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Authors: León Tolstói

Tags: #Cuento

¿Cuánta tierra necesita un hombre? (3 page)

BOOK: ¿Cuánta tierra necesita un hombre?
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V

P
ajom preguntó al comerciante cómo podía llegar hasta allí y, en cuanto lo acompañó a la puerta, empezó a hacer los preparativos para el viaje. Confió la casa a su mujer y partió acompañado de un trabajador. Al pasar por la ciudad, compraron una caja de té, regalos y vino, como el comerciante le había aconsejado. Recorrieron unas quinientas verstas y al séptimo día llegaron a un campamento bashkirio. Todo era como el mercader le había dicho. Los bashkirios vivían en la estepa, a la orilla del río, en
kibitkas
de fieltro. No cultivaban la tierra ni comían pan. Su ganado y sus caballos vagaban en rebaños por la estepa. Tenían los potros atados a las
kibitkas
y dos veces al día llevaban allí las yeguas, cuya leche utilizaban para elaborar
kumis
. Las mujeres batían el
kumis
y preparaban queso; los hombres no hacían nada: bebían
kumis
y té, comían carne de cordero y tocaban el pífano. De aspecto saludable y ánimo alegre, pasaban el verano de fiesta. Eran ignorantes y no hablaban ruso, pero se mostraban acogedores con los forasteros.

En cuanto vieron a Pajom, salieron de sus
kibitkas
y le rodearon. Encontraron un intérprete. Pajom les dijo que había venido para comprar tierra. Los bashkirios se alegraron mucho, llevaron a Pajom a una de las mejores
kibitkas
, le hicieron sentarse sobre alfombras, le pusieron debajo cojines de plumas, se acomodaron a su alrededor y empezaron a agasajarlo con té y
kumis
. Mataron un cordero y le dieron de comer. Pajom cogió los regalos que llevaba en el carro y los distribuyó entre los bashkirios; a continuación dividió el té entre todos. Los bashkirios se alegraron mucho, charlaron entre ellos y luego pidieron al intérprete que tradujera sus palabras.

—Me ordenan que te diga —dijo el interprete— que les has caído bien y que tenemos por costumbre agasajar a nuestros huéspedes de todas las maneras posibles e intercambiar regalos con ellos. Tú nos has hecho varios obsequios; ahora debes decirnos qué es lo que más te gusta de lo que tenemos para que podamos ofrecértelo.

—Lo que más me gusta es vuestra tierra —dijo Pajom—. La nuestra es escasa y está agotada; entre vosotros, en cambio, la tierra es buena y abundante. Nunca la había visto igual.

El intérprete tradujo. Los bashkirios estuvieron deliberando un buen rato. Pajom no comprendía lo que decían, pero veía que estaban alegres, porque gritaban y reían. Luego guardaron silencio y se quedaron mirando a Pajom, mientras el intérprete decía:

—Me piden que te comunique que, a cambio de tus regalos, te entregarán toda la tierra que desees. No tienes más que indicarnos cuál quieres y será tuya.

Los bashkirios se pusieron a hablar de nuevo, discutiendo entre ellos alguna cuestión. Pajom preguntó qué estaban diciendo y el intérprete le contestó:

—Unos aseguran que primero hay que consultar con el jefe y que no se puede hacer nada en su ausencia, mientras otros opinan que no es necesario su consentimiento.

VI

M
ientras los bashkirios discutían, llegó un hombre con un gorro de piel de zorro.

Todos guardaron silencio y se pusieron en pie. El intérprete dijo:

—Es el jefe.

Sin perder tiempo, Pajom sacó la mejor bata que llevaba y se la ofreció, así como cinco libras de té. El jefe aceptó los regalos y se sentó en el puesto de honor. A continuación los bashkirios empezaron a decirle algo. El jefe los escuchó, hizo una señal con la cabeza para que se callasen y se puso a hablar con Pajom en ruso.

—Pues claro —dijo—. Elige la que más te guste. Hay tierra de sobra.

«Pero ¿cómo hago para coger toda la que quiera? —pensó Pajom—. Hay que ponerlo por escrito de algún modo. De otro modo, pueden decirme que es mía y luego quitármela.»

—Os agradezco vuestras amables palabras —dijo—. Tenéis mucha tierra y yo solo necesito una poca. Pero me gustaría saber cuál es mía. Quisiera medirla de algún modo y poner por escrito que me pertenece. Porque la vida y la muerte están en manos de Dios. Vosotros sois buenos y me la dais; pero tal vez vuestros hijos me la quiten.

—Tienes razón —dijo el jefe—. Se puede poner por escrito.

—He oído que hace poco vino a veros un mercader —continuó Pajom—, al que también ofrecisteis un poco de tierra y con el que firmasteis un acta de compraventa. Me gustaría hacer lo mismo.

El jefe comprendió lo que quería.

—Se puede hacer así —dijo—. Tenemos un escribiente. Iremos a la ciudad y pondremos todos los sellos necesarios.

—¿Y cuál será el precio? —preguntó Pajom.

—Tenemos un solo precio: mil rublos por jornada.

Pajom no comprendió.

—¿Qué clase de medida es una jornada? ¿Cuántas
desiatinas
tiene?

—Nosotros no sabemos contar de ese modo —dijo el jefe—. Vendemos por jornadas. Toda la tierra que consigas recorrer en una jornada será tuya, al precio de mil rublos.

Pajom se sorprendió.

—En un día entero se puede recorrer mucha tierra —dijo.

El jefe se echó a reír.

—¡Toda será tuya! —dijo el jefe—. Pero con una condición: si antes del anochecer no has vuelto al punto de partida, perderás el dinero.

—¿Y cómo vamos a marcar los lugares por los que pase? —preguntó Pajom.

—Nos colocaremos en el lugar de partida y nos quedaremos allí, mientras tú vas y vuelves. Llevarás un azadón para hacer señales donde sea necesario; harás un agujero en cada extremo y dejarás al lado un montón de hierba; más tarde nosotros pasaremos con el arado de un agujero a otro. Puedes hacer el recorrido que quieras, pero debes regresar al punto de partida antes de que se ponga el sol. Todo el terreno que logres abarcar será tuyo.

Pajom se puso muy contento. Decidieron empezar por la mañana temprano. Estuvieron hablando un rato, tomaron más
kumis
, comieron un poco de cordero y volvieron a beber té. Cuando se hizo de noche, los bashkirios ofrecieron a Pajom un lecho de plumas y se separaron. Prometieron reunirse al amanecer, para llegar al lugar señalado antes de la salida del sol.

VII

P
ajom se tendió en el lecho de plumas, pero no pudo conciliar el sueño. Seguía pensando en la tierra. «Marcaré una parcela muy grande. En una jornada puedo recorrer unas cincuenta verstas. En esta época un día dura tanto que parece un año. Y en cincuenta verstas hay un montón de tierra. La peor la venderé o se la dejaré a los mujiks y yo me quedaré con la mejor y la cultivaré con mis propias manos. Compraré dos bueyes para el arado y contrataré al menos dos trabajadores; sembraré medio centenar de verstas y dejaré el resto para que paste el ganado», pensaba.

Pajom no pegó ojo en toda la noche, pero justo antes del amanecer se quedó adormilado y tuvo un sueño. Estaba tumbado en esa misma
kibitka
y oía que alguien se estaba riendo fuera. Quiso saber de quién se trataba y se levantó. Cuando salió de la
kibitka
vio al jefe de los bashkirios; estaba sentado y, sujetándose la panza con las dos manos, se balanceaba y se reía a carcajadas. Pajom se acercó y le preguntó:

—¿De qué te ríes?

Entonces se dio cuenta de que no era el jefe de los bashkirios, sino el mercader que había pasado recientemente por su casa y le había hablado de esas tierras. Pero en cuanto le preguntó si llevaba mucho tiempo allí, advirtió que ya no era el mercader, sino aquel mujik que se había presentado en su casa mucho tiempo antes, procedente del Volga. Por último vio que tampoco era el mujik, sino el diablo en persona, con cuernos y pezuñas; estaba allí sentado, riéndose a carcajadas, delante de un hombre descalzo, vestido solo con camisa y pantalón. Pajom miró atentamente para ver quién era ese hombre y se dio cuenta de que estaba muerto y de que era él. Se despertó horrorizado. «¡Hay que ver qué cosas sueña uno!», pensó. Miró a su alrededor y a través de la puerta abierta vio que empezaba a clarear. «Hay que despertar a la gente —se dijo—. Es hora de partir.» Se levantó, llamó a su trabajador, que dormía en el carro, le ordenó que enganchara y se fue a despertar a los bashkirios.

—Ya es hora de que vayamos a la estepa a medir la tierra —dijo.

Los bashkirios se levantaron y se reunieron; al poco rato llegó también el jefe. Entonces se pusieron a beber
kumis
y ofrecieron té a Pajom, pero este no quería perder más tiempo.

—Si hay que ir, vamos —dijo—. Ya es hora.

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