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Authors: Jerzy Kosinski

Tags: #Relato

Desde el jardín (9 page)

BOOK: Desde el jardín
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—Como les acabo de decir —explicó Chance—, yo miro televisión.

El periodista de más edad casi dio media vuelta.

—Gracias, señor Gardiner —dijo—, por la más honesta confesión que he oído en los últimos años de labios de una personalidad pública. Muy pocas personas en la vida pública han tenido la valentía de no leer los periódicos. ¡Ninguno ha tenido el coraje de reconocerlo!

Cuando EE y Chance estaban por abandonar el edificio, les cerró el paso una joven fotógrafa.

—Perdone que lo persiga, señor Gardiner —dijo sin aliento—, pero permítame que le saque una foto más… usted es un hombre muy fotogénico ¿sabía?

Chance le sonrió con cortesía: EE retrocedió ligeramente. Chance se sorprendió por su enojo repentino; no tenía idea de qué la había incomodado.

* * *

El Presidente recorrió con la mirada los resúmenes de noticias del día anterior. Todos los periódicos más importantes habían incluido el texto de su discurso en el Instituto Financiero de América, así como sus comentarios acerca de Benjamin Rand y Chauncey Gardiner. Al Presidente le pareció que debía saber algo más sobre Gardiner.

Llamó a su secretaria personal y le pidió que reuniera toda la información disponible sobre Gardiner. Más tarde, entre dos compromisos, la hizo venir a su oficina.

El Presidente tomó la carpeta que le entregó la secretaria. Al abrirla, halló el historial completo de Rand, que inmediatamente hizo a un lado; el relato de una breve entrevista con el chófer de Rand, en la que éste daba cuenta escuetamente del accidente de Gardiner, y la transcripción de los comentarios de Gardiner en el programa «Esta Noche».

—Al parecer, no hay más información, señor Presidente —dijo la secretaria con vacilación.

—No quiero más que el material corriente que recibimos siempre antes de invitar a alguien a la Casa Blanca; eso es todo.

La secretaria, muy nerviosa, pareció afanarse en alguna minucia.

—Consulté nuestras fuentes habituales de información, señor Presidente, pero, al parecer, no contiene ningún dato sobre Chauncey Gardiner.

El Presidente frunció el ceño y dijo con voz tajante:

—Supongo que el señor Chauncey Gardiner, al igual que todos nosotros, nació de ciertos padres, se crió en determinados lugares, estableció vínculos con ciertas personas y, lo mismo que todos nosotros, contribuyó, mediante el pago de impuestos, a la riqueza de la nación. Y lo mismo, no me cabe duda, habrá hecho su familia. Sólo le pido que me proporcione los datos fundamentales, por favor.

La secretaria parecía muy incómoda.

—Lo lamento, señor Presidente, pero no he podido encontrar nada más que lo que acabo de entregarle. Como le dije, recurrí a todas nuestras fuentes usuales de información.

—¿Quiere usted decir —murmuró el Presidente con voz grave, al tiempo que señalaba irritado el historial—, que ésta es toda la información que tienen sobre él?

—Así es, señor.

—¿Debo entender que ninguna de nuestras oficinas sabe absolutamente nada de un hombre con el que pasé media hora, cara a cara, y cuyo nombre y palabras mencioné en mi discurso? Ha consultado usted por casualidad la publicación
¿Quién es quién?
¡Si no encuentra nada allí, por el amor de Dios, recurra a la guía telefónica de Manhattan!

La secretaria se rió nerviosamente.

—Seguiré buscando, señor.

—Le agradeceré mucho que así lo haga.

La secretaria se retiró y el Presidente, tras buscar su calendario de compromisos, escribió en el margen: ¿
Gardiner
?

* * *

A su regreso de la recepción en las Naciones Unidas, el Embajador Skrapinov se dedicó sin pérdida de tiempo a preparar un informe secreto sobre Gardiner. Chauncey Gardiner, sostenía, era un hombre sagaz, de gran cultura. Hizo hincapié en el conocimiento del ruso y de la literatura rusa de Gardiner y expresó que veía en él al «portavoz de determinados círculos financieros norteamericanos que, en vista de la depresión creciente y de las perturbaciones sociales cada vez mayores, estaban decididos a mantener su
statu quo
, aun al precio de concesiones políticas y económicas al bloque soviético».

De vuelta en su hogar, en la Misión de los Soviets ante las Naciones Unidas, el Embajador puso una comunicación con su embajada en Washington y habló con el jefe de la Sección Especial. Le solicitó, con carácter de prioridad absoluta, toda la información relativa a Gardiner: quería que se le suministrara información detallada sobre familia, educación, sus amigos y conexiones comerciales, así como sobre su relación con Rand. Además, quería averiguar la verdadera razón por la cual el Presidente, entre todos sus asesores económicos, lo había escogido a él. El jefe de la Sección Especial le prometió entregarle un historial completo a la mañana del día siguiente.

A continuación, el Embajador vigiló personalmente la preparación de pequeños paquetes de obsequios que pensaba enviar a Rand y a Gardiner. Cada paquete contenía varias libras de caviar de Beluga y algunas botellas de vodka, destilado especialmente. Además, hizo incluir en el paquete destinado a Gardiner una rara primera edición de las
Fábulas
de Krylov, con notas manuscritas del mismo Krylov en muchas de sus páginas. El libro había sido requisado de la colección privada de un miembro judío de la Academia de Ciencias de Leningrado, arrestado poco tiempo antes.

Más adelante, mientras se estaba afeitando, el Embajador decidió correr un riesgo: resolvió mencionar el nombre de Gardiner en un discurso que debía pronunciar esa tarde ante el Congreso Internacional de la Asociación Mercantil en Filadelfia. El párrafo, que insertó en su discurso después de que fuera aprobado por sus superiores en Moscú, acogía con beneplácito la aparición en los Estados Unidos de «esos esclarecidos hombres de Estado, representados, entre otros, por el señor Chauncey Gardiner, que tiene clara conciencia de que, a menos que los dirigentes de los sistemas políticos opuestos se avengan a acercar las sillas en que están sentados, han de perder todos sus asientos por obra de los acelerados cambios políticos y sociales».

El discurso de Skrapinov fue un éxito. Los más importantes medios de información recogieron la alusión a Gardiner. A medianoche, cuando miraba la televisión, Skrapinov oyó que citaban su discurso y vio un primer plano de Gardiner, un hombre que, según dijo el locutor, «había sido citado en el lapso de dos días por el Presidente de los Estados Unidos y por el Embajador de la Unión Soviética ante las Naciones Unidas».

En la portadilla de las obras de Krylov, el Embajador había escrito lo siguiente:
«“Esta fábula se podría aclarar aún más, pero no provoquemos a los gansos” (Krilov). Al señor Chauncey Gardiner, con admiración y a la espera de un nuevo encuentro, cordialmente, Skrapinov»
.

Cuando se retiraron de las Naciones Unidas, Chance y EE se dirigieron a la casa de los amigos de EE donde los hicieron pasar a una habitación que tenía una altura de por lo menos tres pisos corrientes. Había además una galería, a media altura entre el piso y el cielo raso, con una balaustrada tallada rebuscadamente. En el aposento abundaban las esculturas y las vitrinas llenas de objetos brillantes; la araña que pendía del techo mediante una cuerda de color oro, parecía un árbol cuyas hojas habían sido reemplazadas por vacilantes bujías.

En la habitación se habían formado varios grupos de invitados y los camareros circulaban con bandejas llenas de bebidas. La anfitriona, una mujer corpulenta vestida de verde y que llevaba una cantidad de rutilantes collares, se dirigió a recibirlos con los brazos extendidos. Ella y EE se abrazaron y se besaron en las dos mejillas; luego EE le presentó a Chance. La mujer estrechó la mano de Chance y la retuvo en la suya por un momento.

—¡Por fin, por fin! —exclamó alborozada—, ¡el famoso Chauncey Gardiner! EE me ha dicho que no hay nada que usted valorice más que su soledad.

Se detuvo como si se le hubiera ocurrido algo más profundo, luego echó un poco la cabeza hacia atrás y lo miró de arriba a abajo.

—¡Pero ahora que veo lo apuesto que es usted, sospecho que es EE la que ama la soledad… con usted!

—Sophie, querida —imploró EE con timidez.

—Ya sé, ya sé. De repente, te he hecho sentir incómoda. ¡Pero no tiene nada de malo que uno defienda su soledad, mi querida EE! —se rió y, apoyando una mano en el brazo de Chance, prosiguió alegremente:

—Le ruego que me disculpe, señor Gardiner. EE y yo estamos siempre de bromas cuando nos juntamos. Personalmente es usted aún más apuesto que en las fotografías. Debo decir que estoy de acuerdo con la opinión de la revista
Women's Wear Daily
… usted es obviamente uno de los hombres mejor vestidos de hoy en día. Por supuesto, con su estatura y sus hombros anchos y caderas estrechas y piernas largas y…

—Sophie, por favor… la interrumpió EE, ruborizándose.

—Prometo callarme. En serio. Síganme los dos; vayamos a reunirnos con algunas personas interesantes. Todos están ansiosos por hablar con el señor Gardiner.

Chance fue presentado a varios invitados. Les dio la mano, los miró de frente y, si bien apenas lograba captar sus nombres, daba el suyo inmediatamente. Un hombre calvo, de baja estatura, consiguió arrinconarlo contra un mueble inmenso, lleno de agudos bordes.

—Soy Ronald Stiegler, de la Editorial Eidolon. Encantado de conocerlo, señor —dijo el hombre y le tendió la mano—. Seguimos su intervención en la televisión con sumo interés —continuó Stiegler—. Cuando venía hacia acá en mi coche escuché por la radio que el Embajador de la Unión Soviética había mencionado su nombre en Filadelfia.

—¿Por la radio? ¿No tiene televisión en su automóvil? —preguntó Chance. Stiegler fingió que sus palabras le causaban gracia.

—Casi nunca escucho la radio. El tránsito es tan complicado que uno está obligado a estar atento a todo —se interrumpió para pedirle a un camarero que pasaba un cóctel de vodka con un trocito de naranja—. Algunos de mis asesores y yo hemos estado pensando si usted no consideraría la posibilidad de escribir un libro para nosotros. Algo referente a su especialidad. Evidentemente, la Casa Blanca enfoca los hechos desde un punto de vista distinto del de los intelectuales o de los obreros. ¿Qué le parece la idea? —Bebió el cóctel a rápidos sorbos y cuando pasó un criado ofreciendo bebidas, se precipitó a tomar otra copa.

—¿No quiere uno? —le preguntó a Chance con sonrisa de satisfacción.

—No, gracias; no bebo.

—Señor: en mi opinión, su pensamiento merece alcanzar una mayor difusión; creo, además, que el país se beneficiaría. La Editorial Eidolon se haría cargo de esta tarea con mucho placer. Aquí y ahora, pienso que puedo prometerle un adelanto de seis cifras por los derechos de autor, así como una cláusula muy favorable en lo que atañe al tanto por ciento de los beneficios y a la reimpresión. El contrato estaría listo para la firma en un día o dos y usted podría entregarnos el libro en, digamos, un año o dos.

—No puedo escribir —dijo Chance.

Stiegler sonrió con desaprobación.

—Por supuesto… pero ¿quién puede hacerlo en estos tiempos? No es ningún problema. Le proporcionaremos los servicios de nuestros mejores redactores asistentes de información. Yo ni siquiera puedo escribirles una simple tarjeta postal a mis niños. ¿Qué me dice?

—Ni siquiera puedo leer —afirmó Chance.

—¡Por supuesto que no! —exclamó Stiegler—. ¿Quién tiene tiempo para leer? Uno echa una ojeada a las cosas, habla, escucha, observa. Señor Gardiner, reconozco que en mi carácter de editor yo debiera ser la última persona que le dijera esto… pero la industria editorial no es por cierto un jardín floreciente en estos días.

—¿Qué clase de jardín es? —preguntó Chance interesado.

—Bueno, cualquier cosa que haya sido, dejó de serlo. Por supuesto que seguimos creciendo, expandiendo nuestras actividades. Pero se publican demasiados libros. Y si se toma en cuenta la recesión, el estancamiento económico, la desocupación… En fin, como usted sabe, los libros ya no se venden. Pero, como le decía, queda todavía un predio bastante amplio para un árbol de sus dimensiones. ¡Ya estoy viendo florecer a Chauncey Gardiner bajo el sello de la Editorial Eidolon! Permítame que le envíe unas líneas para presentarle un bosquejo de nuestros proyectos… y de nuestras cifras. ¿Está usted todavía en casa de los Rand?

—Sí; sigo allá.

Anunciaron la comida. Los invitados fueron ubicados en varias mesas pequeñas distribuidas simétricamente en el salón comedor. En la mesa de Chance, sentado entre dos mujeres, había diez personas. La conversación se centró en la política. Un hombre maduro, enfrente de Chance, le dirigió la palabra. Chance se puso tieso, sintiéndose incómodo.

—Señor Gardiner ¿cuándo cree usted que el Gobierno dejará de calificar de venenosos a los subproductos industriales? Estuve de acuerdo en que se prohibiera el uso del DDT puesto que el DDT es un veneno y no hay ningún problema en encontrar sustitutos químicos. Pero es muy distinto que, por ejemplo, tengamos que dejar de refinar el petróleo para calefacción porque, digamos, no nos gustan los productos de la descomposición del querosene —Chance se quedó mirándolo en silencio—. Francamente, creo que hay una diferencia fundamental entre las cenizas del petróleo y los polvos insecticidas. ¡No hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de semejante cosa, por Dios!

—Conozco las cenizas y conozco los insecticidas —dijo Chance—. Sé que los dos son perjudiciales para el desarrollo de un jardín.

—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamó la mujer sentada a la derecha de Chance—. ¡Es una maravilla! —murmuró a su compañero de la derecha en voz lo suficientemente alta como para que todos la oyeran. A los demás, les dijo—: El señor Gardiner tiene la rara cualidad de poder expresar los asuntos más complejos en sencillos términos humanos. Pero al acercarnos de ese modo a esos problemas, al aproximarlos a la tierra, el señor Gardiner nos hace ver que tanto él, como otros hombres igualmente influyentes, incluso nuestro Presidente, que lo cita con tanta frecuencia, advierten la gravedad y urgencia de la cuestión. —Varios invitados se sonrieron cuando terminó de hablar.

Un hombre de aspecto distinguido se dirigió a Chance:

—Muy bien, señor Gardiner, el discurso del Presidente fue tranquilizador. Así y todo, los hechos son éstos: la desocupación está alcanzando proporciones catastróficas, sin precedentes en este país; el mercado bursátil continúa en descenso y ha llegado casi a los niveles de 1929; algunas de las compañías más importantes y más serias del país han quebrado. Dígame, señor, ¿cree usted sinceramente que el Presidente podrá detener esta tendencia bajista?

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