Read Cuando la guerra empiece Online

Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

Cuando la guerra empiece (7 page)

BOOK: Cuando la guerra empiece
9.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Y por qué creéis que hay tantos taxis amarillos? —añadió Lee alzando un poco la voz, aunque dudo que fuese su intención.

Fue un diálogo de besugos. Yo estaba segura de mi apuesta por el caqui como color más discreto puesto que es el color del Ejército. Sin embargo, Kevin me contó una historia larguísima sobre cómo casi se estrella con un vehículo negro una semana después de sacarse el carné de conducir.

—Eso no demuestra que un coche negro pase más desapercibido, sino que tú eres un peligro a volante —espeté yo.

No recuerdo cómo terminó aquello, lo que demuestra hasta qué punto fue una estupidez.

No obstante, en nuestra última noche, mientras estábamos sentados alrededor de la hoguera jugando al juego de la verdad, Robyn saltó:

—No quiero volver a casa. He pasado la mejor semana de mi vida en el mejor de los lugares.

—Sí —coincidió Lee—. Ha sido genial.

—Pues yo estoy deseando tomarme una ducha caliente —rebatió Fi—. Y comer algo en condiciones.

—Tenemos que repetirlo —sugirió Corrie—. Y volver al mismo lugar los mismos que estamos ahora.

—Sí, vale —añadió Homer que se moría por disponer de cinco días más para venerar a Fi.

—Guardemos este lugar en secreto —propuso Robyn—. O pronto empezará a venir todo el mundo y lo destrozarán.

—Es una buena zona para acampar —intervine—. La próxima vez deberíamos llevar a cabo una búsqueda en toda regla y averiguar dónde vivía el Ermitaño.

—Puede que no tuviese más que una choza y que se haya venido abajo —aventuró Lee.

—Pues la construcción del puente es bien sólida. Apostaría que su choza era mejor aún.

—O quizá viviese en una cueva o algo parecido.

Volvimos a retomar el juego de la verdad, pero preferí irme a la cama antes de que me obligaran a confesar todas las cosas que había hecho con Steve. Supuse que ya había largado suficiente, así que preferí retirarme. Sin embargo, tuve un sueño agitado. Como ya he dicho, suelo dormir a pierna suelta, pero las últimas noches de acampada no logré hacerlo. Para sorpresa mía, me di cuenta de que no veía el momento de llegar a casa, ver cómo andaban las cosas, asegurarme de que todo iba bien. Experimenté una extraña sensación de inquietud.

Nos pusimos manos a la obra muy temprano a la mañana siguiente. Tiene gracia, pero puedes quitarte de encima el noventa por ciento del trabajo en una hora mientras que el diez te ocupa al menos dos. Es la ley de Ellie. De modo que ya eran casi las once de la mañana y el sol empezaba a pegar cuando terminamos. Antes de ponernos en marcha, echamos un último vistazo a la hoguera y nos despedimos con amargura de nuestro claro secreto.

La subida era tan pronunciada que no tardamos en comprender por qué ninguno había mostrado mucho entusiasmo por subir a la Costura del Sastre. Nuestra mayor motivación, sin contar la insistencia de Fi en la ducha y la comida, era comprobar desde qué punto partía el camino en la cima. No podíamos entender por qué, ni nosotros ni el resto de la gente que nos precedió, habíamos conseguido dar con el sendero. Seguimos pateándonos el camino, sudando y refunfuñando en los tramos más difíciles y, a veces, empujando a la persona que teníamos delante cuando nos veíamos obligados a atravesar los huecos estrechos que se abrían entre los Escalones de Satán. Me percaté de que Homer avanzaba pegado a Fi y aprovechaba cualquier oportunidad que se le presentaba para ayudarla con algún que otro empujón. Fi le lanzaba una sonrisa y él se ruborizaba. ¿Era posible que le gustase?, me pregunté. O puede que le divirtiera tenerlo comiendo de su mano. El caso es que si una chica se decidía hacerle semejante jugada a Homer, él se lo había buscado. Fi se encargaría de vengarnos a todas las demás.

Nuestras mochilas pesaban bastante menos gracias a que nos lo habíamos comido todo, aunque al cabo de un rato tuvimos la sensación de que pesaban más que nunca. No obstante, no tardamos en acercaros a la cima, y mantuvimos la vista al frente para ver dónde desembocaba el camino. La respuesta, cuando estuvimos lo bastante cerca para conocerla, fue sorprendente. De pronto, el camino viraba desde los Escalones de Satán y se difuminaba entre un corrimiento de tierra compuesto por gravilla y rocas. Era la primera vez que andábamos en campo abierto desde que abandonamos el campamento. Nos llevó unos cuanto minutos localizar el camino al otro lado, pues era más estrecho y borroso. Fue como pasar de una carretera a una pista forestal. Aunque el sendero fuese visible desde la cresta, nadie repararía en él. Y si alguien se tropezaba con él, pensaría que no se trataba más que de una senda de ganado.

El camino continuaba ascendiendo hasta culminar en un enorme y centenario eucalipto de Wombegonoo. Los últimos cien metros trascurrían a través de un ramaje tan espeso que tuvimos que agacharnos para atravesarlo. Era prácticamente un túnel, pero un camuflaje ideal porque cualquiera que mirara en su dirección desde Wombegonoo no vería más que una maleza impenetrable. El eucalipto quedaba a los pies de una lengua rocosa que se prolongaba hasta la cumbre de Wombegonoo. Sus múltiples troncos, que debieron de separarse en sus primeros años de vida, le daban un aire peculiar y más bien parecían los pétalos de una amapola. De hecho, el camino se iniciaba en el hueco formado en mitad del árbol: la pista nos guió adecuadamente hasta el hueco después de hacernos pasar bajo uno de los troncos. El hueco era tan grade que cabíamos los siete, aunque algo apretados. A la izquierda, a la derecha y debajo, el árbol quedaba ceñido por la maraña característica del Infierno; más arriba, por la pared de roca que, como dijo Robyn, despistaría a cualquiera. Una distribución perfecta.

Hicimos un descanso al llegar a Wombegonoo. Fue breve puesto que prácticamente no nos quedaba comida y habíamos sido demasiado perezosos como para cargar agua desde el arroyo. Fue un paseo de unos cuarenta minutos hasta el leal Land Rover, que se encontramos tal y como lo habíamos dejado, aparcado bajo la sombra de los árboles, aguardando con paciencia. Nos lanzamos hacia él entre vítores de alegría. Primero bebimos algo de agua, después devoramos la comida, incluido todo lo saludable a lo que habíamos renunciado cinco días antes. Es increíble lo rápido que puede cambiar tu actitud. Recuerdo que alguien dijo en la radio que los prisioneros liberados al fin de la Segunda Guerra Mundial mostraban una gratitud infinita por cualquier pedacito de comida que pudieran llevarse a la boca, pero que al cabo de dos días empezaban a protestar porque les daban sopa de fideos en vez de sopa de tomate. Es exactamente lo que nos pasó a nosotros. Y lo que nos pasa a día de hoy. Aquel día, en el Land Rover, yo soñaba con el helado que, una semana atrás, en casa había tirado a la basura porque tenía demasiados pedacitos de hielo pegados. En aquel instante, hubiese dado cualquier cosa por volver a tenerlo en las manos. No podía creer que lo hubiese lanzado a la basura con tanta indiferencia. Pero supongo que al cabo de una hora o dos en casa, me habría desecho de él igualmente.

Una vez alcanzamos el Land Rover, me dio la sensación de que los demás habían perdido las ganas de regresar a casa. Había sido un día caluroso y húmedo, y en el cielo deambulaban un montón de nubes bajas. Era imposible avistar la costa. Era el tipo de tiempo que mina la energía de cualquiera. Aunque he de decir que no era mi caso. Seguía inquieta, ansiosa por llegar a casa y comprobar que todo iba bien. Pero no podía obligar a los demás a acatar mi voluntad. Aún estaba resentida porque esa misma mañana Robyn me había dicho que era algo marimandona. Me dolió, sobre todo viniendo de ella, que no suele tener palabras desagradables para nadie. Así que me quedé callada mientras los demás descansaban bajo los esporádicos rayos de sol, digiriendo la comida que acabábamos de engullir.

Al cabo de un rato Kevin y Corrie desaparecieron carretera abajo. Homer se apostaba tan cerca de Fi como se atrevió, pero ella no parecía haberse percatado de su proximidad. Yo charle un rato con Lee sobre la vida en el restaurante. Fue interesante. Jamás se me pasó por la cabeza que fuese algo tan duro. Explicó que sus padres no utilizaban microondas ni ninguna otra invención moderna —seguían preparando la comida de forma tradicional—, lo que suponía mucho más trabajo. Su padre bajaba al mercado dos veces por semana y cuando lo hacía salía de casa a las tres y media de la madrugada. Al oír aquello, supe que llevar un restaurante nunca sería lo mío.

Por fin, a media tarde, nos pusimos en marcha. De camino recogimos a Kevin y Corrie, que se encontraban en la carretera, a un kilómetro de distancia. Descendimos traqueteando a la misma velocidad a la que habíamos ascendido. En cuanto la llanura se abrió ante nosotros, distinguimos unos seis focos a lo lejos, diseminados por todo el paisaje. Dos de ellos parecían ser bastante importantes. Era demasiado pronto para que se tratara de un incendio forestal, y demasiado tarde para que se tratara de una quema de rastrojos. Pero eso fue lo único que llamó nuestra atención, y ninguno de los focos quedaba remotamente cerca de nuestros respectivos hogares.

Cuando alcanzamos el río, la mayoría votó por darse un chapuzón, con lo cual nos detuvimos de nuevo, algo más de una hora. Yo empezaba a ponerme nerviosa, pero no podía hacer nada más para que se diesen prisa. No nadé más que cinco minutos, y Lee ni siquiera se metió en el agua. Cuando salí, me senté a su lado y charlamos de nuevo. Al cabo de un rato, dije:

—Ojalá se cansaran ya. Estoy deseando volver a casa. Lee me miró y preguntó: —¿Por qué?

—No lo sé. Estoy de un humor raro. Uno malo.

—Sí, se te ve algo preocupada.

—Quizá sean esos incendios. No encuentro explicación válida.

—Has estado muy nerviosa durante gran parte de la excursión.

—¿En serio? Sí, supongo que sí. No sé por qué.

—Qué raro —dijo Lee lentamente—. Yo también tengo la misma sensación.

—¿De verdad? Pues no se te nota.

—Eso intento.

—Me lo creo.

—Es posible que sean remordimientos —añadí al rato—. Me siento culpable por no haber asistido a la feria. Siempre llevamos muchas reses para exhibirlas, y mi padre cree que todos deberíamos apoyar la feria. Se necesita mucho tiempo para acicalar el ganado, transportarlo hasta allí, cepillarlos, darles de comer, pasearlos y presentarlos. Mi padre no puso ninguna pega y yo ayudé a acicalarlos, pero le he dejado solo con un montón de trabajo.

—¿Los lleváis hasta allí solo para mostrar vuestro apoyo a la feria? —No… Es una feria muy importante, sobre todo para las vacas charolais. Para muchos, es la oportunidad de darse a conocer y de mostrarse ante los demás como un buen ganadero. Hoy en día, hay que cuidar de las relaciones públicas.

—Lo mismo pasa en hostelería… Aquí vienen.

Efectivamente, Robyn y Fi, las últimas que quedaban en el agua, salían chapoteando entre risas. Fi estaba radiante, apartándose la larga melena de los ojos y contoneándose con la gracilidad de una garza. Eché un vistazo a Homer, Kevin estaba hablándole y él intentaba fingir que le prestaba atención, pero miraba frenéticamente a Fi por el rabillo del ojo. En cuanto me fijé de nuevo en ella, supe que era consciente de todo. Había algo ensayado en su modo de caminar, y también en su postura bajo el atardecer, propia de una modelo a quien haces un reportaje en la playa. Me dio la impresión de que no solo lo sabía todo sino que también estaba encantada.

Tardamos una media hora desde el río hasta la casa. No podría decir si aquel día me sentía feliz —la preocupación y el nerviosismo se hacían más y más palpables— pero de lo que estoy segura es de que no he sido feliz desde entonces.

Capítulo 6

Los perros estaban muertos. Eso fue lo primero que pensé. No saltaban ni ladraban cuando llegamos con el coche, ni tampoco me recibieron entre gemidos de alegría como siempre hacían al verme correr hacia ellos. Yacían junto a sus casetas de metal galvanizado, cubiertos de moscas, ajenos al calor de los últimos rayos de sol. Sus ojos enrojecidos rezumaban desesperación y sus hocicos estaban cubiertos de espuma reseca. Estaba acostumbrada a verlos tirar con todas sus fuerzas de las cadenas —era la danza frenética que ejecutaban cada vez que me veían llegar— pero aquella vez, las cadenas estaban tendidas en el suelo, inertes. Todos tenían el cuello empapado en sangre, a la altura del collar. De los cinco perros, cuatro eran aún jóvenes. Compartían un cubo de agua para beber, pero lo habían volcado y ahora yacía a un lado, seco y vacío. Horrorizada, los examiné uno a uno, muy deprisa: todos muertos. Me acerqué corriendo a
Millie
, la madre, a la que habíamos separado de sus cachorros porque no dejaban de molestarla. Su cubo seguía en pie y aún contenía algo de agua; de súbito, al acercarme, ella realizó un débil movimiento con el rabo e intentó ponerse en pie. Me chocó ver que aún estaba viva, puesto que ya había dado por sentado que tampoco habría sobrevivido.

Lo más racional habría sido dejarla y entrar corriendo en casa, porque era consciente de que no habría sucedido semejante tragedia a menos que algo más horrible aún les hubiese pasado a mis padres. Sin embargo, mi mente había dejado de funcionar racionalmente. Solté la cadena de
Millie
y la vieja perra bregó por levantarse, pero seguidamente se desplomó sobre sus rodillas delanteras. Llegué a la brutal conclusión de que no podía malgastar más tiempo con ella. Ya la había ayudado suficiente.

—Haz algo por la perra —grité a Corrie, y salí disparada hacia la casa.

Mi amiga ya se había puesto en marcha; estaba actuando con más rapidez que los demás que, conmocionados, seguían deambulando a nuestro alrededor. Empezaban a asimilar que algo malo sucedía, pero no habían sacado las mismas conclusiones que yo. Y mi mente las sacaba tan rápido que me vi presa del pánico. Corrie vaciló, se volvió hacia los perros e interpeló a Kevin:

—Encárgate de los perros, Kevin.

Dicho esto, fue detrás de mí. No había nada raro en el interior de la casa, y eso era lo peor. No había señal de vida por ningún lado. Todo estaba limpio y ordenado. Y a aquellas horas del día, lo más normal hubiese sido que aún quedaran restos de comida sobre la mesa de la cocina, platos en el fregadero y se oyera de fondo el parloteo de la televisión. No obstante, todo estaba sumido en silencio. Corrie abrió la puerta detrás de mí, entró sin hacer ruido, y susurró:

—¡Dios mío, qué ha pasado! —No fue una pregunta. Su tono de voz me aterrorizó aun más, y me quedé allí plantada—. ¿Qué les ha pasado a los perros? —inquirió.

BOOK: Cuando la guerra empiece
9.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Bodyguard: Target by Chris Bradford
Capital Punishment by Robert Wilson
Ragnarok by Nathan Archer
Jude Deveraux by First Impressions
The Ivory Grin by Ross Macdonald
The Ace by Rhonda Shaw