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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

Cuando falla la gravedad (5 page)

BOOK: Cuando falla la gravedad
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¿Dos trifets más? ¿Tres, para estar a salvo? ¿O me dejarían muy tenso? No quería estrellarme contra la pared como cuando se rompe una cuerda de guitarra. Tomé dos y me guardé la tercera en el bolsillo, por si acaso.

Tío, el día siguiente iba a ser funesto y despreciable. Mejor vivir a través de la química, no importaba que obtuviera la energía adicional de golpe, en forma de pequeño pastel de píldoras, aunque, por usar una de las frases favoritas de Chiriga, las resacas son unas putas. Si me las arreglaba para sobrevivir al asombroso encontronazo que se iba a producir, sería ocasión de regocijo general alrededor del trono de Alá.

Recuperé el ritmo en media hora. Me duché; me lavé la cabeza; me recorté la barba, pasándome la maquinilla por los escasos lugares de mis mejillas y mi cuello donde no quería barba; me lavé los dientes; limpié el lavabo y la bañera, y caminé desnudo por el apartamento en busca de otras cosas para limpiar o arreglar; después, me calmé.

—Tranquilo, chico —murmuré.

Me vino bien tomar dos bangers tan pronto; antes de que llegara la hora de irme me había serenado.

El tiempo transcurría despacio. Se me ocurrió llamar a Nikki para recordarle la cita, pero no tenía sentido. Pensé en llamar a Yasmin o Chiri, mas estaban en sus trabajos respectivos. Me recosté contra la pared y empecé a temblar, casi llorando: Jesús, la verdad era que no tenía amigos. Me hubiera gustado disponer de un sistema holo como el de Tamiko, para matar el tiempo. Hubiera visto algunos holoporno, que convertirían la realidad en algo fétido y enfermizo.

A las siete y media me vestí: una camisa vieja y gastada, los téjanos y las botas. No hubiese podido tener buen aspecto ante Hassan aunque hubiera querido. Mientras salía del edificio, oí el crujido de la estática y amplificada voz del muecín al gritar: «Laa'illaha'illallahu», un hermoso sonido aliterativo para llamar a la oración, conmovedor incluso para un perro blasfemo y no creyente como yo. Me apresuré por las calles vacías; las busconas cesaron su búsqueda para orar, los macarras cortaron sus enredos para orar. Mis pasos resonaban sobre los viejos adoquines de piedra como acusaciones. Cuando llegué a la tienda de Hassan, todo había vuelto a la normalidad. Tras la última llamada de la tarde a la oración, las busconas y los macarras volvieron a sus trapicheos de comercio y explotación mutua.

A esa hora, un muchacho americano, joven y flaco, al que todos llamaban Abdul-Hassan, vigilaba la tienda de Hassan. Abdul significa «esclavo de», y suele acompañarse de uno de los noventa y nueve nombres de Dios. En este caso, la ironía estribaba en que el muchacho americano era de Hassan, en todas las acepciones que podáis imaginar, excepto, quizá, en el aspecto genético. En la «Calle» se rumoreaba que Abdul-Hassan no era hombre de nacimiento, como Yasmin no era mujer de nacimiento, pero yo no conocía a nadie que tuviera el tiempo, o la intención, de emprender una investigación seria.

Abdul-Hassan me preguntó algo en inglés. Para el cazador ocasional de gangas, era un misterio lo que se vendía en la tienda de Hassan. Sobre todo, porque aparecía casi vacía. En la tienda de Hassan se vendía de todo; por lo tanto, no había razón alguna para exhibir nada. Yo no entendía inglés, así que me limité a señalar con el pulgar hacia la cortina estampada y sucia. El chico asintió y volvió a su ensueño.

Atravesé la cortina, el almacén y el callejón. Cuando llegué hasta la puerta de hierro, se abrió casi en silencio.

—Ábrete, sésamo —susurré.

Entré en una habitación débilmente iluminada y eché un vistazo a mi alrededor. Las drogas me hacían olvidar el temor. También me llevaban a olvidar la prudencia; pero mi instinto era mi vida, y está siempre alerta, día y noche, con drogas o sin ellas. Hassan fumaba en un narguile, reclinado sobre un montón de cojines. Olí el aroma del hachís; el único ruido en la habitación era el burbujeo de la pipa de agua de Hassan. Nikki, con visible cortedad, se sentó, erguida, en el extremo de una alfombra, con una taza de té frente a sus piernas cruzadas. Abdulay descansaba sobre unos cuantos cojines, y susurraba algo al oído de Hassan. Éste tenía una expresión tan ausente como un puñado de viento. Era su hora del té. Me quedé de pie y esperé a que él hablara.

—Ahlan wa sahlan —dijo, con una rápida sonrisa.

Era un saludo formal, que significaba algo así como «Estás con tu gente y en tu casa». Pretendía establecer el tono de la conversación. Di la respuesta apropiada y fui invitado a sentarme. Lo hice junto a Nikki, y pude observar que llevaba un potenciador sencillo entre su cabello rubio claro. Debía ser un daddy de árabe, porque yo sabía que ella no entendería ni una palabra sin él. Acepté una tacita de café, aderezada con cardamomo. La levanté hacia Hassan y dije:

—Que tu mesa dure eternamente.

Hassan movió una mano en el aire.

—Que Alá te conserve la vida.

Después me dieron otra taza de café. Propiné un codazo a Nikki porque no había bebido su té.

No esperes que los negocios empiecen en seguida, no hasta que te hayas bebido tres tazas de café como mínimo. Si declinas la invitación demasiado pronto, te arriesgas a insultar a tu huésped.

Todo el tiempo que duró la degustación de té y café, Hassan y yo nos preguntamos mutuamente sobre la salud del resto de la familia y amigos, y pedimos las bendiciones de Alá para unos y otros, y protección para nosotros y todo el mundo musulmán contra las depredaciones del infiel.

Murmuré entre dientes a Nikki que siguiera tomando el té de sabor singular. Su presencia le resultaba desagradable a Hassan por dos razones: se trataba de una prostituta, y no era una mujer de verdad. Los musulmanes nunca se han hecho a la idea. Trataban a las mujeres como ciudadanos de segunda, pero no sabían qué hacer con los hombres que se transformaban en mujeres. El Corán no prevé esas cosas. Sin duda, el hecho de que yo no fuera un devoto del Libro no mejoraba las cosas. Así que Hassan y yo seguimos bebiendo, asintiendo, sonriendo y alabando a Alá, e intercambiando cumplidos como en una partida de tenis. La expresión más frecuente del mundo musulmán es Inshallah, si Dios quiere. Lo cual le libra a uno de toda culpa, recayendo sobre Alá. Si el oasis se ha secado y desaparecido, era la voluntad de Alá. Si te sorprenden en la cama con la mujer de tu hermano es voluntad de Alá. Si te cortan la mano, o la polla o la cabeza en represalia, también es la voluntad de Alá. En el Budayén no se hace nada sin discutir cómo va a sentarle a Alá.

Así pasó una hora, y creo que Nikki y Abdulay empezaban a inquietarse. Yo lo estaba haciendo bien. Hassan me brindaba una amplia sonrisa a cada minuto, mientras inhalaba hachís en grandes cantidades.

Por último, Abdulay no pudo soportarlo más. Quería hablar sobre el dinero. En concreto, cuánto debería pagarle a Nikki por su libertad.

A Hassan no le gustó su impaciencia. Levantó sus manos y miró hacia el cielo con expresión de cansancio, al tiempo que recitaba un proverbio árabe que dice: «La codicia reduce lo cosechado». Proviniendo de Hassan, era una afirmación lúdica. Miró a Abdulay.

—¿Tú has sido el protector de esta joven mujer? —preguntó.

Existen muchas formas de decir «joven mujer» en tan antiguo lenguaje; cada una posee un matiz sutil y diferente significado. La cuidadosa elección de Hassan fue almahroosa, tu hija. El significado literal de almahroosa es «la protegida», y se ceñía por completo a la situación. Así era como Hassan se había convertido en el notable brazo derecho de «Papa», abriéndose paso, sin errores, entre las exigencias de la cultura y las necesidades del momento.

—Sí, oh, sapientísimo —respondió Abdulay—, durante más de dos años.

—¿Y te ha disgustado? Abdulay frunció el ceño.

—No, oh, sapientísimo.

—¿Y no te ha perjudicado en modo alguno?

—No.

Hassan se volvió hacia mí. Nikki estaba bajo su consideración.

—¿Desea la protegida vivir en paz? ¿No tramará ninguna maldad contra Abdulay Abu-Zayd?

—Lo prometo —dijo.

Los ojos de Hassan se abrieron.

—Tus promesas no significan nada aquí, infiel. Debemos salvaguardar el honor de los hombres y hacer un contrato de palabras y dinero.

—Que quienes te escuchen, vivan —dije.

Hassan asintió, complacido sólo por mis modales, y por ninguna otra cosa de mí o de Nikki.

—En nombre de Alá. el benefactor, el misericordioso —declaró Hassan, mientras levantaba las manos con las palmas hacia arriba—. Emito ahora mi dictamen. Que todos los presentes lo oigan y lo obedezcan. La protegida devolverá todas las joyas y adornos que Abdulay le haya dado. Devolverá todos los regalos de valor. Devolverá toda la ropa cara, y se guardará sólo la ropa apropiada para el vestido diario. Por su parte, Abdulay Abu-Zayd debe prometer que permitirá a la protegida dedicarse a sus asuntos sin trabas. Si surge alguna disputa, yo decidiré.

Miró a ambos, y dejó bien claro que no habría disputas. Abdulay asintió, Nikki parecía triste.

—Además, la protegida deberá pagar la suma de tres mil kiam a Abdulay Abu-Zayd antes de la oración del mediodía de mañana. Ésta es mi palabra, Alá es el más grande.

Abdulay esbozó una sonrisa.

—¡Que tengas salud y felicidad! —gritó. Hassan suspiró.

—Inshallah —murmuró, colocándose la boquilla del narguile entre los dientes.

También yo estaba obligado por la costumbre a dar las gracias a Hassan, aunque había tratado con algo de desprecio a Nikki.

—Estoy en deuda contigo —dije. Entonces, levanté a Nikki y la arrojé a sus pies.

Hassan movió su mano, como si espantase una mosca. Mientras atravesábamos la puerta de hierro, Nikki se volvió, escupió y gritó los peores insultos que su potenciador pudo proporcionarle:

—Himmar oo ibnhimmar! Ibn wushka! Yil'an abok!

La cogí de la mano con fuerza y corrimos. Dejamos atrás las risas de Abdulay y Hassan. Se habían repartido su ración de la noche y se sintieron generosos al permitir que Nikki escapase sin castigo por sus obscenidades.

Cuando volvimos a la «Calle», aflojé el paso, casi sin respiración.

—Necesito una copa —dije, llevándola a la Palmera de Plata.

—Bastardos —exclamó Nikki.

—¿No dispones de los tres mil?

—Desde luego que sí. Pero no quiero dárselos, eso es todo. Tenía otros planes para ellos.

Me encogí de hombros.

—Si lo que buscas es salir malparada con Abdulay... —Sí, ya lo sé.

A pesar de eso, no parecía muy contenta.

—Todo irá bien —dije, mientras la conducía hasta la oscura y fría barra.

Los ojos de Nikki se abrieron, al tiempo que levantaba las manos.

—Todo saldrá bien —dijo, con una risita—. Inshallah.

Su burla de Hassan sonó falsa. Se había desconectado el daddy de árabe.

Eso es lo último que recuerdo de aquella noche.

Ya sabéis lo que es una resaca. Conocéis el pesado dolor de cabeza, las vagas y persistentes náuseas en el estómago, la sensación de que sería mejor perder la consciencia por completo hasta que la resaca terminase. Pero ¿sabéis a qué se parece la resaca de una poderosa droga hipnótica? Te da la sensación de estar metido en el sueño de otro, no te sientes real. Te dices: «Esto no me está ocurriendo de verdad, me ha sucedido hace muchos años y sólo lo estoy recordando». A los pocos segundos, te das cuenta de que lo estás viviendo, que te encuentras aquí y ahora, y el desconcierto inicia un círculo de angustia y un sentimiento de irrealidad cada vez mayor. Algunas veces no estás seguro de dónde tienes los brazos y las piernas. Te sientes como si alguien te hubiera esculpido en un trozo de madera por la noche, y que si te portas bien, un día llegarás a ser un muchacho de verdad. «Pensamiento» y «movimiento» son conceptos desconocidos porque son atributos de los vivos. Para colmo, si a todo eso le añades una resaca de alcohol, te hundes en una depresión abismal, una fatiga que te quiebra los huesos, además de producirte náuseas, ansiedad, temblores y calambres debidos a todos los trifets tomados. Así era como me sentía cuando me desperté al amanecer. La muerte lo recalienta todo, ¡ja!, no me había recalentado en absoluto.

Todavía el amanecer. Los golpetazos en mi puerta empezaron antes de que el muecín gritase:

—«¡Venid a la oración, venid a la oración! Orar es mejor que dormir. ¡Alá es el más grande!”

De haber podido hacerlo, me hubiera reído de la parte «Orar es mejor que dormir». Me di la vuelta y miré la agrietada pared verde. En seguida me arrepentí de esa simple acción, que me hizo sentir como en una película a cámara lenta de la que se hubieran perdido el resto de fotogramas. El universo empezó a tambalearse a mi alrededor.

Los golpes en la puerta no cesaron. Después de unos minutos, me di cuenta de que varios puños trataban de derribarla para entrar.

—Sí, un momento —dije.

Salí con cuidado de la cama, tratando de no mover ninguna parte de mi cuerpo que todavía pudiera estar viva. Caí al suelo y me levanté muy despacio. Me puse en pie, un poco inseguro, esperando sentirme real. Al no lograrlo, decidí ir hacia la puerta como fuese. A medio camino, caí en la cuenta de que estaba desnudo. Me detuve. Tomar todas esas decisiones comenzaba a alterarme los nervios. ¿Debía volver a la cama y ponerme algo encima? Furiosos gritos se unieron a los puñetazos. «¡Al infierno con la ropa!», pensé.

Abrí la puerta y tuve la visión más espantosa desde que no sé qué héroe se enfrentó con la Medusa y las otras dos Gorgonas. Los tres monstruos que tenía frente a mí eran las «Viudas Negras»: Tamiko, Devi y Selima. Sus turgentes senos rellenaban sus finos suéteres negros, llevaban ceñidas faldas de cuero negro y zapatos negros de tacón: sus uniformes de trabajo. Mi perezosa mente se preguntó por qué se habían vestido así tan temprano. Amanecía. Nunca veo el amanecer, excepto si lo hago al revés y me voy a dormir después de la salida del sol. Supuse que las «hermanas» todavía no se habían acostado.

Devi, la refugiada de Calcuta, me empujó hacia dentro de la habitación. Las otras dos nos siguieron y cerraron la puerta. Selima, «paz» en árabe, se volvió, levantó el brazo derecho y, con un grito, me golpeó en el estómago con el codo, justo debajo del esternón. Expulsé todo el aire de mis pulmones y caí de rodillas, sin aliento. El pie de alguna de ellas me pateó violentamente la mandíbula y caí de espaldas. Una de ellas me levantó y las otras dos me sacudieron, despacio y a conciencia, sin olvidar ni uno solo de mis puntos débiles e indefensos. Al principio me sentí aturdido; después de unos cuantos golpes, diestros y severos, perdí la noción de lo que sucedía. Me dejé caer en los brazos de una, agradecido de que aquello no estuviera sucediéndome a mí en realidad, de que sólo estuviese recordando una terrible pesadilla, a salvo, en el futuro.

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