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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

Cuando la guerra empiece (5 page)

BOOK: Cuando la guerra empiece
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—Hum. Me pregunto cuándo fue la última vez que alguien estuvo aquí.

—Yo iría más lejos —dijo Robyn, que se encontraba frente a Fi—. Me pregunto cuántos seres humanos habrán pisado este suelo en toda la historia del universo. ¿Por qué iban a molestarse los aborígenes? ¿O los exploradores, o los colonos? No conocemos a nadie que lo haya hecho. Puede que aparte del Ermitaño, seamos los únicos que han llegado hasta aquí.

A aquellas alturas, quedaba claro que nos aproximábamos al final de la pendiente. El terreno empezaba a nivelarse y los últimos rayos de sol se filtraban para calentarnos la cara. Tanto la maleza como los árboles se hacían más dispersos, aunque sin ralear. El camino confluyó hasta el arroyo y lo bordeó durante unos pocos centenares de metros, tras los cuales desembocaba en lo que acabaría siendo nuestra zona de acampada nocturna.

Nos encontrábamos en un claro que venía a medir lo mismo que un campo de jóquey e incluso algo más. Aunque habría sido una lata jugar allí, puesto que no era exactamente un claro. Quedaba salpicado por unos cuantos árboles: tres magnificentes y longevos eucaliptos, y unos pocos pimpollos y chupones. El arroyo quedaba al lado oeste. Podías oírlo pero no verlo. Su cauce era más bajo y ancho en aquel punto, y estaba helado, incluso siendo verano. A primeras horas de la mañana el agua hasta dolía. Pero si te morías de calor, era un gustazo poder mojarse la cara.

Ese es el lugar donde me encuentro ahora, por cierto.

Armamos tal alboroto que estoy segura de que todo bichito que habitara en el claro no nos tomó como turistas en el Infierno, sino como turistas salidos de él. Y Kevin… Bueno, jamás abandonará su mala costumbre de romper las ramas de los árboles en lugar de caminar unos cuantos metros para recoger las que ya han caído. Es una de las razones por la que jamás me tragué el cuento de que Kevin fuese un chico tan cariñoso y sensible, por más que Corrie lo repitiese. Aunque he de reconocer que se le daba bien encender hogueras; al cabo de cinco minutos ya había conseguido que una columna de humo blanco se elevara hasta el cielo y, dos minutos más tarde, que las llamas ardieran con fuerza.

Decidimos que no valía la pena entretenernos con las tiendas —de todos modos solo contábamos con dos tiendas y media— y ya que la temperatura era buena y el cielo estaba despejado, nos limitaríamos a tender un par de lonas para resguardarnos del rocío. Hecho esto, Lee y yo nos pusimos a cocinar. Y Fi a dar vueltas a nuestro alrededor.

—¿Qué vamos a comer?

—De momento unos fideos instantáneos. Dos minutos y listos. Más tarde haremos algo de carne pero tengo demasiada hambre para esperar.

—¿Qué son fideos instantáneos? —inquirió Fi. Lee y yo intercambiamos una mirada y sonreímos.

—Tiene que ser una sensación increíble saber que estás a punto de cambiar para siempre la vida de alguien —dijo Lee.

—¿Nunca has comido fideos instantáneos? —pregunté a Fi.

—No. Mis padres solo cocinan comida sana.

Jamás había conocido a alguien que no hubiese comido fideos instantáneos. A veces Fi parecía una mariposa exótica.

No recuerdo ninguna excursión o acampada en la que la gente se sentara alrededor del fuego para compartir cuentos o canciones. Por lo visto, nunca sucedía así. Sin embargo, aquella noche nos quedamos despiertos hasta muy tarde y hablamos durante horas y horas. Creo que nos emocionaba estar allí, en un lugar tan peculiar como hermoso, al que tan pocos seres humanos habían accedido nunca. No quedan muchos enclaves vírgenes en la Tierra, y nosotros habíamos tenido la suerte de dar con aquel desconocido reino virgen. Fue genial. Sabía que no podía tenerme en pie, pero estaba demasiado emocionada para irme a dormir. No lo hice hasta que los demás empezaron a bostezar, a levantarse y a mirar sus sacos de dormir. Cinco minutos más tarde, todos estábamos acostados y solo cinco minutos después, caí rendida.

Capítulo 4

Al día siguiente no hicimos gran cosa. Nadie se levantó antes de las diez o las once. Lo primero que encontramos fue una bolsa de galletas que olvidamos la noche anterior al guardar la comida en las mochilas. Estaba vacía. Gracias a nosotros algún agradecido animal había ganado un poco de peso.

El desayuno se convirtió en un almuerzo que se prolongó hasta la tarde. No hicimos otra cosa que quedarnos tirados y darnos un buen banquete. Kevin y Corrie vivieron una romántica sesión en el saco de dormir de él; Fi y yo nos sentamos con los pies en el agua fría mientras divagábamos sobre lo que sería de nuestras vidas una vez acabásemos los estudios y nos marchásemos de Wirrawee. Lee estaba leyendo un libro,
Sin novedad en el frente
. Robyn tenía los cascos de su
walkman
puestos. Homer hizo un poco de todo: trepó a un árbol, fue al arroyo para buscar oro, recogió un montón de leña e intentó hacer salir a alguna serpiente de su agujero. Cuando me sentí con algo de fuerzas, me uní a él y fuimos a comprobar si el camino seguía más allá. Pero no pudimos encontrar ni rastro. Una espesa maleza nos cortaba el paso en todas direcciones. Y, curiosamente, no vimos por ninguna parte una cabaña, una cueva o cualquier refugio en el que el anciano pudo haberse alojado de haber vivido aquí abajo. Al final, hartos de intentar abrirnos camino por los agrestes matorrales, nos dimos por vencidos y regresamos al claro. Y cuando llegamos, Homer por fin encontró su serpiente. Eran las seis de la tarde, y la temperatura del suelo empezaba a bajar. Homer se encaminó hacia su saco de dormir, se quitó las botas y se recostó con una bolsa de nachos en la mano.

—Este sitio es una pasada —dijo—. Es perfecto.

En ese momento, la serpiente; que se había colocado en su saco de dormir, debió de retorcerse bajo él porque Homer se levantó de un salto y corrió como diez metros.

—¡Me cago en la…! —gritó—. ¡Hay algo ahí dentro! ¡Hay una serpiente en mi saco!

Hasta Kevin y Corrie dejaron de hacer lo que fuera que estuviesen haciendo y se acercaron aprisa. Hubo una acalorada discusión: primero, sobre si Homer estaba imaginando cosas; segundo, cuando todos vimos moverse a la serpiente, sobre cómo sacarla de allí sin que nadie perdiera la vida. Kevin quería llevar el saco de dormir al arroyo, llenarlo de piedras y hundirlo para ahogar a la serpiente. Pero a Homer no le convenció la idea: le gustaba su saco de dormir. Tampoco estábamos seguros de si los colmillos de la serpiente podían o no atravesar el saco. De niña, un trasquilador me contó una historia espeluznante. Al parecer, su hijo fue mordido a través de la manta mientras estaba acostado en su cama. Jamás supe si era verídica o no, pero el caso es que nunca he podido sacarme esa historia de la cabeza.

Decidimos poner en práctica el consejo que los expertos nos dieron desde niños: las serpientes temen más a la gente que la gente a las serpientes. Supusimos que, si nos colocábamos a un extremo del saco de dormir, la serpiente saldría por el otro lado y reptaría a toda leche en la dirección opuesta, hacia la maleza. Así que nos hicimos con dos palos gruesos; Robyn cogió uno y Kevin el otro. Los colaron bajo el saco y se aprestaron a levantarlo muy despacio. Fue una escena memorable; mejor incluso que ver la televisión. Durante un minuto, no ocurrió absolutamente nada, aunque conforme se estiraba la tela, el contorno de la serpiente quedaba perfectamente visible. Y, sin lugar a dudas, se trataba de un magnífico ejemplar. Robyn y Kevin intentaron inclinar el saco para que la serpiente acabara deslizándose hacia afuera por la abertura. Lo estaban haciendo muy bien; era un perfecto trabajo en equipo. El saco llegó a la altura de la espinilla, de la rodilla y seguía subiendo. Pero entonces, no supimos cómo, los palos quedaron demasiado separados. Corrie los avisó y, en cuanto se dieron cuenta, empezaron a corregir la orientación. Sin embargo, el palo de Robyn se le resbaló durante un segundo que resultó ser crucial. El saco acabó cayendo al suelo, como si tuviese vida propia, y una serpiente muy cabreada emergió de su interior. El único pensamiento racional que me ocupaba en aquel momento fue la curiosidad, pero se demostró que las serpientes provocaban en Kevin el mismo temor que los insectos. Se quedó allí plantado, pálido y tembloroso, como si fuera a echarse a llorar. Creo que el pánico lo tenía tan paralizado que habría dejado que la serpiente le trepara por la pierna y le mordiera. En cierto modo, tenía su gracia, teniendo en cuenta lo valiente que se lo veía levantando el saco con el palo, cuando aún se sentía a salvo. No obstante, he de decir que yo no dedicaba demasiado tiempo ni atención a los pensamientos racionales en aquella etapa de mi vida, y mi mente irracional estaba tomando el control. Me dijo que entrara en pánico; entré en pánico. Me dijo que echara a correr; eché a correr. Me dijo que no moviera un dedo por nadie; no lo moví. No fue hasta momentos más tarde cuando eché un vistazo a mi alrededor para asegurarme de que todos estaban bien… y para ver dónde se encontraba la serpiente.

Kevin seguía parado en la misma posición; Robyn aguardaba a unos cuantos metros delante de mí y hacía lo mismo que yo, miraba, temblaba y resoplaba; Fi se había metido en el arroyo, no sé por qué; Lee había trepado a un árbol, estaba a unos seis metros de altura y seguía subiendo a gran velocidad; Corrie, demostrando una gran inteligencia, se había colocado junto a la hoguera y la utilizaba como pantalla de protección; a Homer no se lo veía por ningún lado. Y, de repente, a la serpiente tampoco.

—¿Dónde está? —grité.

—Se ha ido por ahí —dijo Corrie, señalando la maleza—. Iba detrás de mí, pero en cuanto vine hasta aquí y salté sobre la hoguera, se fue a otro lado.

Para tratarse de alguien que acababa de escapar de una serpiente desquiciada, parecía la más calmada de todos.

—¿Dónde está Homer? —pregunté.

—Se ha ido por ahí —contestó Corrie mientras señalaba en la dirección opuesta en la que había huido la serpiente.

El peligro parecía haber pasado, incluso para Homer. Poco a poco, fui templando los nervios y me acerqué a la hoguera. Lee, con aire algo avergonzado, empezó a bajar del árbol. Incluso Homer acabó apareciendo tras asomar la cabeza con suma cautela de entre unos densos matorrales.

—¿Por qué te has metido en el arroyo? —pregunté a Fi.

—Pues para huir de la serpiente, claro.

—Pero Fi, las serpientes saben nadar.

—Qué va, no nadan… ¿En serio? Cielos. Cielos. Podría haber muerto. Gracias por avisarme, chicos.

Y con aquello se puso punto final al momento de mayor emoción de la jornada, sin contar con la salchicha sorpresa con la que Homer y Kevin nos obsequiaron a la hora de la merienda. No niego que fuera toda una sorpresa pero, como la serpiente, habría podido prescindir perfectamente de ese tipo de emociones. Nos fuimos pronto a la cama. Fue uno de esos días en los que acabamos agotados de no hacer nada. Me metí en el saco de dormir a las nueve y media, no sin antes comprobar con cuidado que estaba vacío. Para entonces, solo Fi y Homer seguían despiertos, charlando tranquilamente junto a la hoguera.

Suelo dormir a pierna suelta, y aquella noche no fue una excepción. Me desperté en algún momento, pero no tengo ni idea de qué hora era, tal vez las tres o las cuatro de la madrugada. Era una noche fría. Me estaba haciendo pis, pero esperé unos diez minutos por si se me pasaba. Me parecía demasiado cruel tener que salir de un saco de dormir tan acogedor. Tuve que echarme a mí misma un buen sermón: «Venga, tendrás que ir tarde o temprano. Y te sentirás mejor después. Deja de ser tan quejica. Cuanto antes vayas, antes podrás volver a este saco tan calentito». Al final, dio resultado. Me obligué a salir y trastabillé unos diez metros en busca de un árbol adecuado.

Un par de minutos después, mientras regresaba, algo me detuvo en seco. Me había parecido distinguir un zumbido lejano. Aguardé, sin estar muy segura de haberlo oído o no, pero el sonido se hizo cada vez más fuerte y claro. Es curioso lo distintos que son los sonidos artificiales de los sonidos naturales. Para empezar, diría que un sonido artificial es más constante y uniforme, y sin duda aquel era de esos. Supuse que debía de tratarse de algún tipo de aeronave. Esperé, mirando al cielo.

Si existe algo que verdaderamente es diferente aquí arriba, es el cielo. Y aquella noche, el cielo era el típico de una noche despejada en la montaña: salpicado por una infinidad de estrellas, algunas potentes y brillantes; otras, diminutas y débiles como puntitos; unas parpadeaban y otras se veían rodeadas por un halo neblinoso. Hay ciertas vistas de las cuales acabo cansándome, pero jamás del cielo nocturno en la montaña. Puedo perderme en su inmensidad.

De repente, el potente zumbido se hizo rugido. Ese cambio se produjo de forma tan súbita que parecía increíble. Seguramente sería por las altas paredes rocosas que cercaban nuestro campamento. Y como una nube de murciélagos negros que, entre chillidos, oscurecen las estrellas, una escuadrilla de aviones en formación de «V» emergió a muy poca altura. Le siguió otra, y otra… Hasta seis escuadrillas atravesaron el cielo sobre mí. El ruido, la velocidad y la oscuridad de los aviones de reacción me sobresaltaron. Me di cuenta de que estaba agachada, como protegiéndome de una paliza. Me enderecé. Por lo visto, se habían ido. El estrépito se diluyó muy pronto, hasta que dejé de oírlo. Pero algo persistía. El aire ya no parecía tan puro, tan limpio. Fue todo un cambio de atmósfera. La quietud se había evaporado; el frío tan apacible como mordaz acababa de ser remplazado por una desconocida humedad. Podía distinguir un olor a combustible. Creíamos ser de los primeros seres humanos en invadir esta cuenca, pero los humanos lo han invadido todo, por todos lados. No necesitan acceder a pie a un lugar para invadirlo. Ni siquiera el Infierno era inmune.

En cuanto alcancé el saco de dormir, Fi, soñolienta, dijo:

—¿Qué era ese ruido?

Al parecer, y por más que me costase creerlo, era la única que se había despertado.

—Aviones —contesté.

—Hum. Ya me lo imaginaba —dijo—. Supongo que regresan del Día de la Conmemoración.

Por supuesto, pensé. Debe de ser eso.

Empecé a verme arrastrada hacia un sueño inquieto y plagado de pesadillas. Aún no me había dado cuenta de que había algo extraño en todo aquello: decenas de aviones que vuelan a ras del suelo, de noche y sin luces. Aunque no fue hasta mucho más tarde cuando realmente recordé que volaban sin luces.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, Robyn dijo:

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