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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

Cuando la guerra empiece (3 page)

BOOK: Cuando la guerra empiece
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Me divertía imaginar qué aspecto tendría Kevin dentro de veinte años, cuando se convirtiera en presidente de la comisión de fiestas, jugara al críquet en el club todos los sábados, hablase sobre lo que había subido el precio del cordero y se pasease con sus tres hijos. Y por qué no, con Corrie. Nosotros estábamos acostumbrados a ese mundo. Jamás nos planteamos en serio que pusiese cambiar tanto.

Lee vivía en el pueblo, como Fi. «Lee y Fi, de Wirrawee», solíamos canturrear. Aunque era lo único que tenían en común. Lee era tan moreno como Fi rubia. Él tenía el pelo rapado y oscuro, unos ojos marrones, una mirada perspicaz y una voz suave que se comía la última sílaba de ciertas palabras. Su padre era tailandés y su madre vietnamita, y ambos regentaban un restaurante de comida asiática. Un restaurante muy bueno, dicho sea de paso, al que íbamos a menudo. A Lee se le daban bien la música y el arte. En realidad, se le daban bien muchas cosas, pero cuando algo se le resistía podía convertirse en una persona muy irritante. Era capaz de enfurruñarse y pasar días sin hablar con nadie.

El último, Homer, vivía cerca de mi casa, carretera abajo. Homer era un tipo salvaje, extravagante. Le traía sin cuidado tanto lo que él mismo hacía como lo que pensasen los demás. Siempre me acuerdo de una vez cuando éramos críos y comí en su casa. La señora Yannos hizo lo imposible para que Homer se comiese sus coles de Bruselas. Acabaron teniendo una discusión espantosa a la que Homer puso punto y final en el momento en que acribilló a su madre con las coles. Una de ellas la golpeó con fuerza en la frente. Me quede boquiabierta. Jamás había visto algo parecido. Si hubiese sido yo, mis padres me habrían encadenado al parachoques del tractor y arrastrado por la carretera. Cuando estábamos en octavo, Homer se compinchó con unos cuantos pirados y se divertían a diario con lo que él mismo llamó «la ruleta griega». El juego consistía en ir durante la pausa del mediodía a un aula que quedara fuera de vigilancia de los profesores. Y allí, uno tras otro aguardaba su turno para correr hacia la ventana y embestirla con la cabeza. El juego no paraba hasta que el timbre marcaba el comienzo de las clases o la ventana se hacía añicos, lo que sucediese antes. El que rompía el cristal —o sus padres— tenía que pagar uno nuevo. No pocas ventanas acabaron rotas durante las sesiones de la ruleta griega hasta que la dirección de la escuela se enteró de lo que estaba sucediendo.

Homer parecía hallarse en un brete constante. Otro de sus pequeños hobbies consistía en observar a los obreros que subían al tejado de la escuela para arreglar goteras, sacar pelotas o cambiar canalones. Homer esperaba hasta que los obreros se instalaban y se afanaban en sus tareas. Entonces entraba en acción. Media hora más tarde se oían unos gritos desde el tejado: «¡Ayuda! ¡Bájenos de aquí! ¡Algún desgraciado nos ha robado la escalera!».

Homer era un canijo de pequeño, pero había crecido mucho durante los últimos años hasta convertirse en uno de los más corpulentos de todo el instituto. Siempre insistieron en que se uniera al equipo de rugby, pero él odiaba los deportes y jamás formó parte de ningún equipo. Le gustaba cazar y a menudo llamaba a mis padres para preguntar si podía acercarse a nuestra propiedad con su hermano y acribillar a algún que otro conejo. Y también le gustaba nadar. Y la música, aunque es algo rara.

Homer y yo pasábamos mucho tiempo juntos cuando éramos pequeños, y aún seguíamos muy unidos.

Y esos eran
Los Cinco
. Supongo que incluyéndonos a Corrie y a mí seríamos
Los Siete Secretos
. ¡Ja! Esas novelas nada tienen que ver con lo que nos sucedió a nosotros. No se me ocurre ningún libro —ni ninguna película— que guarde similitud con nuestra historia. Todos hemos tenido que reescribir los guiones de nuestras vidas en el transcurso de las últimas semanas. Hemos aprendido mucho y ahora sabemos lo que importa, lo que verdaderamente importa. Ha sido muy duro.

Capítulo 2

Quedamos en salir a las ocho de la mañana, bien tempranito. A las diez ya estábamos casi a punto. Sobre las diez y media ya nos encontrábamos a cuatro kilómetros de casa, donde comienza el ascenso de la Costura del Sastre. Se trata de una larga, lenta y empinada ruta que, con el paso de los años, ha quedado en un estado desastroso. Además de cruzar varios arroyos, está plagada de zonas embarradas y socavones tan grandes que pensé que el Land Rover no podría con ellos. No sé cuántas veces tuvimos que detenernos porque un árbol caído nos entorpecía el paso. Llevábamos una motosierra y, al cabo de un rato, Homer sugirió que la dejásemos encendida, que él se haría cargo de ella, y que así nos ahorraríamos el tiempo de arrancarla de nuevo cada vez que otro tronco nos obstaculizara el paso. Imagino que no iba en serio. Espero que no fuese en serio.

Hacía mucho tiempo que nadie subía hasta allí. No podía ser de otro modo porque si alguien quería llegar hasta el ramal no le quedaba otra que atravesar nuestra propiedad. Si mi padre hubiese sabido en qué condición estaba la pista, jamás nos habría dejado el Land Rover. Confía en mí como conductora, pero no tanto. Aun así, mientras bregaba con el volante, avanzamos a empellones. A veces, lográbamos recorrer una distancia de cinco kilómetros sin mayor contratiempo y, con suerte, de hasta diez. A mitad de camino, tuvimos que hacer otra parada imprevista cuando Fi decidió que iba a vomitar. Me apresuré a detener el vehículo y ella salió disparada por la puerta trasera, pálida como un sudario. Entre los arbustos dejó un viscoso banquete para el primer dingo o gato montés que pasara por allí.

No fue una escena muy agradable que digamos. Fi lo hacía todo con mucha clase, pero ni siquiera ella fue capaz de poner una nota de elegancia al episodio del vómito. Hecho esto, siguió por su propio pie durante un buen trecho mientras el resto continuábamos balanceándonos a bordo del Land Rover, cuesta arriba. Pese a lo extraño de la situación, nos divertimos mucho. Como dijo Lee, fue como montar en esa atracción de la feria, la Coctelera, pero muchísimo mejor: la vuelta duraba más y nos salió gratis.

En realidad, al embarcarnos en esta aventura, nos íbamos a perder la feria. Partimos un día antes del Día de la Conmemoración, fecha señalada en la que todo el país deja de trabajar. Aunque nuestro distrito va incluso más allá: la gente deja de trabajar y acude en masa a Wirrawee. Y es así porque, según la tradición, en el Día de la Conmemoración se celebra también la feria de Wirrawee. Todo un acontecimiento que no nos importó demasiado perdernos. No puedes colar bolas en la boca del payaso indefinidamente del mismo modo que no puedes emocionarte siempre que tu madre se ha hecho con el premio al pastel mejor decorado. No pasaba nada si nos saltábamos la tradición por una vez.

Eso fue lo que pensamos.

Para cuando llegamos a la cima ya eran las dos y media. Fi recorrió a pie el último par de kilómetros, pero todos los demás nos sentimos aliviados al poder apearnos del coche y estirar las piernas. Nos encontrábamos en la vertiente sur de una loma cercana al monte Martin. Fin de la pista forestal: a partir de ahí iríamos en el coche de San Fernando. Nos tomamos nuestro tiempo para deambular por la zona y admirar las vistas. A un lado asomaba el océano: la esplendida bahía de Cobbler, uno de mis paisajes favoritos y, según mi padre, uno de los puertos naturales más maravillosos del mundo, en cuyas aguas solo surca algún que otro pesquero o yate. Quedaba demasiado alejada del pueblo como para ser una zona concurrida aunque, en aquella ocasión, avistamos un par de barcos. Uno de ellos parecía ser un enorme pesquero. El océano era de un color tan azul como la sangre real; sus aguas, profundas, oscuras y mansas. Al lado opuesto, la Costura del Sastre punteaba el camino hasta la cima del monte Martín, abrupta cresta de rocas negras y desnudas en forma de delgada línea, como si siglos atrás un cirujano hubiese practicado una gigantesca incisión. Pendiente abajo, el camino por donde habíamos llegado ofrecía otra vista: la ruta se había vuelto invisible bajo el dosel de los árboles y un toldo de enredaderas. A lo lejos, se entreveían las fértiles tierras del distrito de Wirrawee; un paisaje salpicado por casas y arboledas entre las que discurría el apacible río Wirrawee.

Y justo al otro extremo se situaba el infierno.

—Vaya —dijo Kevin, echando un buen vistazo—. ¿De verdad vamos a meternos allí?

—O a intentarlo por lo menos —repuse yo, ya no tan segura de repente aunque intentando aparentar firmeza y seguridad.

—Es impresionante —añadió Lee—. Estoy impresionado.

—Tengo dos preguntas —prosiguió Kevin—. Pero no haré más que una: ¿cómo?

—¿Cuál era la otra?

—La otra es ¿por qué? Pero me niego a preguntar eso. Tú solo dime cómo y me conformaré. Me conformo con poca cosa.

—No es eso lo que dice Corrie —contestó Homer, adelantándose a mi respuesta.

Se lanzaron unas cuantas piedras, hubo algún que otro forcejeo y Homer estuvo a punto de tomar el camino más directo hacía el infierno. Los chicos son adictos a dos cosas: lanzarse piedras y pelear, aunque parece que estos dos han perdido la afición últimamente. Me pregunto a qué se debe.

—Entonces, ¿vamos a meternos allí? —repitió finalmente Kevin.

Yo señalé a la derecha.

—Ahí está. Esa es nuestra ruta.

—¿Eso? ¿Ese montón de despeñaderos?

Estaba exagerando un poquito, aunque no demasiado. Los Escalones de Satán son gigantescos bloques de granito que parecen haber sido colocados al azar, de mayor a menor, por algún gigante borracho, allá por la Edad de Piedra. En ellos no crece vegetación alguna: no pueden estar más pelados. Cuanto los miraba, más irrealizable me parecía el descenso. No por ello renuncié a pronunciar mi gran arenga.

—Chicos, no sé si será posible o no, pero hay un montón de gente en Wirrawee que asegura que sí. Según cuentan, un anciano, ex asesino, pasó años viviendo allí: el Ermitaño del Infierno. Y si lo ha logrado un jubilado, seguro que nosotros también podemos. Tenemos que sacar lo mejor de nosotros mismos para conseguirlo. Vamos, salgamos al ruedo y cojamos al toro por los cuernos.

—Vaya, Ellie —dijo Lee con un tono cargado de respeto—. Ahora entiendo por qué eres la capitana del equipo de baloncesto.

—¿Cómo se puede ser un ex asesino? —preguntó Robyn.

—¿Qué?

—¿Que cuál es la diferencia entre un asesino y un ex asesino?

Robyn siempre iba directa al grano.

—Tengo otra pregunta —interrumpió Kevin.

—¿Sí?

—¿Conoces a alguien en concreto que haya bajado hasta allí?

—Hum. Venga, saquemos las cosas del Land Rover.

Hecho esto, nos sentamos sobre nuestras mochilas y contemplamos las vistas que se extendían bajo el cielo azul de siempre mientras hincábamos el diente al pollo y la ensalada. La mochila de Fi quedaba justo en mi campo visual y, en cuanto reparé en ella, me di cuenta de lo abultada que estaba.

—Fi —dije al cabo de un rato—. ¿Qué llevas en esa mochila?

Ella se enderezó con una expresión de asombro en el rostro.

—¿Pues qué voy a llevar? Unas cuantas prendas y esas cosas. Lo mismo que todos.

—¿Qué prendas exactamente?

—Las que me dijo Corrie. Camisetas, jerséis, guantes, calcetines, ropa interior, toalla.

—¿Solo eso? Algo más tienes que llevar. Fi empezaba a parecer algo avergonzada.

—Pijamas.

—Venga, Fi.

—Un vestido.

—¿Un vestido? ¡Fi!

—Bueno, nunca se sabe con quién te puedas encontrar.

—¿Y qué más?

—Se acabó. No os diré nada más. Os reiréis de mí.

—Fi, todavía tenemos que meter toda la comida en estas mochilas. Y cargar con ellas hasta Dios sabe dónde.

—Ah. Entonces, ¿crees que debería dejar aquí la almohada?

Formamos una comisión de seis personas encargada de reorganizar la mochila de Fi. Por supuesto, ella quedó excluida de dicha comisión. Después de esto, repartimos la comida que Corrie y yo habíamos comprado. Habíamos sido sumamente precavidas. A primera vista, había suficiente para alimentar a un ejército, pero éramos siete y planeábamos pasar allí cinco días. Por más que lo intentamos, no hubo manera de cargarlo todo. Los artículos voluminosos nos dieron bastantes problemas. Nos vimos obligados a tomar unas cuantas decisiones difíciles como elegir entre los cereales y los malvaviscos, el pan de pita y los donuts rellenos de mermelada, o el muesli y las patatas fritas. Me avergüenza decir qué provisiones decidimos quedarnos en cada caso, aunque lo justificamos diciendo:

—Bueno, puede que de todos modos no nos alejemos demasiado del Land Rover, así que siempre podemos regresar por más comida.

Alrededor de las cinco, nos pusimos en marcha. Cargábamos con las mochilas a la espalda como si fuesen jorobas gigantes, extrañas protuberancias. Avanzamos a lo largo de la cresta con Robyn a la cabeza, y Kevin y Corrie rezagados detrás, hablando en voz baja, más absortos el uno en el otro que en el paisaje que se extendía ante ellos. El terreno estaba duro y seco; aunque la Costura del Sastre fuese recta, la ruta serpenteaba hacia adentro y hacia afuera. Sin embargo, no se trataba de una caminata difícil y, además, el sol estaba alto. Cada uno de nosotros llevaba tres botellas de agua, y aun suponiendo mucho peso extra en las mochilas, no nos duraría demasiado. Confiábamos en que encontraríamos agua en el infierno, si es que conseguíamos llegar hasta allí, claro. En caso contrario, tendríamos que regresar al Land Rover a la mañana siguiente. Y, cuando se agotasen las garrafas de agua, tendríamos que bajar un par de kilómetros en coche hasta un manantial donde solía acampar con mis padres.

Yo caminaba junto a Lee y hablamos sobre películas de terror. Era todo un experto: debía de haber visto más de mil. Aquello me sorprendió mucho puesto que solo estaba enterada de que tocaba el piano y el violín, lo que no parecía encajar muy bien con pelis así. Me dijo que las veía de noche, cuando no podía conciliar el sueño. Tuve la sensación de que tenía que ser un chico bastante solitario.

Desde arriba, los Escalones de Satán parecían tan indómitos e imponentes como desde lejos. Nos detuvimos a contemplarlos mientras Kevin y Corrie nos alcanzaban.

—Hum —dijo Homer—. Interesante.

Aquella fue la oración más corta que jamás había pronunciado.

—Debe de haber un modo de descender —añadió Corrie, que llegó en ese preciso momento.

—Mirad ahí abajo, a la izquierda. Cuando éramos niños decíamos que parecía un sendero —rememoré—. Siempre creímos que debía de ser el camino del Ermitaño. Y también nos metíamos miedo imaginando que podía aparecer en el momento menos esperado.

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