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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

Cuando la guerra empiece (8 page)

BOOK: Cuando la guerra empiece
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—Están todos muertos menos
Millie
. Y a ella no le queda mucho.

Eché un vistazo a mi alrededor en busca de una nota, una nota dirigida a mí, pero no logré encontrar nada.

—Llamemos a alguien —sugirió—. Llamemos a mis padres.

—No. Llama a los padres de Homer. Su casa queda más cerca. Sabrán qué ha sucedido.

Cogió el teléfono y me lo dio. Yo descolgué el auricular y, cuando empecé a marcar los números, me di cuenta de que no se oía tono alguno. Acerqué aún más el teléfono al oído. Nada. En aquel momento, experimenté una sensación de miedo bien distinta; un tipo de miedo que jamás había sentido antes.

—No hay línea —expliqué a Corrie.

—Dios mío —repitió. Puso los ojos como platos y palideció.

Robyn y Fi irrumpieron en la cocina, con los otros siguiéndolas de cerca.

—¿Qué ocurre? —preguntaron—. ¿Qué está pasando? Kevin entró llevando a
Millie
en brazos.

—Dale algo de comer. Busca en la nevera —dije.

—Iré yo —se ofreció Homer.

Intenté explicar la situación, pero de forma tan atropellada que acabe confundiéndome y yéndome por las ramas. Desistí y me limité a decir con tono desesperado:

—Tenemos que hacer algo.

En aquel preciso instante. Homer apareció con un cuenco de carne picada. Lo siguió un olor nauseabundo.

—La nevera no funciona —dijo—. Huele fatal.

—Fatal —repetí embargada por la sensación de miedo.

Él se quedó mirándome.

Robyn se acercó a la televisión mientras Homer y Kevin intentaban animar a
Millie
para que comiese algo, vimos como Robyn se disponía a encender el aparato, pero tampoco respondía.

—Qué raro —murmuró.

—¿Te dijeron tus padres que se marchaban a algún sitio? —preguntó Fi. Yo ni siquiera me molesté en contestar.

—Tal vez tu abuela se puso enferma… —dijo Corrie.

—¿Y por eso iban a cortar la corriente? —inquirí con un tono rebosante de sarcasmo.

—Puede que hubiese una avería general en la compañía eléctrica —sugirió Kevin—. Quizá se quedaron sin electricidad unos días y tuvieron que marcharse.

—No han dejado ninguna nota —espeté—. Y nunca habrían permitido que nuestros perros muriesen.

Todos enmudecimos durante un momento. Nadie sabía qué decir.

—No hay ninguna explicación posible a todo esto —dijo Robyn.

—Parece cosa de ovnis —sentenció Kevin—. Como si los hubiesen abducido los extraterrestres o algo así. —Sin embargo en cuanto reparó en la expresión de mi cara, se apresuró añadir—: No pretendo hacerme el gracioso, Ellie. Sé que algo grave ha pasado. Pero es que no se me ocurre ninguna explicación.

Lee susurró algo a Robyn. Tampoco me molesté en preguntarles de qué se trataba. Y en cuanto distinguí el terror en el rostro de Robyn, preferí no saberlo.

Hice un enorme esfuerzo mental por mantener la calma.

—Volvamos al Land Rover —resolví—. Traed a la perra. Iremos a casa de Homer.

—Espera un momento —dijo Lee—. ¿Tienes una radio? ¿Una que funcione con pilas?

—Sí, pero no sé dónde está —contesté, lanzándole una mirada interrogativa. Seguía sin saber lo que pretendía, pero la expresión de su cara no me tranquilizó más que la de Robyn—. ¿Para qué la quieres?

En realidad, prefería que no me contestara.

—Yo tengo mi
walkman
en el Land Rover —dijo Robyn. Lee se volvió hacia ella.

—¿Has oído algún boletín de noticias desde que nos marchamos?

—No. En un par de ocasiones intenté sintonizar alguna emisora, pero no encontré ninguna. Supuse que los acantilados que rodean el Infierno dificultaban la recepción.

—¿Encontrarás tu radio? —preguntó Lee.

—Supongo que sí —contesté, y corrí a mi habitación.

No me apetecía perder el tiempo de esa manera. Deseaba con todas mis fuerzas llegar a casa de Homer, lanzarme a los brazos de la dulce señora Yannos y dejar que me arropase y despejase mis miedos, que me dijese que todo aquello no era más que un malentendido. Pero algo horrible ocupaba la mente de Lee y yo no podía dejar de hacerle caso.

Regresé con la radio y la encendí conforme me apresuraba por el pasillo. Giré el sintonizador en busca de una emisora. Para cuando llegué a la cocina, ya había rastreado todo el espectro radiofónico y no oí nada más que interferencias. Lo achaqué a las prisas, siempre voy con prisas. Nunca aprenderé. Lo intenté de nuevo bajo la inquieta mirada de los demás, que no daban crédito. Esta vez procedí con suma minuciosidad, pero el resultado fue el mismo: nada.

Nos invadió una sensación de pánico. Miramos a Lee, esperando que se sacara una explicación de la manga, como por arte de magia. Se limitó a negar con la cabeza.

—No sé qué decir —admitió—. Vayamos a casa de Homer.

También probamos la radio del Land Rover pero en vano. Arranqué y pisé el acelerador a fondo, con tanta brusquedad que Kevin, que aún no se había acomodado en el asiento, se golpeó la cabeza y casi dejó caer a
Millie
, a la que seguía cuidando. El Land Rover avanzó a trompicones unos cuantos metros hasta que se me caló. Podía oír la voz de mi abuela diciendo: «Vísteme despacio que tengo prisa». Aspiré una profunda bocanada de aire y lo intenté de nuevo, con más calma esta vez. La cosa fue mejor. Pasamos la valla y tomamos la carretera, mientras le decía a Homer:

—He olvidado echar un vistazo a las gallinas.

—Tranquila, Ellie —contestó él—. Todo irá bien. Encontraremos una solución.

Pero no fue capaz de mirarme a los ojos. Se quedó quieto en el asiento, con semblante preocupado, sin apartar la vista del parabrisas.

La casa de Homer queda a un kilómetro y medio de la nuestra.

Lo único que queríamos ver conforme nos acercábamos, lo que más anhelábamos ver, era movimiento.

No había ninguno. Tras toparme contra la rejilla del redil, toqué el claxon con insistencia, al máximo. Lee me detuvo desde el asiento trasero del coche.

—No hagas eso, Ellie.

Una vez más me asustó preguntar por qué, pero le hice caso. Me paré de un frenazo a un lado de la puerta principal. Homer se apeó de un salto y echó a correr hacia su casa. Abrió la puerta de par en par y entró, gritando:

—¡Mamá! ¡Papá!

Ya antes de abandonar el asiento del conductor, el vacío que detecté en su voz habló por sí solo.

De camino a la puerta, oí que alguien arrancaba el Land Rover. Me giré sobre mi misma y observé. Lee estaba al volante. Aguardé. Era un conductor pésimo y, sin embargo, tras varias maniobras y acelerones, se las ingenió para desplazar el vehículo bajo la sombra del enorme y viejo pimentero que se alzaba justo detrás del depósito. Los retazos de la despreocupada conversación que tuvimos en el Infierno me vinieron a la mente. Y entonces lo comprendí todo, y repudié y temí ese recuerdo. Lee salió del coche y se dirigió hacia donde yo me encontraba. En cuanto se acercó a la puerta le grité:

—¡Lee! ¡Te equivocas! ¡Déjalo ya! ¡Deja de pensar en eso! ¡Te equivocas!

Robyn apareció detrás de mí y me agarró por el brazo.

—Lo más probable es que se equivoque —dijo—. Pero la radio… —Enmudeció durante un instante—. No pierdas la calma, Ellie. No, hasta que sepamos algo.

Entramos juntas en la casa. Nada más cruzar la puerta y sumirnos en un silencio sepulcral añadió:

—Reza, Ellie. Reza con toda tu alma.

Pude distinguir lo que parecieron mugidos desde la parte trasera de la casa, de modo que me dirigí al patio. Allí encontré a Homer, que, con semblante grave, intentaba ordeñar a su vaca. Las ubres goteaban leche, la res se agitaba incómoda y mugía en cuanto él intentaba tocarla.

—¿Sabes ordeñar, Ellie? —preguntó con tono suave.

—No, lo siento, Homer. Jamás aprendí a hacerlo. Se lo preguntaré a los demás.

En cuanto me adentré en la casa, añadió:

—Ellie, el periquito está en la terraza interior.

—Vale —contesté antes de echar a correr en aquella dirección.

Sin embargo, Corrie se me había adelantado. El periquito estaba vivo, pero en su jaula no quedaban más que unas gotas de agua sucia. Le pusimos agua fresca que apuró como hacía mi padre con su primera cerveza tras una dura jornada esquilando el ganado.

—Tienes vaca lechera en casa, ¿verdad? —pregunté a Corrie—. ¿Puedes relevar a Homer ahí fuera?

—Claro —contestó antes de ir hacia allí.

Todos empezamos a actuar con una calma forzada. Sabía cómo de asustados debían de estar Corrie y los demás sin saber que había sido de sus familias, pero aún no podíamos hacer gran cosa por ellos. Llevé el periquito a la cocina, donde Lee acababa de colgar el teléfono. Lo miré enarcando ambas cejas; el negó con la cabeza. Homer apareció momentos más tarde.

—Tenemos un emisor receptor LCI en el despacho —dijo sin mirar a nadie.

—¿Qué significa «LCI»? —preguntó Fi. No me había percatado de que se encontraba allí, de pie junto a la puerta de la despensa.

—Lucha contra incendios —explicó Homer, lacónico.

—¿No sería arriesgado? —preguntó Robyn.

—Y yo qué sé —respondió Homer—. Es imposible saber nada.

Acuciada por la desesperación y ansiosa por convencerlos, me dirigí a ellos con tono enérgico:

—Esto es ridículo. Sé lo que estáis pensando, y es imposible del todo. Imposible. Este tipo de cosas no pasan aquí, no en este país. —Entonces, cargada de esperanza, recordé algo—. ¡Los incendios! Todos estarán ahí fuera intentando apagar esos incendios. Habrá uno de estos fuegos descontrolados y quizá la gente siga movilizada.

—Ellie, no se trataba de ese tipo de incendios —dijo Homer—. Y tú lo sabes. Sabes perfectamente qué pinta tiene un incendio descontrolado.

—Yo no sé mucho sobre esas cosas —dijo Lee—, pero ¿no se supone que debería haber un montón de gente hablando por esa radio mientras siguen activos los incendios?

—¡Sí! —exclamó Homer, apresurándose a encenderla.

—Pero si no hay corriente —dijo Fi.

—Funciona con pilas —contesté yo.

Seguimos a Homer y nos hacinamos en el diminuto despacho. Él subió el volumen al máximo, pero no hizo falta. Unas interferencias monótonas e interminables llenaron el silencio de la habitación.

—¿Has comprobado la frecuencia? —pregunté en voz baja.

Homer asintió con una expresión desilusionada. Quise abrazarlo, comprobar si Fi también iba a hacerlo y, cuando vi que había abandonado la habitación, me decidí. Al cabo de un minuto, Homer dijo:

—¿Creéis que deberíamos emitir una señal por radio?

—¿Qué opinas tú, Ellie? —me preguntó Lee.

Sabía que tenía que barajar todas las posibilidades. Recordé lo tensas que se pusieron las cosas antes de que nos fuéramos de excursión: todos esos políticos armando escándalo. Procuré razonar con calma y contesté:

—Lo único que justificaría esa señal sería ayudar a nuestras familias. Es decir, si están en peligro o en apuros. Pero, de ser así, todo el mundo debe de estar en el mismo barco. Y las autoridades tendrían constancia de ello. Así que transmitir un aviso no ayudaría a los nuestros…

»Otra razón para emitir es que estamos desesperados por saber lo que está sucediendo. Pero claro, al hacerlo, quizá nos pongamos en peligro… —Intenté mantener un tono de voz sereno—. Si algo malo ha pasado… Si hay gente ahí fuera.

—En definitiva, ¿qué hacemos? —preguntó Lee.

—No creo que debamos hacerlo —dije cargada de pena.

—Estoy de acuerdo —asintió Homer.

—Yo también —añadió Lee.

—Ahora iremos a casa de Corrie —prosiguió Homer—. Y a la de Kevin. Y Robyn. Ni siquiera sé dónde vive.

—Justo a las afueras —contesté.

—En ese caso, por orden geográfico, Corrie y Kevin están primero. —Miró a Lee, que asintió sin mediar palabra. Ya había deducido quién sería el último.

Los siete nos reunimos en la cocina con una sincronización casi perfecta. Corrie cargaba con un recipiente de leche que apestaba y más bien parecía un montón de huevos revueltos blancuzcos. Kevin la acompañaba. Iban cogidos de la mano y se sujetaban con fuerza. Vertí algo de leche en un cuenco para dársela a
Millie
, que al fin empezaba a mostrar algo de entusiasmo. La olfateó antes de beber a ávidos lengüetazos. Kevin se volvió hacia Homer para decirle:

—¿Te importa si nos vamos ya a nuestras casas? Podemos ir solos si disponemos de un vehículo. —Me miró entonces—. O del Land Rover.

—Mi padre dijo que solo yo… —empecé, pero enmudecí en cuanto me percaté de lo ridículo que sonaba aquello. Sin embargo, había demostrado mucha lógica en el despacho de los Yannos.

Robyn tomó la palabra.

—Tenemos que pensar, chicos. Sé que todos estamos deseando salir de aquí, pero esta vez no podemos dejarnos llevar por nuestros sentimientos. Podría haber mucho en juego ahí fuera. Es posible que vidas humanas. Debemos asumir que algo muy grave ha ocurrido, algo perverso incluso. Si nos equivocamos, ya nos reiremos de ello luego, pero tenemos que admitir que nuestras familias no se han ido al bar ni tampoco de vacaciones.

—Desde luego que ha ocurrido algo malo —le grité—. ¿Crees que mi padre dejaría que sus perros murieran de ese modo? ¿Crees que mañana me echaré unas risas cuando recuerde todo esto?

Yo lloraba y gritaba al mismo tiempo. Nos quedamos sin palabras y, de repente, todo el mundo perdió los nervios. Robyn prorrumpió en llanto mientras vociferaba:

—¡No era eso lo que quería decir, Ellie! ¡Sabes perfectamente que no!

—¡Callaos! ¡Callaos todos! —chillaba Corrie.

Kevin comenzó a frotarse el pelo con la punta de los dedos, diciendo: —Dios mío. Dios mío, ¿qué está pasando?

Fi se había llevado la mano a la boca y daba la impresión de que se la iba a comer. Se puso tan pálida que pensé que se desplomaría de un momento a otro. De repente, Homer, fuera de sí, dijo:

—Fi, una cosa es comerse las uñas, pero eso es demasiado.

Todos miramos a Fi e, instantes después, estallamos en carcajadas. Un tanto histéricas, pero carcajadas al fin y al cabo. Lee incluso derramó alguna que otra lágrima. Sin embargo, se apresuró a enjugarse la cara y decir:

—Escuchemos a Robyn. Venga, chicos.

—Lo siento, Robyn —me disculpé—. Sé que no pretendías.

—Yo también lo siento —dijo ella—. No me he expresado bien.

Aspiró una profunda bocanada de aire y apretó los puños. Era obvio que intentaba calmarse, como hacía de vez en cuando en la cancha de baloncesto. Al fin prosiguió:

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