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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Desde Rusia con amor (3 page)

BOOK: Desde Rusia con amor
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La tía cuidó del niño a regañadientes, y éste creció saludable y extremadamente fuerte, pero muy callado. No tenía amigos. Se negaba a comunicarse con otros niños y, cuando quería algo de ellos, se lo arrebataba valiéndose de los puños. Continuó así en la escuela local, donde era temido y aborrecido, pero adquirió fama en boxeo y lucha durante las fiestas locales, donde su sanguinaria furia combinada con astucia le dieron la victoria sobre muchachos mucho mayores y corpulentos que él.

Fue mediante los combates que llamó la atención de los miembros del Sinn Fein, que usaban Aughmacloy como paso principal de sus idas y venidas entre el norte y el sur, y también de los contrabandistas locales que utilizaban la aldea con los mismos propósitos. Cuando dejó el colegio se convirtió en el hombre fuerte de ambos grupos. Le pagaban bien por el trabajo, pero lo veían lo menos posible.

Fue alrededor de esta época cuando su cuerpo comenzó a experimentar compulsiones extrañas y violentas en torno a los días de luna llena. Cuando, en el octubre de sus dieciséis años, tuvo por primera vez «las sensaciones», como las llamaba él, salió y estranguló un gato. Esto le hizo «sentirse mejor» durante todo un mes. En noviembre, fue un perro pastor grande y, por Navidad, degolló una vaca a medianoche en un cobertizo del vecindario. Estos actos le hacían «sentirse bien». Tenía la sensatez suficiente para darse cuenta de que dentro de poco el pueblo comenzaría a hacerse preguntas acerca de aquellas muertes misteriosas, así que compró una bicicleta y una vez por mes se marchaba al campo. A menudo tenía que llegar muy lejos para encontrar lo que quería y, después de dos meses de tener que satisfacerse con ocas y pollos, corrió el riesgo de degollar a un vagabundo dormido.

Por las noches había tan poca gente en el exterior, que pronto comenzó a salir a la carretera a una hora más temprana, alejándose mucho de su población, de modo que llegaba a aldeas distantes al caer la noche, cuando las personas solitarias regresaban a casa de los campos y las muchachas salían para acudir a sus citas.

Cuando ocasionalmente mataba a una muchacha, no «interfería» en ella para nada. Ese aspecto de la vida, del que había oído hablar, le resultaba del todo incomprensible. Era sólo el maravilloso acto de matar lo que hacía que se «sintiera bien». Nada más.

Hacia el final de su decimoséptimo año, espantosos rumores se propagaban por todo Fermanagh, Tyrone y Armagh. Cuando una mujer fue asesinada a plena luz del día, estrangulada y arrojada con indiferencia en una parva de heno, los rumores se convirtieron en pánico. En los pueblos se formaron grupos de aldeanos, se trajeron refuerzos policiales con perros, y las historias que se contaban acerca del «asesino lunar» atrajeron periodistas a la zona. Varias veces, cuando Grant circulaba en su bicicleta, fue detenido e interrogado, pero contaba con una poderosa protección en Aughmacloy, y siempre eran corroboradas sus historias sobre carreras de entrenamiento para mantenerse en forma para el boxeo, pues ahora constituía el orgullo de la aldea y era el boxeador que representaría a Irlanda del Norte en el campeonato de pesos ligeros.

Una vez más, antes de que fuera demasiado tarde, el instinto evitó que lo descubrieran, y se marchó de Aughmacloy a Belfast, donde se puso en manos de un empresario arruinado que quería que él se hiciera boxeador profesional. En el desvencijado gimnasio, la disciplina era estricta.

Constituía casi una prisión, y el día en que la sangre volvió a hervir en las venas de Grant, no le quedó otra alternativa que casi matar a uno de sus
sparrings
. Cuando tuvieron que quitarlo por segunda vez de encima de un hombre en el cuadrilátero, fue sólo por ganar el campeonato que se salvó de que el empresario lo echara a la calle.

Grant ganó el campeonato en 1945, en su decimoctavo cumpleaños; luego lo llamaron al servicio militar y se convirtió en conductor del
Royal Corps of Signals
[2]
. El período de entrenamiento en Inglaterra lo calmó un poco, o al menos lo volvió más prudente cuando tenía «las sensaciones». Ahora, en los días de luna llena, se ponía a beber como alternativa. Solía llevarse una botella de whisky a los bosques de los alrededores de Aldershot y bebérsela hasta el final mientras observaba sus sensaciones, fríamente, hasta que lo acometía la inconsciencia.

Luego, a primeras horas de la mañana, regresaba al campamento tambaleándose un poco, satisfecho sólo a medias, pero ya desprovisto de peligro. Si lo pillaba un centinela, le caía sólo un día de confinamiento en las barracas, porque su oficial al mando quería tenerlo contento para el campeonato del ejército.

Sin embargo, la sección de transporte de Grant fue enviada con urgencia a Berlín en torno a la época del bloqueo de comunicaciones por parte de los rusos, y se perdió el campeonato. En Berlín, el constante olor a peligro lo intrigaba y lo volvió aún más cuidadoso y astuto. Continuaba emborrachándose como una cuba en luna llena, pero durante el resto del tiempo se dedicaba a observar y trazar planes. Le gustaba todo lo que oía decir de los rusos, su brutalidad, su indiferencia hacia la vida humana y su astucia, y decidió acercarse a ellos. Pero, ¿cómo? ¿Qué podía llevarles de regalo? ¿Qué querían?

Fueron los campeonatos del BAOR
[3]
lo que finalmente le impulsó a acercarse. Por casualidad, tuvieron lugar en luna llena. Grant, que luchaba por el Royal Corps, recibió una advertencia por aferrar al contrario y lanzar golpes bajos, y fue descalificado en el tercer asalto por persistir en el juego sucio. Todo el estadio le silbó cuando abandonaba el cuadrilátero y, a la mañana siguiente, el oficial al mando lo llamó y, con frialdad, dijo que él era una ignominia para el Royal Corps y que sería devuelto a Inglaterra cuando llegara el siguiente relevo. Los otros conductores lo condenaron al ostracismo y, puesto que nadie quería conducir un transporte con él, tuvieron que trasladarlo al codiciado servicio de correo motorizado.

El traslado no podía resultarle más ventajoso a Grant. Esperó durante unos días y, entonces, cuando un atardecer ya había recogido el correo saliente del día en el cuartel general de Inteligencia Militar instalado en la Reichskanzlerplatz, se fue directamente al sector ruso, esperó con el motor en marcha hasta que se abrió la reja del control británico para dejar entrar a un taxi, y entonces pasó disparado a sesenta y cinco kilómetros por hora a través de las rejas que se cerraban, para detenerse derrapando junto al fortín de cemento del puesto de frontera ruso.

Lo metieron a empujones en la sala de guardia. Un oficial de rostro pétreo, que estaba detrás de un escritorio, le preguntó qué quería.

—Quiero hablar con el servicio secreto soviético —replicó Grant, sin más—. Con el jefe.

El oficial clavó en él una mirada fría. Dijo algo en ruso. Los soldados que lo habían conducido al interior comenzaron a arrastrarlo al exterior. Grant se los sacudió de encima con facilidad. Uno de ellos levantó la ametralladora.

Grant dijo, hablando con tono paciente y de forma clara:

—Tengo un montón de documentos secretos. Ahí fuera. En las bolsas de cuero de la motocicleta. —Tuvo una idea luminosa—. Tendrá usted serios problemas si no se los entregan al servicio secreto.

El oficial les dijo algo a los soldados, y éstos retrocedieron.

—No tenemos servicio secreto —respondió en un inglés carente de soltura—. Siéntese y rellene este formulario.

Grant se sentó ante el escritorio y rellenó un largo formulario que contenía preguntas para cualquiera que desease visitar la zona oriental: nombre, dirección, naturaleza de los asuntos que lo llevaban allí, y demás. Entre tanto, el oficial habló suave y brevemente por teléfono.

Para cuando Grant acabó, dos militares más, suboficiales con gorras de infantería verde grisáceo y galones de rango en sus uniformes color caqui, habían entrado en la habitación. El 2º Ejército británico del Rin. El oficial de frontera entregó el formulario, sin mirarlo, a uno de ellos, y los hombres se llevaron a Grant al exterior y lo metieron, junto con su motocicleta, en la parte trasera de una furgoneta cubierta, cuya puerta cerraron con llave tras él. Después de una rápida carrera de un cuarto de hora, la furgoneta se detuvo, y cuando Grant salió de ella se encontró con que estaba en el patio trasero de una gran construcción nueva. Lo llevaron al interior del edificio, lo trasladaron en ascensor a un piso superior y lo dejaron a solas en una celda sin ventanas. No contenía nada más que un banco de hierro. Pasada una hora durante la cual, suponía él, habían examinado los documentos secretos, lo llevaron a una cómoda oficina donde, tras el escritorio, se encontraba sentado un oficial que lucía tres hileras de condecoraciones y los galones dorados de un coronel.

El escritorio estaba vacío, excepto por un cuenco de rosas.

Diez años más tarde, Grant miraba por la ventanilla del avión hacia un amplio conjunto de luces que se hallaba a seis mil metros más abajo, y que supuso que era Jarkov; su reflejo en la ventanilla le sonrió sin alegría.

Rosas. A partir de aquel momento su vida no había sido otra cosa que rosas. Rosas, rosas todo el tiempo.

Capítulo 3
Estudios de posgrado

—¿Así que le gustaría trabajar en la Unión Soviética, señor Grant?

Había pasado media hora y el coronel del MGB estaba aburrido con la entrevista. Pensaba que ya le había extraído todos los datos militares de algún interés a aquel desagradable soldado británico. Unas pocas palabras para recompensar al hombre por el rico botín de secretos que le habían proporcionado sus bolsas de correo, y luego el hombre podría bajar a las celdas y, en el momento oportuno, ser embarcado hacia Vorkuta u otro campo de trabajo.

—Sí, me gustaría trabajar para ustedes.

—¿Y qué trabajo podría hacer, señor Grant? Tenemos muchos trabajadores no cualificados.

No necesitamos conductores de camiones y —el coronel sonrió fugazmente—, si hay que practicar boxeo, tenemos muchos hombres capaces de boxear. Dos posibles campeones olímpicos entre ellos, por cierto.

—Soy un experto en matar personas. Lo hago muy bien. Me gusta.

El coronel vio la roja llama brillando en los ojos azul pálido. Pensó: «Habla en serio. Además de ser desagradable, está loco.» Contempló a Grant con frialdad, preguntándose si merecería la pena malgastar comida para alimentarlo en Vorkuta. Tal vez sería mejor hacerlo fusilar. O arrojarlo de vuelta al sector británico y dejar que su propia gente se preocupara por él.

—Usted no me cree —dijo Grant, con impaciencia. Aquél era el hombre equivocado, la sección incorrecta—. ¿Quién se encarga del trabajo duro de ustedes por aquí? —Estaba seguro de que los rusos tenían algún tipo de escuadrón asesino. Todo el mundo decía que así era—. Déjeme hablar con ellos. Mataré a alguien para ellos. A quien quieran. Ahora.

El coronel lo miró con amargura. Tal vez sería mejor que informara del asunto.

—Espere aquí. —Se levantó y salió de la oficina, dejando la puerta abierta. Apareció un guardia que se apostó en la entrada y clavó los ojos en la espalda de Grant, con la mano en la pistola.

El coronel se encaminó a la habitación siguiente. Estaba vacía. En el escritorio había tres teléfonos. Levantó el receptor que comunicaba con la línea directa de la oficina del MGB en Moscú. Cuando el operador militar respondió, él dijo:

—SMERSH.

Cuando SMERSH respondió, pidió para hablar con el jefe de Operaciones. Diez minutos más tarde colgó el receptor. ¡Qué suerte! Una solución sencilla, constructiva. Con independencia del camino que tomara, saldría bien. Si el inglés tenía éxito, sería espléndido. Y aun en el caso de que fracasara, crearía muchísimos problemas en el sector occidental: problemas para los británicos porque Grant era uno de los suyos, problemas con los alemanes porque el atentado asustaría a muchos de sus espías, problemas con los estadounidenses porque ellos aportaban la mayor parte de los fondos para la red Baumgarten, y ahora pensarían que la seguridad de Baumgarten no era buena. Satisfecho de sí mismo, el coronel regresó a su oficina y volvió a sentarse ante Grant.

—¿Habla en serio?

—Por supuesto que sí.

—¿Tiene buena memoria?

—Sí.

—En el sector británico hay un alemán llamado doctor Baumgarten. Vive en el apartamento número 5 del 22 de Kurfürstendamm. ¿Sabe dónde está eso?

—Sí.

—Esta noche, será usted devuelto con su motocicleta al sector británico. Se le cambiarán las placas de matrícula. Su gente estará buscándolo. Le llevará un sobre al doctor Baumgarten. La inscripción especificará que debe ser entregado en mano. Con su uniforme y ese sobre, no tendrá ninguna dificultad. Dirá que el mensaje es tan privado que debe ver al doctor Baumgarten a solas.

Entonces lo matará. —El coronel hizo una pausa. Sus cejas se alzaron—. ¿Sí?

—Sí —replicó Grant, imperturbable—. Y si lo consigo, ¿me darán más trabajos como éste?

—Es posible —contestó el coronel, con indiferencia—. Primero debe demostrar lo que puede hacer. Cuando haya concluido su cometido y regrese al sector soviético, puede preguntar por el coronel Boris. —Pulsó un timbre y entró un hombre vestido de paisano. El coronel hizo un gesto hacia él—. Este hombre le dará comida. Más tarde le entregará el sobre y un cuchillo afilado de manufactura estadounidense. Se trata de un arma excelente. Buena suerte.

El coronel extendió un brazo para coger una rosa del cuenco, cuyo perfume aspiró con deleite.

Grant se puso de pie.

—Gracias, señor —se despidió con tono cordial.

El coronel no respondió ni alzó los ojos de la rosa. Grant siguió al hombre vestido de paisano al exterior de la oficina.

El avión rugía sobrevolando el territorio central de Rusia. Habían dejado atrás los altos hornos que ardían a lo lejos, al este de Stalino
[4]
y, al oeste, la cinta plateada del Dniéper que se bifurcaba en Dnepropetrovsk
[5]
. El charco de luz que rodeaba Jarkov había señalado la frontera de Ucrania, y el resplandor menor de la población del fosfato de Kursk había aparecido y desaparecido. Ahora, Grant sabía que la sólida negrura ininterrumpida de allá abajo ocultaba la estepa donde billones de toneladas de grano ruso susurraban y ondulaban en la oscuridad. Ya no habría más oasis de luz hasta que, dentro de una hora, hubiesen cubierto los restantes cuatrocientos ochenta kilómetros que los separaban de Moscú.

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