ese aspecto tan limpio y eficaz, remotos en la inmensidad del agua, provocaron en Bolitho un súbito asco por la tierra firme. Más repugnancia le daba el espeso hedor de la muerte, que parecía imponerse al de los restos de los fuegos nocturnos.

Quinn, que les esperaba junto a los portones de la entrada, estudió su expresión cuando pasó junto a él y se deslizó en la sombra.

—¿Le han dejado allí?

—Sí. —Bolitho le miró con la gravedad dibujada en el rostro—. No teníamos otra opción. Si no hubiera nada mejor que hacer que intercambiar nuestras víctimas, tampoco tendríamos razón para haber venido hasta aquí. —Suspiró y prosiguió—: Aunque no será fácil poder olvidar su cara.

Paget miró su reloj y distribuyó instrucciones:

—Trasladen el primer grupo de hombres heridos a la playa. —Echó una ojeada hacia Bolitho y preguntó—: ¿Qué le parece? ¿Intentarán un nuevo ataque mientras procedemos a la evacuación?

—Ahora hay luz de día, señor —respondió Bolitho encogiéndose de hombros—. Nos bastará con los cañones giratorios para mantenerles a raya un buen rato. Aunque si atacan dificultarán nuestra tarea.

Paget se volvió al oír los gritos de hurra que retumbaban en el recinto del fuerte.

—Majaderos —dijo desviando la mirada—. ¡Que Dios les proteja!

Un soldado descendió a toda prisa por la escala del parapeto:

—Saludos del señor Raye, señor; dice que han avistado soldados en la cumbre de la colina. Y también dice que le parece haber visto artillería, señor.

Paget asintió:

—Correcto. Tenemos que apresurarnos. Mande una señal a la
Spite
para que suelten su ancla y arríen los botes con la máxima urgencia.

En cuanto Quinn hubo desaparecido, acompañado del soldado, para cumplir las órdenes, Pagel indicó a Bolitho:

—Me temo que a usted le toca el trabajo más delicado, Bolitho. Pero pase lo que pase, sobre todo, ocúpese de hacer saltar el polvorín.

—¿Qué hacemos con los prisioneros, señor?

—Si hay sitio en la fragata y tenemos tiempo, los trasladaremos allí. —Mostró una sonrisa enigmática y sentenció—: Si me tocase a mí quedarme como comando rezagado, me daría el gustazo de hacerles saltar por los aires con el pañol de pólvora. Malditos rebeldes. Pero puesto que usted se hará cargo de la explosión, dejo la decisión en sus manos. Es su responsabilidad.

Los botes de la
Vanquisher
habían varado ya en la playa. A su alrededor se afanaban los marineros que ayudaban al embarque de los soldados heridos. Sus caras mostraban pasmo y dolor al constatar lo escaso del número de supervivientes.

Pronto llegaron a la orilla los botes de la balandra, y nuevas remesas de hombres iniciaron el camino hacia el refugio seguro y los cuidados de la enfermería.

Bolitho, de camino por el parapeto, se detuvo sobre los mismos portones en que él y Stockdale habían esperado agazapados en la oscuridad de la noche cuando Quinn se comportó como un cobarde.

Ya el recinto del fuerte se notaba más vacío. Mientras los infantes de marina desfilaban con prisa por los portones y se dirigían al fondo del patio, Bolitho observó a lo lejos otro grupo de casacas rojas atareados junto a los dos cañones restantes, anclados todavía en la calzada. Una vez dada la orden para la retirada definitiva, el sargento Shears y su puñado de hombres encenderían las mechas conectadas a ambos cañones. Las dos cargas prietas colocadas en cada uno eran suficientes para destrozar sus muñones y dejarlos tan inservibles como los que quedaban en el fuerte.

Se preguntó si la noticia de aquella acción alcanzaría a ser conocida en Inglaterra. Una más de tantas empresas pequeñas que, sumadas, constituían una campaña. Pocas páginas se escribían con los nombres de los verdaderos héroes, reflexionó. Esos hombres solitarios que protegían los flancos durante un ataque, o los que se quedaban atrás para cubrir una retirada. Sin duda el sargento Shears pensaba en eso en aquel mismo instante: en la distancia que le separaba del fuerte, en los infantes de marina que tenía a su cargo.

Se oyó primero un estampido y luego un prolongado zumbido. Un proyectil pasó en vuelo rasante sobre él y se, incrustó con violencia sobre la arena.

—¿Lo ve, señor? —explicó el guardiamarina Couzens señalando hacia la loma—. ¡El humo viene de allí! ¡Por lo menos tienen ya un cañón en posición!

Bolitho observó al joven guardiamarina. Couzens mostraba una cara pálida y un semblante enfermizo. Le llevaría tiempo recuperarse de la impresión causada por el combate de la noche anterior, los caballos encabritados y el fragor de los sables.

—Encuentre al comandante e infórmele. Seguro que ya se ha enterado, pero dígaselo en cualquier caso. —Cuando vio que Couzens saltaba ya sobre el primer peldaño de la escala añadió con paciencia—: Luego preséntese ante el oficial superior de marina que esté al mando de los botes. Sobre todo, no vuelva por aquí. —Notó que las emociones inundaban el rostro del muchacho: alivio, preocupación, rebelde testarudez después de todo. Pero Bolitho añadió con firmeza—: No se lo pido ni se lo aconsejo: es una orden.

—Pero, señor, yo prefiero quedarme con usted y ayudar.

Bolitho se volvió al oír un segundo cañonazo que surgía de la ladera de la colina. Esta vez la bala cayó sobre el agua y su rebotar por encima de las crestas hizo pensar en un delfín enloquecido.

—Lo sé, pero ¿qué explicación le darían a su padre en caso de que algo saliera mal? ¿Eh? ¿Quién se comería las tartas que prepara su madre?

Oyó a sus espaldas algo parecido a un sollozo; cuando, segundos después, se volvió de nuevo, el parapeto estaba desierto. Demasiado tiempo había conservado la entereza aquel muchacho, pensó Bolitho, presa de pronto de un ataque de tristeza. Tres años más joven que Huyghue: un niñato.

Vio un nuevo resplandor producido por el disparo del cañón; poco después una bala voló por encima de su cabeza con el silbido de una tela que se desgarraba. Los artilleros enemigos al parecer habían logrado ajustar sus cañones para los disparos de larga distancia. El proyectil cayó en paralelo con la línea donde se hallaba la fragata fondeada, tan cerca de ella que su impacto sobre el agua inundó con raciones de espuma uno de los botes dispuestos a avanzar en dirección a la isla para recoger una nueva remesa de hombres.

D'Esterre subió por la escalera y se plantó ante Bolitho.

—Estamos a punto de embarcar la última división de hombres. También hay sitio para los prisioneros. El comandante Paget ha enviado al francés, ese Contenay, a bordo del primer bote. No quiere jugársela. —El militar se quitó el sombrero y estudió con la mirada el terraplén que se extendía—. Vaya lugar de maldición.

Desde el patio les avisó la voz de un vigía:

—¡La
Vanquisher
está cobrando del cabo del ancla, señor!

—Quieren apartarse de en medio antes de que el coronel Brown les coloque una muestra del sabor de su acero en su alcázar —dijo con fingida ironía D'Esterre, cuya expresión parecía preocupada—. No se descuide, Dick; no me extrañaría que, en cuanto vean nuestra intención de salir corriendo, se lanzasen a la aventura de un ataque relámpago.

Bolitho asintió:

—Voy a prepararme. Espero que para los que partimos en último lugar hayan elegido uno de los botes más veloces.

También él se esforzaba en que sus comentarios resultasen irónicos y relajados. Lo que lograba, sin embargo, era aumentar su propia tensión y la garra que atenazaba su pecho y le hacía difícil incluso respirar.

—La balandra
Spite
ha mandado su yola —dijo D'Esterre—, le espera a usted, y la tendrá para usted solo.

—Váyase ya —le recomendó Bolitho—. Podré yo solo con todo.

Vio un nuevo grupo de soldados de infantería que repasaban por última vez el patio. Mientras se alejaban, uno se detuvo para aplicar la llama de una antorcha al montón de papeles y enseres apilados junto a los establos.

D'Esterre, por su parte, se detuvo a observar a Bolitho mientras éste se encaminaba hacia el pañol de explosivos. En cuanto le vio desaparecer por la entrada, se dio la vuelta y, a toda velocidad, corrió hacia los portones, donde le esperaban sus hombres.

Una bala de cañón silbó por encima del poco esbelto torreón, pero D'Esterre ni siquiera se molestó en alzar los ojos para mirarla. No parecía comportar ninguna amenaza. El peligro real y la muerte estaban allí abajo, como un recuerdo de dolor y podredumbre.

El perfil de la fragata se encogió al pivotar su casco hacia el viento y luego cobrar arrancada de la nueva amura alejándose de tierra. La mayor del trinquete restallaba ya al viento y empezaba a llenarse, mientras los remeros de uno de los botes todavía remaban con energía para alcanzarla. A la gente que viajaba en los demás botes les esperaba un largo trecho hasta subir a bordo. Pero el comandante del buque de guerra sabía lo peligrosa que resultaba una batería bien posicionada en tierra firme. Si perder una fragata resultaba ya suficiente deshonor, permitir que la apresasen los rebeldes y la anexaran a la armada revolucionaria era mucho peor todavía.

Una vez hubo penetrado de nuevo en el ambiente enrarecido del sótano abarrotado de explosivos, Bolitho se olvidó de D'Esterre y de todo lo demás. Allí le esperaban Stockdale y, junto a su mecha retardada, un solitario cabo de infantería de marina y un marinero, a quien identificó, pese al tizne y la mugre que le cubrían, como Rabbet, el ladrón enrolado en Liverpool.

—Enciendan las mechas.

El impacto de una bala de gran calibre, que atravesó el parapeto, le hizo parpadear. El proyectil había dado de lleno en los establos, que ardían ya a fuego vivo, y lanzó astillas de madera por todo el patio.

—Cabo —ordenó a continuación—. Acérquese hasta el portalón de entrada y llame a los hombres destacados sobre la calzada. Tan rápido como pueda.

Las mechas ardían ya con un siseo que las hacía parecer vivas: obscenos animales luminosos en la penumbra, como serpientes.

Se diría que ardían más rápido de lo que debían, pensó.

Dio una palmada a Stockdale:

—Ha llegado nuestra hora.

Un nuevo proyectil, tras alcanzar el fuerte, hizo saltar por los aires un cañón giratorio, cuyo tubo voló como si fuese un palillo.

Oyó dos rápidas explosiones procedentes de la calzada. Los dos cañones anclados sobre el terraplén habían sido inutilizados por sus hombres.

Sonaban también los disparos de los mosquetes. A aquella distancia no eran efectivos, pero los que los disparaban no tardarían en avanzar por la calzada, y allí tendrían más puntería.

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