Read Definitivamente Muerta Online

Authors: Charlaine Harris

Definitivamente Muerta (2 page)

BOOK: Definitivamente Muerta
12.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Hay que seguir —dijo Al, saliendo a toda prisa de su despacho mientras apagaba el móvil con una mano—. Acaban de contratarnos para una boda doble en la zona del bosque donde vive la señorita Stackhouse.

Me pregunté si se trataría de un encargo sobrenatural o de un trabajo normal, pero consideré que habría sido un poco brusco hacerlo en voz alta.

Claude y yo recuperamos la postura íntima y personal. Siguiendo las instrucciones de Al, me subí la falda para mostrar mis piernas. En la época que daba a entender mi vestido, no creía que las mujeres tomaran mucho el sol o se depilaran las piernas, y yo estaba muy morena y suave como el culito de un bebé. Pero qué demonios. Probablemente los hombres tampoco se pasearan por ahí con la camisa desabrochada y el pecho al aire.

—Levanta la pierna como si lo fueses a rodear con ella —ordenó Alfred—. Bien, Claude, ésta es tu oportunidad para brillar. Hazme creer que te vas a quitar los pantalones de un momento a otro. ¡Queremos que las lectoras jadeen cuando te miren!

Claude usaría su
book
cuando se presentara al concurso de Míster Romántico, organizado todos los años por la revista
Romantic Times Book Reviews
.

Cuando compartió con Al sus ambiciones (di por sentado que se conocieron en una fiesta), éste recomendó al primero que se hiciera algunas fotos con el tipo de mujer que suele aparecer en la portada de las novelas románticas; le dijo que sus rasgos morenos se verían potenciados con una rubia de ojos azules. Resulté ser la única rubia bien dotada que conocía Claude dispuesta a ayudarle gratis. Por supuesto, Claude conocía a algunas
strippers
que lo hubieran hecho, pero a un precio. Con su tacto habitual, fue lo que Claude me dijo de camino al estudio. Se podría haber guardado esos detalles, lo cual me habría hecho sentirme bien por ayudar al hermano de mi amiga. Pero, a su peculiar manera, Claude no hizo sino compartirlos conmigo.

—Vale, Claude, ahora quítate la camisa —dijo Alfred.

Claude estaba acostumbrado a que le pidiesen que se quitara la ropa. Tenía un ancho pecho lampiño con una impresionante musculatura. Tenía un aspecto estupendo. No me sentí especialmente turbada. Puede que me estuviera volviendo inmune.

—Falda, pierna —me recordó Alfred, y me dije que era un trabajo. Al y María Estrella eran muy profesionales e impersonales, y no se podía ser más frío que Claude. Pero yo no estaba acostumbrada a subirme las faldas delante de la gente, y eso sí que se me hizo personal. A pesar de que mostraba la misma cantidad de piernas cuando me ponía shorts y no me sonrojaba lo más mínimo, de alguna manera el gesto de subirse la larga falda estaba más cargado de sexualidad. Apreté los dientes y me la fui subiendo, agarrándola a intervalos para mantenerla en posición.

—Señorita Stackhouse, tienes que dar la sensación de que estás disfrutando con esto —dijo Al. Me miró sacando el ojo del visor de su cámara, arrugando la frente en un gesto que definitivamente nada tenía que ver con la satisfacción.

Traté de no contrariarme. Le había dicho a Claude que le haría un favor, y los favores hay que cumplirlos de buen grado. Levanté la pierna para que mi muslo permaneciera paralelo al suelo, hacia donde apuntaba con mis dedos de los pies desnudos en lo que esperaba fuese una grácil postura. Posé ambas manos en los hombros desnudos de Claude y lo miré. Su piel era suave y cálida al tacto (no erótica o incitadora).

—Pareces aburrida, señorita Stackhouse —dijo Alfred—. Se supone que estás deseando saltarle encima. María Estrella, haz que parezca más..., más. —María Estrella vino hacia nosotros a la carrera para bajarme un poco más las vaporosas mangas. Puede que lo hiciera con demasiado entusiasmo. Menos mal que el corpiño estaba bien ajustado.

El caso es que Claude podía pasarse el día atractivo y desnudo, que yo no me sentiría atraída por él. Era gruñón y tenía malos modales. Aunque hubiese sido heterosexual, no habría sido mi tipo..., al menos después de diez minutos de conversación.

Como lo hiciera Claude antes, yo tendría que recurrir a la fantasía.

Pensé en el vampiro Bill, mi primer amor en todos los sentidos. Pero, en vez de lujuria, sentí ira. Bill llevaba varias semanas saliendo con otra.

Bueno, y ¿qué tal con Eric, el jefe de Bill y antiguo vikingo? El vampiro Eric compartió mi lecho y mi casa durante varios días de enero. No, ése es un camino peligroso. Eric conocía un secreto que quería mantener oculto durante el resto de mis días; aunque, dado que había sufrido amnesia durante su estancia en mi casa, no era consciente de que dicho secreto estaba en alguna parte de su mente.

Se me pasaron unas cuantas caras por la cabeza: mi jefe Sam Merlotte, propietario del Merlotte's. No, no sigas por ahí, pensar en tu jefe desnudo es malo. Vale, ¿y Alcide Herveaux? No, ése era un camino sin salida, sobre todo habida cuenta de que estaba en compañía de su actual novia... Vale, me había quedado sin material de fantasía, y tendría que volver a alguno de mis actores favoritos.

Pero las estrellas del cine se me antojaban poca cosa después del mundo sobrenatural que había tenido la ocasión de catar desde que Bill se dejó caer por el Merlotte's. La última experiencia remotamente erótica que había tenido, por raro que parezca, estaba relacionada con que alguien me lamiera mi pierna ensangrentada. Aquello fue... desconcertante. Pero incluso a pesar de las circunstancias, había conseguido que algo en lo más profundo de mí se estremeciera. Recuerdo cómo se movía la cabeza calva de Quinn mientras me limpiaba la herida de un modo muy personal y me sujetaba firmemente con sus grandes y cálidos dedos...

—Servirá —dijo Alfred, y empezó a disparar. Claude puso la mano sobre mi muslo desnudo cuando notó que mis músculos empezaban a temblar debido al esfuerzo de mantener la postura. Una vez más, un hombre me sujetaba de la pierna. Claude me la cogió de modo que pudiera apoyarme. Aquello me ayudó considerablemente, pero no tuvo nada de erótico.

—Ahora algunas en la cama —dijo Al, justo cuando decidí que ya no podía mantenerme.

—No —dijimos Claude y yo al unísono.

—Pero forma parte del paquete —insistió Al—. No hace falta que os desnudéis. No me va ese tipo de fotografía. Mi mujer me mataría. Tumbaos en la cama tal como estáis. Claude se apoya sobre el codo y te mira hacia abajo, señorita Stackhouse.

—No —dije con firmeza—. Hazle algunas fotos a solas en el agua. Eso será mejor. —Había un estanque falso en un rincón, y unas cuantas fotos de Claude, presuntamente desnudo y con el pecho mojado, resultarían de lo más atractivo (para cualquier mujer que aún no lo hubiera conocido).

—¿Qué opinas de eso, Claude? —preguntó Al.

Y el narcisismo de Claude irrumpió en escena.

—Creo que sería genial, Al —dijo, tratando de no sonar demasiado emocionado.

Me dispuse a enfilar el camino hacia el vestuario, ansiosa por deshacerme del disfraz y volver a ponerme mis vaqueros. Miré en derredor en busca de un reloj. Tenía que estar en el trabajo a las cinco y media, y antes tenía que volver a Bon Temps y recoger mi uniforme del Merlotte's.

—Gracias, Sookie. —Oí que decía Claude.

—De nada, Claude. Buena suerte con los contratos. —Pero ya había vuelto su atención al espejo frente al cual se estaba admirando.

María Estrella vio que me marchaba.

—Hasta pronto, Sookie. Me alegra haberte vuelto a ver.

—Lo mismo digo —mentí. Incluso a través de los retorcidos pasadizos rojizos de la mente de un licántropo, pude ver que María Estrella no podía comprender cómo pude dejar pasar a Alcide. A fin de cuentas, los licántropos eran atractivos, si bien desde un punto de vista algo tosco, eran compañeros divertidos y machos de sangre caliente para la persuasión heterosexual. Además, ahora era propietario de su propia empresa de peritajes y era un hombre adinerado por derecho propio.

La respuesta afloró en mi mente y hablé antes de pensármelo.

—¿Sigue alguien buscando a Debbie Pelt? —pregunté, más o menos como quien hinca un diente dolorido. Debbie había sido la eterna novia intermitente de Alcide. Era toda una pieza.

—No la misma gente —dijo María Estrella. Su expresión se ensombreció. A María Estrella no le gustaba pensar en Debbie más de lo que me gustaba a mí, aunque, sin duda, por razones diferentes—. Los detectives que contrató la familia Pelt tiraron la toalla, aduciendo que sangrarían a la familia si seguían adelante. Eso es lo que he oído. La policía no lo ha admitido, pero también ha dado con un callejón sin salida. Sólo he visto a los Pelt una vez, cuando se pasaron por Shreveport al desaparecer Debbie. Una pareja de lo más salvaje —parpadeé. Era toda una afirmación, viniendo de una licántropo—. Sandra, su hija, es la peor. Adoraba con locura a Debbie, y por ella siguen visitando a cierta gente, gente muy curiosa. Yo, personalmente, creo que la han secuestrado. O quizá se haya suicidado. Puede que perdiera los papeles cuando Alcide la rechazó.

—Puede —murmuré, aunque poco convencida.

—Es mejor así. Espero que siga desaparecida —afirmó María Estrella.

Mi opinión era la misma, pero, a diferencia de María Estrella, yo sabía perfectamente qué había sido de Debbie. Fue precisamente eso lo que ejerció de palanca para separarnos a Alcide y a mí.

—Espero que no vuelva a verla nunca —insistió María Estrella, con su bello rostro ensombrecido y mostrando una faceta de su lado más salvaje.

Puede que Alcide estuviera saliendo con María Estrella, pero no había confiado en ella plenamente. Alcide sabía que nunca volvería a ver a Debbie. Y que era culpa mía, ¿vale?

Le pegué un tiro.

Yo había hecho las paces conmigo misma, pero, de alguna forma, aquel hecho seguía volviéndome a la memoria. No hay modo de matar a alguien y salir de la experiencia inalterada. Las consecuencias siempre te cambian la vida.

Dos curas entraron en el bar.

Esto parece el comienzo de innumerables chistes. Pero esos curas no iban acompañados de un canguro, y no había en el bar un rabino, o una rubia. Personalmente, había visto muchas rubias, incluso un canguro en el zoo, pero nunca a un rabino. Con aquellos curas, sin embargo, había coincidido innumerables veces. Solían quedar para cenar cada dos semanas.

El padre Dan Riordan, pulcramente afeitado y rubicundo, era el sacerdote católico que acudía a la pequeña iglesia de Bon Temps todos los sábados para celebrar la misa, y el padre Kempton Littrell, pálido y barbudo, era el sacerdote episcopal que celebraba la sagrada eucaristía en la diminuta iglesia episcopal de Clarice cada dos semanas.

—Hola, Sookie —dijo el padre Riordan. Era irlandés, irlandés de verdad, no sólo de ascendencia. Me encantaba escucharle hablar. Llevaba unas densas gafas de montura negra y tenía unos cuarenta y pico.

—Buenas noches, padre. Hola, padre Littrell. ¿Qué les pongo?

—Yo quisiera un whisky escocés con hielo, señorita Sookie. ¿Y tú, Kempton?

—Oh, yo sólo una cerveza. Y una cesta de tiras de pollo, por favor. —El sacerdote episcopal lucía gafas de montura dorada y era más joven que el padre Riordan. Tenía buen corazón.

—Claro. —Les sonreí a los dos. Como podía leer sus pensamientos, sabía que ambos eran hombres genuinamente buenos, y aquello me puso contenta. Siempre es desconcertante escuchar el contenido de la mente de un sacerdote y no sólo descubrir que no es mejor que tú, sino que tampoco lo intenta.

Dada la absoluta oscuridad que reinaba fuera, no me sorprendió ver entrar a Bill Compton. Pero a los sacerdotes sí pareció hacerlo. Las iglesias de Estados Unidos aún no se habían hecho a la realidad de los vampiros. Decir que sus políticas eran confusas sería quedarse corta. La Iglesia católica se encontraba en pleno debate, intentando decidir si había que considerar a todos los vampiros como seres malditos y anticatólicos, o aceptarlos como potenciales conversos. La Iglesia episcopal había votado en contra de aceptar vampiros como sacerdotes, aunque sí se les permitía hacer la comunión, si bien buena parte de sus seglares decían que eso ocurriría por encima de sus cadáveres. Por desgracia, la mayoría de ellos no comprendía las posibilidades literales que encerraba esa idea.

Ambos sacerdotes miraron con cara de pocos amigos mientras Bill me daba un rápido beso en la mejilla y se sentaba en su mesa favorita. Bill apenas les prestó atención. Abrió su periódico y se puso a leer. Siempre parecía serio, como si estuviese repasando la sección de economía o las noticias de Irak, pero yo sabía que siempre leía las columnas de opinión, y a continuación las viñetas humorísticas, a pesar de que casi nunca cogía los chistes.

Bill había venido solo, lo cual suponía un cambio agradable. Normalmente se traía a la adorable Selah Pumphrey. Yo la odiaba. Como Bill había sido mi primer amor y mi primer amante, cabía la posibilidad de que nunca llegara a superarlo. Quizá él tampoco quisiera que yo lo lograra. Parecía muy interesado en arrastrar a Selah al Merlotte's siempre que salían. Supuse que me la estaba restregando por la cara. Y no es exactamente lo que uno haría si alguien ya no te importa, ¿no?

Sin que necesitara pedirlo, le llevé su bebida favorita, una TrueBlood tipo 0. La puse limpiamente frente a él sobre una servilleta, y me volví para marcharme cuando una mano fría me tocó el brazo. Su tacto me estremecía, y puede que fuese a hacerlo siempre. Bill siempre había dejado claro que yo lo excitaba, y tras una vida entera sin relaciones o sexo, se me subió a la cabeza cuando él me dejó claro que me encontraba atractiva. Otros hombres también habían empezado a mirarme como si hubiese ganado en interés. Ahora comprendía por qué la gente pensaba tanto en el sexo; Bill me había proporcionado una exhaustiva educación al respecto.

—Sookie, quédate un momento. —Bajé la mirada hasta encontrarme con sus ojos marrones, que se antojaban aún más oscuros en contraste con la palidez de su cara. Era delgado y de hombros anchos, brazos musculosos, como los del granjero que una vez fue—. ¿Cómo te va?

—Estoy bien —dije, tratando de no sonar sorprendida. No era muy normal que Bill se pusiera a hablar del tiempo; la charla vacía no era su punto fuerte. Incluso cuando estuvimos juntos no era lo que suele decirse parlanchín. Y, del mismo modo que un vampiro puede volverse adicto al trabajo, Bill se había vuelto un obseso de los ordenadores—. ¿Y a ti te van bien las cosas?

—Sí. ¿Cuándo irás a Nueva Orleans a reclamar tu herencia?

BOOK: Definitivamente Muerta
12.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sycamore (Near-Future Dystopia) by Falconer, Craig A.
Fair Is the Rose by Liz Curtis Higgs
Carol Finch by The Ranger's Woman
Dreaming the Eagle by Manda Scott
Battle Road by Gerry, Frank
Monster Mine by Meg Collett
Playing with Fire by Desiree Holt
Goodbye Dolly by Deb Baker