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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

Cuando la guerra empiece (10 page)

BOOK: Cuando la guerra empiece
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Las últimas veinte palabras o así quedaban subrayadas, desde «vete al monte» hasta el final.

Intercambiamos una larga mirada, antes de darnos un fuerte abrazo. A ambas se nos escapó alguna lágrima; salimos de la casa corriendo para mostrárselo a los demás.

Creo que aquel día agoté todas mis lágrimas porque, desde entonces, no he vuelto a llorar.

Al marcharnos de casa de los Mackenzie, procedimos con suma cautela. Por primera vez, actuamos como gente que se sabe involucrada en una guerra, como soldados, como guerrilleros. Corrie nos dijo:

—Siempre me río de papá por ser tan precavido. Si hasta se lleva a todos lados un nivel de burbuja. Pero su lema favorito es: «El tiempo dedicado a ser precavidos, nunca es tiempo perdido». Tal vez sea buena idea hacerlo nuestro por una temporada.

Conseguimos otra bici, la de Corrie. De este modo, adoptábamos un modo de movernos que pensamos era un justo equilibrio entre velocidad y seguridad. Fijamos puntos de referencia, y el primero era la vieja iglesia de Cristo. Una primera pareja, Robyn y Lee en este caso, se desplazaría hasta allí. Si consideraban que no había peligro, regresarían y dejarían caer un paño de cocina en la calle, a unos doscientos metros de la iglesia. La pareja siguiente partiría cinco minutos después de Robyn y Lee y, los tres últimos, al cabo de otros cinco minutos. Acordamos no hacer el menor ruido. Dejamos la vieja corgi de Kevin,
Flip
, atada en casa de los Mackenzie. Nuestro temor nos obligaba a pensar en cada detalle.

Sin embargo, el trayecto a casa de Robyn sucedió sin mayor contratiempo. Lento, pero sin incidentes. Encontramos su casa en el mismo estado que las demás: vacía, invadida por los olores e incluso cubierta ya de telarañas. Aquello me hizo pensar en lo rápido que se podía desmoronar una casa si nadie se ocupaba de ella. Siempre me habían parecido tan sólidas, tan perennes. Como ese poema que siempre recitaba mi madre: «Vosotros, poderosos, mirad mi obra y desesperad». Ese era el único verso que recordaba y, por primera vez, vislumbraba la verdad que encerraba.

Era la una y media de la madrugada. Ascendimos la colina que se alzaba tras la casa de Robyn y observamos Wirrawee. De repente, me sentí muy cansada. El pueblo estaba sumido en las tinieblas; no había ni una farola encendida. Sin embargo, debía de haber corriente porque unos focos muy potentes —los que solían utilizar en las pistas de carreras— iluminaban el recinto ferial, y también despuntaban las luces de un par de edificios en el centro del pueblo. Tomamos asiento y discutimos en voz baja cuál sería el siguiente paso. No nos replanteamos la idea de dirigirnos a casa de Fi y de Lee. No porque esperásemos encontrar a alguien ahí, sino porque cinco de nosotros habíamos visto nuestras casas, la desolación que allí reinaba, habíamos tenido la oportunidad de enfrentarnos a esa realidad, y era justo que los dos que quedaban disfrutaran del mismo derecho.

Un camión salió a marcha reducida del recinto ferial y se dirigió hacia uno de los edificios iluminados, en Barker Street, creo. Enmudecimos y observamos con atención. Desde el día que vimos los aviones, aquella era la primera señal de vida humana después de la nuestra.

Entonces, Homer hizo una sugerencia que no fue muy bien recibida:

—Creo que deberíamos separarnos.

Se oyó un susurro de alaridos, de protestas, si es que tal cosa es posible. Aquello ya distaba de la iniciativa de Kevin y Corrie cuando se ofrecieron a ir por su cuenta. Lo único que ambos pretendían era no obligarnos a irnos de la casa de Homer. Pero este no se daría por vencido tan fácilmente.

—Debemos salir del pueblo antes de que amanezca. Es una buena caminata y andamos cortos de tiempo. Patearse estas calles no va a ser fácil ni rápido. Estamos cansados y eso ya nos hará ir más lentos, sin mencionar que debemos andarnos con pies de plomo. Además, dos personas pueden moverse más deprisa que siete. Por último, seamos sinceros: si hay soldados y detienen a uno de nosotros… bueno, mejor dos que siete. No me hace ninguna gracia decirlo, pero cinco personas libres y dos enchironadas pinta mejor como ecuación que cero libres y siete tras las rejas. Ya sabéis que soy un genio de las matemáticas.

Nos había dejado sin habla. Sabíamos que tenía razón, excepto quizás en lo que atañía a matemáticas.

—¿Qué propones exactamente? —dijo Kevin.

—Yo iré con Fi. Siempre he querido ver cómo es por dentro una de esas casas de ricachones de la parte alta del pueblo. Esta es mi gran oportunidad. —Fi le dirigió una débil patada que él dejo que lo golpeara es la espinilla—. Tal vez Robyn pueda acompañar a Lee a su casa. ¿Qué os parece? Y los otros tres podéis ir al recinto y echar un buen vistazo. Todas esas luces. Quizá sea su base. O puede incluso que estén reteniendo allí a la gente.

Una vez digerimos todo aquello, Robyn intervino:

—Sí, es la mejor opción. Creo que los que no lleven ropa oscura, deberían regresar a casa para hacerse con alguna prenda, ¿qué os parece? Nos reunimos aquí, en la colina, a las tres de la mañana, ¿vale?

—¿Y si alguien no regresa? —inquirió Fi en un hilo de voz. Una posibilidad aterradora. Tras unos minutos de silencio, ella misma respondió a su pregunta—. Propongo que, en el caso de que alguien no aparezca, esperemos hasta las tres y media. Después nos marcharíamos a toda prisa, pero volveríamos mañana por la noche, es decir, esta noche. Y que los que se queden atrás se mantengan bien escondidos durante el día.

—Sí —coincidió Homer—. Es lo mejor que podemos hacer.

Kevin, Corrie y yo no necesitábamos ropa oscura, así que estábamos listos para partir. Nos pusimos en pie, abrazamos a los demás y les deseamos buena suerte. Un minuto más tarde, cuando volví la vista atrás, ya no los veía. Descendimos la colina en dirección a Warrigle Street, trepamos la verja de la casa de los Mathers y avanzamos sigilosamente a un lado de la carretera, manteniéndonos cerca de la línea de los árboles. Kevin iba a la cabeza. Yo rezaba que no se encontrara con ningún bicho. No era un buen momento para ponerse a chillar como un loco.

A pesar del recinto ferial también se situaba en las afueras del pueblo, estaba justo en el extremo opuesto en donde nos encontrábamos. Nos quedaba una larga caminata por delante. Sin embargo, avanzamos con bastante rapidez al no tener que pasar por las calles principales. No es que Wirawee tenga demasiadas calles principales. Estar en movimiento me animaba: era lo único que me hacia mantener la cordura. Caminar en silencio sin dejar de observar lo que te rodeaba requiere una ingente cantidad de concentración. En ocasiones me distraía y hacía algún ruido, a lo que los otros dos contestaban volviéndose sobre sí mismos y fulminándome con la mirada. Yo me encogía de hombros, extendía los brazos y hacía una mueca. Seguía sin comprender que quizás aquello fuera cuestión de vida y muerte, que aquella era la situación más grave en la que me había visto metida nunca. Desde luego, lo sabía; solo que no era capaz de recordarlo cada segundo. Mi mente no era tan disciplinada. Y además, Kevin y Corrie tampoco eran tan sigilosos como pensaban.

La oscuridad también era un inconveniente. Resultaba difícil no tropezarse con alguna piedra o pisar alguna ramita seca o, en una ocasión, tropezar con un cubo de basura.

Al adentrarnos en Racecourse Road, nos sentimos algo más confiados, puesto que no había tantas viviendas por aquella zona. Cuando pasamos frente a la casa de la señora Alexander me detuve a oler las enormes rosas que crecían a lo largo de su valla. Me encantaba su jardín. Ella celebraba una fiesta todos los años, una fiesta de Navidad. Solo habían pasado unas pocas semanas desde que estuve allí mismo, bajo uno de sus manzanos, sujetando una bandeja de galletas y diciendo a Steve que no quería seguir saliendo con él. Tenía la sensación de que habían pasado cinco años. Fue una decisión dura, y el hecho de que Steve respondiese con tanta dulzura me hizo sentir peor. Puede que reaccionase así a propósito ¿O acaso era yo la cínica?

Me pregunté dónde estaría Steve y la señora Alexander y los Mathers y mamá y papá. Todo el mundo. ¿De verdad nos habían atacado, invadido? Era incapaz de imaginar cómo se sintieron, cuál fue su reacción. Tuvieron que quedarse estupefactos. Sin duda, alguien habría intentado oponer resistencia. Algunos de nuestro amigos no correspondían al tipo de personas que agachan la cabeza ante un grupo de soldados que aparece para arrebatarles sus tierras y casas. El señor George, por ejemplo. Un inspector de urbanismo acudió a su propiedad el año pasado para denegarle el permiso para la ampliación de su cobertizo de esquileo, y acabó demandándolo por amenazarlo con una palanca. En ese aspecto, mi padre también era muy testarudo. Esperaba que no se hubiese producido ningún incidente violento, que todos hubiesen sido razonables.

Avancé a trompicones, sin dejar de pensar en mis padres. Nuestras vidas siempre habían transcurrido ajenas a los azares del mundo exterior. Claro que eso no significa que no nos afectaran las imágenes de guerras, hambrunas e inundaciones que veíamos en el telediario. Por mucho que, en algunas ocasiones, intentara ponerme en la piel de esas personas, me resultaba imposible. La imaginación tiene sus límites. El único efecto verdadero que el mundo exterior tenía sobre nosotros se limitaba a las variaciones de las cotizaciones de la lana o del ganado. Podía pasar que, en otro continente, a miles de kilómetros de distancia, un par de países firmaran un tratado agrícola y, un año más tarde, tuviéramos que despedir a uno de nuestros jornaleros.

Pero, a pesar de nuestro aislamiento, de nuestra vida desprovista de
glamour
, me encantaba vivir en el campo. Otros no veían el momento de marcharse a la ciudad. Después de acabar los estudios, les faltaba tiempo para dirigirse con las maletas hechas a la estación de autobuses. Querían gentío, bullicio, tiendas de comida rápida y gigantescos centros comerciales. Querían adrenalina corriendo por sus venas. A mí me gustaban esas cosas, en pequeñas dosis, y sabía que me gustaría vivir una temporada en la ciudad. Pero también era consciente de que mi sitio estaba en campo abierto, aunque tuviese que pasar media vida con la cabeza metida en el motor de un tractor o rescatando corderos enganchados en vallas de alambre de espino, o saliendo llena de moretones tras las típicas coces de vacas que no quieren que te acerques a sus crías.

A aquellas alturas, seguía sin haber asimilado lo que había sucedido. No me sorprende. Disponíamos de poquísima información. No teníamos más que pistas, hipótesis, conjeturas. Por ejemplo, me negaba a plantearme la posibilidad de que mi madre o mi padre —o cualquier otro— hubiese resultado herido o muerto. Era consciente de que aquellas eran las consecuencias lógicas de una invasión, batalla o guerra, pero mi raciocinio quedaba encerrado en una cajita mientras que mi imaginación quedaba en otra caja completamente diferente. Y yo no dejaba que una se comunicara con la otra. Supongo que nunca llegas a asimilar que tus padres morirán algún día. Es como contemplar tu propia muerte.

Mis sentimientos también estaban en otra caja. Durante esa expedición, hice lo que pude por mantenerlos bajo llave.

Eso sí, acepté la posibilidad de que mis padres se encontraran retenidos en contra de su voluntad en algún lugar. Imaginé a mi padre, enfadado como un toro en un redil, negándose a aceptar lo que había sucedido, a someterse a una autoridad ajena. Ni siquiera se molestaría en intentar comprender lo ocurrido, por qué motivo había irrumpido esa gente. No querría saber qué idioma hablaban; cuáles eran sus ideas ni su cultura. Pese a la sensación de pavor y asombro que experimentaba, yo si quería comprender; todavía necesitaba respuestas a todas esas preguntas.

El caso de mi madre sería bien distinto. Ella haría lo posible por mantener la cabeza fría, por no venirse abajo. La imaginé observando las colinas, tal vez a través de las rejas de un campo de prisioneros, haciendo caso omiso de las nimias distracciones, las voces de fondo, las vejaciones infligidas deliberadamente.

Entonces me di cuenta de que estaba retratando a mis padres según lo que había visto en casa.

Llegamos al final de Racecourse Road. Yo me había quedado rezagada detrás, y Kevin y Corrie me estaban esperando. Formamos una pequeña y discreta piña entre un árbol y una valla. Cualquiera que reparara en nosotros nos confundiría con algún tipo de oscuro y extraño arbusto. Empezaba a refrescar y, mientras aguardábamos agazapados; noté que mis dos compañeros estaban temblando.

—Ahora que estamos tan cerca, tendremos que extremar las precauciones —susurró Kevin—. Intenta no volver a quedarte atrás, Ellie.

—Lo siento. Estaba pensando.

—Bueno, ¿cuál es el plan? —preguntó.

—Acercarnos lo suficiente como para echar un vistazo —dijo Corrie—. No tenemos demasiado tiempo. La prioridad es andarse con cuidado. Si no logramos ver nada, volveremos a casa de Robyn. Si hay alguien ahí fuera, sería una estupidez dejar que nos vean y salgan tras nosotros.

—Entendido —accedió Kevin, y se dispuso a enderezarse.

Me sacaba de mis casillas. Era típico de él no molestarse en preguntar mi opinión. Tiré de él y lo arrastré hacia abajo.

—¿Qué? —dijo—. Tenemos que movernos, Ellie.

—Sí. Pero precipitarnos como idiotas es una cosa bien distinta. ¿Y si nos descubren? ¿Y si salen corriendo tras nosotros? Ya no podríamos regresar a casa de Robyn. Los conduciríamos directamente hacia allí.

—Bueno, pues separémonos. Será más difícil perseguir a tres personas a la vez que a un solo grupo. En cuanto estemos seguros de que nadie nos sigue, iremos por separado a casa de Robyn.

—De acuerdo.

—¿Eso es todo?

—¡No! Si pensamos de un modo racional, como Homer hace un rato, no deberíamos acercarnos los tres al recinto. Que vaya uno solo mientras los demás se quedan aquí. Así reduciremos la posibilidad de que alguien nos vea. O las pérdidas en caso de que nos atrapen.

—¡No! —protestó Corrie—. ¡Estás siendo demasiado racional! ¡Sois mis mejores amigos! ¡No quiero ser tan racional!

Pensándolo mejor, yo tampoco quería.

—De acuerdo —accedí—. Todos para uno y uno para todos. Vamos. Seremos los tres mosqueteros.

Cruzamos la carretera con el sigilo de una sombra y doblamos la esquina. La luz del recinto ferial se filtraba hasta ese punto, muy tenuemente, aunque era suficiente para marcar la diferencia. Nos detuvimos al llegar, nerviosos. Era como si un solo paso bajo la luz fuera a delatar nuestra presencia ante todo un ejército de centinelas hostiles. Ponía los pelos de punta.

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