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Authors: Daniel Domscheit-Berg

Dentro de WikiLeaks (9 page)

BOOK: Dentro de WikiLeaks
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En cambio, en mi vida he visto a nadie con una capacidad de concentración como la de Julian, que podía pasarse días enteros sentado ante la pantalla del ordenador, de fundirse con ella en una unidad inalterable. Si me acostaba tarde, lo dejaba sentado en el sofá como un Buda flaco. Cuando me despertaba a la mañana siguiente, Julian seguía delante del ordenador con la capucha puesta, exactamente en la misma posición en la que lo había dejado. Cuando por la noche me iba a dormir, Julian seguía allí.

Mientras estaba trabajando era casi imposible hablar con él, pues se sumía en un trance en el que programaba, escribía y leía no sé muy bien qué. Entonces, de pronto y sin previo aviso, se levantaba de un brinco y hacía unos extraños ejercicios de kung-fu. Algunos medios lo han pintado como si Julian poseyera por lo menos el equivalente a un cinturón negro de todas las modalidades de artes marciales. En realidad, sus combates contra un adversario imaginario duraban a lo sumo veinte segundos y servían básicamente para estirar los tendones y las articulaciones.

Julian era capaz de trabajar concentrado durante varios días y, de repente, irse a dormir. Se metía en la cama tal como iba vestido, con pantalones, calcetines y capucha, se cubría con las mantas y se quedaba dormido al instante. Cuando despertaba, su regreso al mundo era igual de súbito: se levantaba de sopetón y, en el proceso, solía llevarse siempre algo por delante. En la habitación había un banco de hacer pesas; perdí la cuenta de las veces que, al levantarse del colchón donde dormía, Julian se golpeó con la barra de hierro. De pronto se oía un gran estruendo y yo sabía que Julian volvía a estar despierto.

Tenía otra manía muy rara: le gustaba llevar ropa que reflejara su estado de ánimo. No, en realidad era al revés: tan solo lograba alcanzar el estado de ánimo deseado si llevaba la ropa apropiada.

—Daniel, necesito una chaqueta. ¿Tienes alguna?

—¿Quieres salir?

—No, tengo que escribir una declaración muy importante.

—¿Cómo?

Aunque por lo general se sentaba a la mesa de mi cocina vestido con chándal y gorro, de pronto tenía que buscarle sin falta una chaqueta con la que pudiera escribir un texto para un comunicado de prensa. A continuación ya no se quitaba la chaqueta en todo el día, adoptaba una expresión muy seria y redactaba. Luego se iba a dormir, con la chaqueta puesta.

Durante los dos meses en que vivió conmigo, conocí a una persona muy distinta al tipo de gente con la que solía relacionarme. Y que conste que estoy acostumbrado a los caracteres fuertes. Por una parte Julian me resultaba insoportable, pero por otra le cogí un cariño increíble.

Tenía la sensación de que en la vida de Julian debía de haber fallado algo fundamental. Habría podido ser un ser humano increíble y, de hecho, yo estaba orgulloso de tener un amigo en el interior del cual ardía un fuego abrasador y para quien las ideas, los principios y la voluntad de mejorar el mundo lo eran todo; alguien que era capaz de pasar a la acción sin prestar demasiada atención a lo que dijeran los demás. En determinados aspectos, yo intentaba incluso copiar su actitud. Pero Julian tenía también esa otra cara, que a lo largo de los meses siguientes fue imponiéndose.

Muchos amigos me han preguntado cómo logré aguantar a Julian durante tanto tiempo. Yo creo que todos tenemos nuestras peculiaridades y que no es fácil convivir con nadie. En el mundo de los
hacker
s
, sin ir más lejos, existen no pocos personajes extremos, algunos incluso con tendencias autistas. Por otro lado, yo tengo una tolerancia superior a la media en lo tocante a las rarezas de los demás. Por eso aguanté tanto tiempo a Julian, mucho más que la mayoría.

El 17 de febrero de 2009 me invitaron al programa Küchenradio, que se emite por Podcast. He aquí el correo que Julian escribió a nuestros colaboradores:

«Daniel Schmitt en el programa Keutchenradio de Berlín: Entrevista de dos horas con vídeoconferencia a nuestro corresponsal alemán, Daniel Schmitt, en el reputado programa berlinés Kuechenradio, esta noche a las 21.00.»

Aún hoy, al leer esas palabras, me pongo sentimental. A veces me olvido de lo genial que fue la época que pasamos juntos. Julian escribió «reputado»; Küchenradio era un Podcast para
freaks
de la tecnología y, sin embargo, Julian estaba orgullosísimo de nosotros. La verdad es que todavía hoy hay momentos en los que me pregunto si las cosas tenían que acabar necesariamente mal y si, de no ser por el éxito brutal de WikiLeaks, el dinero, la atención y la presión internacional, no seguiríamos siendo amigos.

Lo de «Keutchenradio» también es típico de Julian, que era incapaz de recordar cualquier palabra que no fuera en inglés. Se refería al
Spiegel
como «Speigel» incluso cuando hacía ya meses que esa revista de actualidad era uno de nuestros colaboradores mediáticos más cercanos.

En un taxi, de camino al barrio berlinés de Neukölln, donde debía reunirme con el periodista Philip Banse, recibí una llamada de mi madre. Se había muerto mi abuela, algo que desde hacía ya tiempo sabíamos que podía pasar cualquier día. Y, sin embargo, yo no había ido a visitarla a Rheingau ni una sola vez. Sé que mi abuela estaba orgullosa de mí y de mi lucha para lograr un mundo más justo, pero aun así en aquel momento me avergoncé por no haber renunciado al programa de radio para así poder despedirme de ella como es debido. El resto de mi familia había pasado la semana entera junto a su cama, pero yo tenía esa cita en Berlín y era importante.

Por aquel entonces teníamos la sensación de que debíamos aprovechar todas las oportunidades para dar a conocer WikiLeaks. Necesitábamos urgentemente donativos y nos alegrábamos cada vez que alguien subía un documento a nuestros servidores. Todo lo demás quedaba relegado al final de nuestra lista de prioridades, muy al final.

La primera vez que una frase de Julian me dio realmente mala espina fue a principios de 2009, cuando nos estábamos planteando volar a Brasil para asistir al Foro Social Mundial. Un amigo me había dicho que le gustaría acompañarnos. Se lo conté a Julian, aunque en realidad a mí no me parecía muy buena idea; mi amigo no tenía nada que ver con el proyecto y nuestra intención no era ir a Brasil de vacaciones, sino a hacer contactos y a trabajar. A Julian, en cambio, le pareció una idea genial y comentó: «Sí, dile que venga». A continuación añadió que siempre venía bien tener a alguien que cargara con las maletas. Entonces, por primera vez, me pregunté quién le llevaba las maletas en esos momentos; y no vi a nadie… salvo a mí mismo.

Más tarde comprendí que, en numerosas ocasiones, Julian debió de tener la sensación de que yo adoptaba una actitud de subordinación cuando, en realidad, yo tan solo intentaba mostrarme amable y considerado. Era evidente que a menudo me consideraba mucho más débil de lo que en realidad era.

Eso se debía quizás a que yo soy un tipo optimista, que invierte mucho menos tiempo en las críticas que en los hechos concretos. En todo caso, a partir del momento en el que Julian tuvo la sensación de que yo había dejado de subordinarme a él, nuestra amistad empezó a resquebrajarse. En cuanto empecé a sacar a colación problemas concretos (porque esos problemas existían y no porque de pronto yo hubiera empezado a valorar nuestra relación de forma distinta), Julian empezó a referirse a mí como alguien al que había que contener, controlar y mantener a raya.

A principio de 2010 su actitud hacia mí había cambiado ya visiblemente. De hecho, llegó a decirme que si cometía un error, me «cazaría» y me «mataría». Nunca nadie me había dicho nada parecido. Y por mucho miedo que tuviera de que algo pudiera salir mal, una amenaza de ese calibre no tiene excusa posible. Yo me limité a preguntarle si se había vuelto loco, solté una carcajada y dejé correr el asunto. ¿Qué otra cosa podía hacer?

No recuerdo haber cometido ningún error grave. Solo en una ocasión se me olvidó hacer una copia de seguridad del servidor central. Cuando este se estropeó, Julian me dijo: «WikiLeaks sigue vivo tan solo porque no he confiado en ti».

Él tenía una copia de seguridad, a partir de la cual logramos poner de nuevo el servidor en marcha. Es posible que hiciera esa copia no solo por precaución, sino también por desconfianza hacia mí, pues se trataba del servidor donde almacenábamos nuestros correos.

Lo más absurdo era que, por lo general, quien perdía o se olvidaba de las cosas era él. Y eso era justamente lo que me echaba en cara. Los percances de Julian tenían siempre una explicación perfecta, por no decir heroica. En junio de 2009 debía recoger el Premio de la Prensa de Amnistía Internacional, pero llegó tres horas tarde a Londres. El galardón premiaba la filtración sobre los asesinatos por encargo de la policía keniana, que había matado a más de 1.700 personas y secuestrado a más de 6.500. Dos activistas pro derechos humanos kenianos de la Oscar Foundation habían descubierto el complot y habían escrito un informe al respecto.

Julian llegó tarde a la entrega de premios. En el auditorio habría tenido ocasión de hablar ante muchas personas a las que, por aquel entonces, no teníamos acceso de ninguna otra forma. La concesión de ese premio debía abrirnos muchas puertas, pues nos serviría como garantía ante muchas críticas: al fin y al cabo, si Amnistía Internacional te concedía un premio, tu labor no podía ser tan inmoral, ¿no?

Dos meses antes de la entrega de premios, Oscar Kamau Kingara, director de la Oscar Foundation, y su director de programas, John Paul Oula, fueron asesinados a quemarropa en Nairobi, mientras iban en su coche. Ambos se dirigían a la Comisión de Derechos Humanos de Kenia, en colaboración con la cual habían elaborado el informe; nosotros lo habíamos colgado ya en nuestra página web, lo que le había dado una gran proyección pública. En realidad estábamos en deuda con Kingara y Oula, y debíamos recoger el premio también en su nombre. Julian había redactado una solemne nota de prensa en la que elogiaba su compromiso.

La excusa que puso Julian por no haber llegado a tiempo a la entrega de premios habría podido llenar páginas y más páginas de un libro de espías; aún recuerdo que aseguró que dos policías lo habían estado siguiendo.

En otra ocasión, Julian me explicó que había perdido el vuelo de enlace porque estaba resolviendo un complejísimo problema matemático. A pesar del tiempo que había pasado con él, nunca supe a ciencia cierta cuándo mentía y cuándo decía la verdad.

En ese sentido, conozco tres versiones distintas sobre su pasado y el origen de su apellido. Existen historias sobre, por lo menos, diez antepasados distintos procedentes de diversos rincones del planeta, desde irlandeses hasta piratas de los Mares del Sur, y durante una época en sus tarjetas de visita ponía «Julien d’Assange». Lo cierto es que urdió un verdadero misterio alrededor de su persona, que nunca dejó de añadir nuevos detalles a su pasado y que se alegraba cada vez que un periodista se hacía eco de ello. En cuanto me enteré de que tenía intención de escribir su autobiografía, mi primer pensamiento fue que el libro iba a tener que aparecer en la sección de ficción.

Julian se creaba cada día de nuevo, como si fuera un disco duro que se formateara una y otra vez. Deshacer y reiniciar. A lo mejor era simplemente que no sabía ni quién era, ni de dónde venía. O a lo mejor había aprendido que siempre terminaba separándose de todo el mundo, ya fueran mujeres o amigos; entonces, si podía revisar su personalidad y darle al
reset
, todo era mucho más fácil.

Julian estaba siempre enzarzado en una lucha por ejercer el dominio, incluso con
Herr Schmitt
, mi gato, un animal de pelaje gris y blanco que toda su vida fue un ser de lo más pacífico, tal vez precavido en exceso, pero manso hasta las barbas. Desde la llegada de Julian a mi piso de Wiesbaden, la bestia vivía en una especie de estado de psicosis permanente.

Julian lo sometía a ataques constantes. Crispaba los dedos de las manos como si de un tenedor se tratara y se lanzaba contra el cuello del gato. Se trataba de ver quién era más rápido: unas veces, Julian lograba pescar al animal y retenerlo contra el suelo; otras, el gato era más rápido y se quitaba a Julian de encima con un fulgurante arañazo felino. Para
Herr Schmitt
aquello debió de ser un martirio. Apenas se enroscaba ronroneando en un rincón, le caía encima el australiano chiflado. Para sus ataques, Julian prefería los momentos en los que
Herr Schmitt
estaba particularmente cansado.

«Se trata de entrenar su atención», me explicó. El gato debía aprender a ejercer su dominio. «Un hombre no puede olvidar nunca que él es el amo y señor del lugar», añadió Julian. Yo no sé quién cuestionaba la identidad humana de
Herr Schmitt
, el gato, ya fuera en mi casa o en mi patio trasero. Además,
Herr Schmitt
estaba castrado. Pero aun así no logré que Julian renunciara a sus jueguecitos.

En abril de 2009, mientras regresábamos de la International Journalism Conference en Perugia, Italia, se produjo un enfrentamiento con un revisor de tren que a punto estuvo de costarnos nuestro billete de avión de regreso a Alemania.

Aquel día teníamos un plan de viaje muy apretado, pues debíamos llegar a tiempo para coger un vuelo de enlace en Roma. Un tren llegó con retraso por culpa de un problema en la catenaria, por lo que tuvimos que cambiar de tren, comprar un billete nuevo y pagar un recargo. Yo me encargué de todo y pasé unos minutos agónicos en el mostrador de la compañía ferroviaria mientras Julian estaba sentado en un banco, vigilando nuestro equipaje. Finalmente nos dirigimos corriendo al andén y logramos subir al tren con un último
sprint
después de que yo, desde las escaleras, me pusiera a gritar: «¡No arranquen, esperen por favor!».

Así pues, con el corazón a cien por hora y sudando como condenados, logramos subir a aquel tren que, tal como nos habían dejado claro en la estación, era nuestra última posibilidad de llegar a tiempo. De hecho, era el último tren del día. Encontramos dos asientos junto a una ventana, dejamos nuestras mochilas en los asientos contiguos y estiramos las piernas con un suspiro de alivio.

El infortunio llegó en forma de un tipo rechoncho y mal afeitado, que fue avanzando de hilera en hilera hasta llegar a nuestros asientos, y que era un revisor italiano. El hombre estudió nuestros billetes con el ceño fruncido y nos los devolvió con gesto insolente. A Julian se le hinchó la vena del cuello.

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