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Authors: Charlaine Harris

Definitivamente Muerta (9 page)

BOOK: Definitivamente Muerta
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—Lamento mucho su pérdida y siento mucho la ansiedad que sufren por descubrir lo que le pasó a Debbie —proseguí, hablando lentamente para escoger cuidadosamente cada palabra. Lancé un hondo suspiro—. Pero esto tiene que terminar. Ya es suficiente. No puedo decirles más de lo que ya les he dicho.

Para mi sorpresa, Sam pasó a mi lado y se dirigió hacia el bar a toda prisa. No dijo una palabra a los que nos encontrábamos en la habitación. El padre Riordan lo siguió con la mirada, estupefacto. Entonces me puse más nerviosa y deseé que los Pelt se marcharan. Algo estaba pasando.

—Entiendo lo que dices —dijo Gordon Pelt secamente. Era la primera vez que el hombre hablaba. No parecía muy contento por estar donde estaba, haciendo lo que estaba haciendo—. Soy consciente de que no hemos procedido en este asunto de la mejor de las maneras, pero estoy seguro de que nos disculparás si piensas en lo que hemos tenido que pasar.

—Oh, por supuesto —contesté, y sin ser una verdad al completo, tampoco era una mentira absoluta. Cerré el bolso y lo metí en el cajón del escritorio de Sam donde todas los guardábamos, y salí corriendo al bar.

Sentí que una oleada de agitación me envolvía. Algo andaba mal; casi todas las mentes del bar emitían señales combinadas de excitación y ansiedad, rayanas con el pánico.

—¿Qué pasa? —le pregunté a Sam, deslizándome tras la barra.

—Acabo de contarle a Holly que la han llamado de la escuela. Su hijo pequeño ha desaparecido.

Sentí cómo me nacía un escalofrío en la base de la columna y se me encaramaba por toda ella.

—¿Qué ha pasado?

—La madre de Danielle suele recoger a Cody de la escuela cuando va a buscar a su nieta, Ashley. —Danielle Gray y Holly Cleary eran grandes amigas desde el instituto, y su amistad había sobrevivido a sendos matrimonios fracasados. Les gustaba trabajar en el mismo turno. La madre de Danielle, Mary Jane Jasper, había ayudado mucho a su hija, y en ocasiones su generosidad se había desbordado hasta ayudar también a Holly. Ashley debía de tener ocho años, y el hijo de Danielle, Mark Robert, debía de rondar los cuatro. El único hijo de Holly, Cody, tenía seis. Estaba en primer curso.

—¿En la escuela han dejado que otra persona recoja a Cody? —Tenía entendido que los profesores estaban siempre alerta por si cónyuges no autorizados iban a recoger a los niños.

—Nadie sabe lo que le ha pasado al pequeño. La profesora que estaba de servicio, Halleigh Robinson, estaba fuera, vigilando, mientras los críos se subían en sus coches. Dijo que Cody se había acordado de repente de que se había olvidado un dibujo para su madre sobre el pupitre, y que corrió de vuelta a la escuela para cogerlo. No recuerda haberlo visto salir otra vez, pero no pudo encontrarlo cuando volvió a buscarlo.

—¿Y la señora Jasper estaba allí esperando a Cody?

—Sí, era la única que quedaba, sentada en su coche con sus nietos.

—Esto es espeluznante. Supongo que David no sabrá nada. —David, el ex de Holly, vivía en Springhill y se había vuelto a casar. Vi que los Pelt se marchaban. Una molestia menos.

—Parece que no. Holly lo llamó al trabajo, y estaba allí. De hecho, estuvo allí toda la tarde, sin duda. Llamó a su actual mujer, que acababa de llegar de recoger a sus hijos de la escuela Springhill. La policía local ha ido a su casa y la ha registrado para asegurarse. Ahora David está de camino.

Holly estaba sentada a una de las mesas, y aunque su cara parecía inexpresiva, sus ojos tenían el aspecto de quien ha visto el infierno. Danielle se agachaba de cuclillas junto a ella, sosteniéndole la mano y diciéndole algo rápidamente y en voz baja. Alcee Beck, uno de los pesos pesados locales, estaba sentado a la misma mesa. Tenía una libreta y un bolígrafo, y estaba tecleando en su teléfono móvil.

—¿Han registrado la escuela?

—Sí, Andy está allí ahora, con Kevin y Kenya. —Kevin y Kenya eran dos policías—. Bud Dearborn está pegado al teléfono tratando de que emitan una alerta amarilla.

Dediqué un pensamiento a cómo se sentiría Halleigh en ese momento; apenas tenía unos veintitrés años y éste era su primer trabajo como maestra. Nunca había hecho nada malo, al menos que yo supiera, y de repente desaparece un niño y no faltan las acusaciones de culpa.

Traté de pensar en cómo ayudar. Era una oportunidad para poner mi pequeño defecto al servicio de un bien mayor. Siempre había mantenido la boca callada sobre todo tipo de cosas. La gente no quería saber lo que yo sabía. La gente no quería estar cerca de alguien capaz de hacer lo que yo hacía. Mi forma de sobrevivir era mantener la boca cerrada, porque así era fácil que los humanos que me rodeaban olvidaran o desconfiaran cuando no les restregaba por la cara la evidencia de mi talento.

¿Querría alguien tener cerca a una mujer que supiera que estabas engañando a tu mujer, y con quién? Si fueses un tío, ¿querrías estar cerca de una mujer que supiera que deseabas en secreto vestir ropa interior de encaje? ¿Te gustaría salir con una chica que conociera tus prejuicios más íntimos y tus juicios sobre otras personas?

Yo creo que no.

Pero si había un niño de por medio, ¿cómo iba a reprimirme?

Miré a Sam y él me devolvió una mirada triste.

—Es duro, ¿verdad, cariño? —dijo—. ¿Qué vas a hacer?

—Lo que deba. Pero tiene que ser ahora —contesté.

Asintió.

—Vete a la escuela —dijo. Y me marché.

6

No sabía cómo iba a conseguirlo. No sabía quién admitiría que yo podía ser de ayuda.

Como era de esperar, había una muchedumbre en la escuela elemental. Un grupo de unos treinta adultos permanecía en la acera que había frente a la escuela, y Bud Dearborn, el sheriff, estaba hablando con Andy en el césped delantero. La escuela elemental Betty Ford fue mi escuela, de niña. El edificio, alargado en una sola planta y de ladrillo, estaba bastante nuevo por aquel entonces. En el vestíbulo principal estaban las oficinas, la sección de párvulos, las aulas y la cafetería. En el ala derecha se ubicaban los estudiantes de segundo curso, y en la izquierda los de tercero. Detrás del centro había un pequeño edificio de recreo, situado en un amplio patio, al que se podía llegar mediante un pasillo cubierto. Se usaba para las clases de gimnasia cuando hacía mal tiempo.

Por supuesto, había dos astas en la fachada de la escuela, una para la bandera estadounidense y otra para la de Luisiana. Me encantaba pasar por delante con el coche cuando eran mecidas por la brisa en un día como ése. Me encantaba pensar en todos los niños pequeños que había dentro, ocupados en su infancia. Pero ese día habían quitado las banderas, y sólo las cuerdas anudadas se movían con el fuerte viento. El verde prado de la escuela estaba salpicado con ocasionales envoltorios de chucherías o papeles de cuaderno arrugados. La portera de la escuela, Madelyn Pepper (a la que siempre habían llamado «Miss Maddy»), estaba sentada en una silla de plástico justo delante de las puertas del edificio, con su carrito de ruedas justo a su lado. Hacía muchos años que Miss Maddy era la portera. Era una mujer muy lenta mentalmente, pero buena trabajadora y muy fiable. Tenía prácticamente el mismo aspecto de mis días de colegio: alta, fornida y pálida, con una larga melena teñida de color platino. Estaba fumándose un cigarrillo. La directora, la señora Garfield, había librado una batalla con Miss Maddy durante años en cuanto a esa costumbre suya, pero Miss Maddy siempre ganaba. Fumaba fuera, pero fumaba. Hoy, la señora Garfield se mostraba completamente indiferente hacia la costumbre de Miss Maddy. La señora Garfield, esposa de un ministro metodista episcopal, lucía un traje color mostaza, medias lisas y zapatos de charol negros. Estaba tan tensa como Miss Maddy, y le importaba mucho menos disimularlo.

Me abrí paso hasta el frente de la muchedumbre sin estar muy segura de cómo abordar lo que tenía que hacer.

Andy fue el primero en verme y avisó de mi llegada a Bud Dearborn tocándole en el hombro. Bud tenía el móvil pegado a la oreja. Se volvió para mirarme. Les hice un gesto con la cabeza. El sheriff Dearborn no era mi amigo. Fue amigo de mi padre, pero nunca tuvo tiempo para mí. Para el sheriff, la gente se clasificaba en dos categorías: los que quebrantaban la ley y podían ser arrestados, y los que no, y no podían ser arrestados. Y la mayoría de éstos lo eran sólo porque aún no habían sido pillados quebrantando la ley. Eso era lo que Bud creía. Y yo estaba en alguna parte entre los dos lados. Él estaba seguro de que yo era culpable de algo, pero no llegaba a imaginar de qué.

Tampoco le caía muy bien a Andy, pero él era más respetuoso. Giró la cabeza hacia la izquierda de forma casi imperceptible. No podía ver con claridad la cara de Bud Dearborn, pero sus hombros se pusieron rígidos de la rabia y se inclinó un poco hacia delante, delatando con su postura que estaba furioso con el detective.

Logré salir del cúmulo de gente nerviosa y curiosos y me deslicé alrededor del ala de tercer curso, dirigiendo mis pasos a la parte trasera de la escuela. El patio de recreo, que tenía el tamaño aproximado de medio campo de fútbol, estaba vallado y la puerta, cerrada con una cadena y un candado. Alguien la había abierto, probablemente para facilitar la labor de quienes registraban el lugar. Vi a Kevin Pryor, un joven y delgado oficial de patrulla que siempre ganaba la carrera de los cuatro mil en el festival de Azalea. Se inclinaba para otear en un conducto de alcantarillado justo al otro lado de la calle. La hierba de la zanja no era muy tupida y sus pantalones oscuros de uniforme estaban manchados de un polvo amarillo. Su compañera, Kenya, que estaba tan rellena como Kevin delgado, se encontraba en la acera de enfrente, al otro lado del bloque. Vi cómo movía la cabeza de un lado a otro mientras barría la zona de alrededor.

La escuela ocupaba toda una manzana en el centro de una zona residencial. Todas las casas de los alrededores eran viviendas modestas en terrenos modestos, el tipo de vecindario donde encontrar canchas de baloncesto y bicicletas, perros ladrando y caminos para coches resaltados con pintura amarilla en los bordillos.

Ese día, todo estaba cubierto con una fina capa de polvo amarillo; acababa de empezar la época de la polinización. Cualquiera que lavase el coche en su camino privado encontraría un anillo amarillo alrededor del desagüe para lluvias. Las barrigas de los gatos estaban teñidas de amarillo, y los perros altos tenían las patas del mismo color. Todo el mundo tenía los ojos rojos y llevaba encima una reserva de pañuelos.

Vi muchos trozos de papel tirados por el patio de recreo. Había parches de hierba fresca y otros de terreno duro en zonas donde solían reunirse los niños. Habían dibujado un gran mapa de los Estados Unidos en una tapia de cemento justo fuera de las puertas de la escuela. El nombre de cada estado estaba pintado clara y cuidadosamente. Luisiana era el único Estado pintado de un vivo rojo, y un pelícano presidía su contorno. La palabra «Luisiana» era demasiado larga para encajar en el pelícano, y la habían pintado en el suelo, justo donde se encontraría el Golfo de México.

Andy salió por la puerta de atrás con expresión pétrea. Parecía diez años mayor.

—¿Cómo se encuentra Halleigh? —pregunté.

—Está dentro, no deja de llorar —contestó—. Tenemos que encontrar a ese crío.

—¿Qué ha dicho Bud? —pregunté. Di un paso hacia el interior de la puerta.

—Mejor no preguntes —rezongó—. Si hay algo que puedas hacer por nosotros, necesitamos toda la ayuda posible.

—Todas las miradas caerán sobre ti.

—A ti te pasará lo mismo.

—¿Dónde están las personas que estaban en la escuela cuando volvió a entrar?

—Están todos aquí, salvo la directora y la portera.

—Las he visto fuera.

—Haré que entren. Todos los maestros están en la cafetería. Tiene un pequeño escenario en un extremo. Ponte detrás del telón, a ver si consigues averiguar algo.

—Vale. —No tenía ninguna idea mejor.

Andy se encaminó hacia la parte delantera de la escuela para traer a la directora y a la portera.

Accedí al extremo del pasillo de tercer curso. Dibujos de vivos colores decoraban las paredes fuera de cada clase. Miré algunos que representaban a rudimentarias personas haciendo picnic o mientras pescaban, y los ojos se me llenaron de lágrimas. Por primera vez deseé tener poderes parapsicológicos en lugar de telepáticos. Así podría ver lo que le pasó a Cody, en vez de tener que esperar a que alguien pensara en ello. Nunca había conocido a un médium, pero me daba cuenta de que su talento debía de ser muy impreciso, que unas veces no era lo suficientemente específico y otras lo era demasiado. Mi pequeña rareza era en realidad mucho más fiable, y quise creer que podría ayudar a ese niño.

Mientras avanzaba hacia la cafetería, el olor de la escuela precipitó los recuerdos. La mayoría de ellos eran dolorosos; y algunos agradables. Cuando era pequeña, no tenía ningún control sobre mi telepatía, ni la menor idea de qué era lo que me pasaba. Mis padres me habían hecho pasar por el molino de los profesionales de la salud mental para averiguarlo, lo que me había alejado más aún de mis compañeros. Pero la mayoría de mis profesores fueron amables. Comprendían que hacía todo lo que podía por aprender; que siempre estaba distraída, pero no porque yo así lo decidiera. El olor de la tiza, los borradores, el papel y los libros lo trajo todo de vuelta.

Recordaba cada pasillo y cada puerta como si hubiera dejado de acudir a clase el día anterior. Las paredes estaban ahora pintadas de color melocotón, en lugar del blanco que yo recordaba, y la moqueta era de motas grises, en lugar del linóleo marrón, pero la estructura de la escuela no había variado. Sin dudarlo, me colé por la puerta trasera del pequeño escenario que se encontraba en uno de los extremos del comedor. Si mal no recordaba, a ese sitio lo llamaban la «sala multiusos». La zona del comedor podía cerrarse mediante puertas plegables, y las mesas de picnic que ocupaban el espacio también se podían doblar y apartar. Ahora ocupaban el suelo en ordenadas filas, y todos los que estaban sentados a ellas eran adultos, salvo los hijos de algunos maestros que se encontraban en las aulas con sus progenitores cuando estalló la alarma.

Encontré una diminuta silla de plástico y la desplegué tras el telón, en la parte izquierda del escenario. Cerré los ojos y empecé a concentrarme. Perdí consciencia de mi cuerpo mientras bloqueaba todos los demás estímulos, y mi mente se proyectó con libertad.

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