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Authors: Martín Lobo

Tags: #Gay, #Fiction

Diario De Martín Lobo (5 page)

BOOK: Diario De Martín Lobo
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Esta declaración de principios, compartida por los once comensales que no jugaban en nuestra liga, zanjó la discusión para siempre. Ya en los postres, con el dulce de leche rebosando nuestras comisuras, el nuevo estatus de Alvarito había sido asumido por todos con naturalidad inesperada. Brindamos, pagamos, nos abrigamos y nos perdimos en la noche de Madrid. Como mis amigos pasan muchas penurias carnales, decidimos visitar un pub irlandés infestado de turistas alemanas. Titán, Alvarito y yo tomamos posiciones en el mejor esquinazo del local. Su ubicación estratégica nos permitía alcanzar la barra con un simple estiramiento de brazo. Además, gracias a su excelente campo de visión, podíamos observar las maniobras de apareamiento de mis amigos. Como once señores bailando en círculo espantan a cualquiera —con sus once barbas y sus veintidós testículos—, el rebaño se disolvió en pequeños corrillos. Así, suponían, era más fácil atacar a las teutonas alcoholizadas que pastoreaban por el bar. Como es bien sabido por la comunidad internacional, los españoles no se caracterizan, precisamente, por su dominio de la danza y los idiomas. No tenemos rival en echar barriga, cocinar paella y beber sangría, pero cuando se trata de mover la cadera al sudor de la samba, o de parlotear inglés, mandarín o alemán, el fracaso está asegurado. Así que los once valientes optaron por hablar entre ellos, lanzando sonrisas torpes y miradas breves a las germanas que se dejaban caer por aquel kilómetro cero del desastre. A medida que avanzó la noche y subió el whisky, los corrillos se fueron soltando. Las piernas, todavía torpes, se atrevieron con unos pasos básicos de salsa, y el inglés empezó a fluir con acento flamenco.


You are very beautiful.


I like your tits.


What do you want to drink?


Voulez-vous coucher avec moi ce soir?

—¡Eso es francés, inútil!

Las germanas volvieron a dar una lección de superioridad nacional cuando, a pesar del cortejo bilingüe, huyeron despavoridas de nuestro pub.

—Ahora entiendo por qué Alemania es una de las primeras potencias del mundo —dije, dirigiéndome a Titán y a Alvarito—. Eso es un país como Dios manda, con súbditos que no se dejan embaucar por cuatro muertos de hambre. ¡Qué disciplina, coño!

—No seas fascista, por favor... —replicó Titán.

—Qué tendrá que ver la disciplina con el fascismo. Estoy alabando que unas señoritas centroeuropeas con las tetas sueltas no hayan caído en las redes de estos mamarrachos, y eso no tiene nada que ver con Hitler.

Como me conozco desde que soy un cigoto —célula resultante de la unión del gameto de mi santo padre con el gameto de mi santa madre— no quise insistir. Discutir de política con unas cuantas copas de más me pone cachondo, excitado y hasta violento, así que opté por cambiar de tema:

—Aquí no pintamos nada. ¿Por qué no nos vamos a celebrar tu salida del armario?

—Por mí perfecto —respondió Alvarito.

Me di media vuelta, y mientras cogía mi abrigo de ante —350 euros en Camdem Town, London City— anuncié a los heteros, heridos de muerte en su orgullo de machos copuladores, que nosotros nos retirábamos a un lugar mejor:

—Chicos, las tres damiselas de rojo nos vamos a una sauna para que Alvarito conozca los entresijos del sexo exprés.

El funcionamiento de una sauna gay es muy sencillo, pero conviene tener en cuenta algunas normas para no parecer un japonés errático sobre un tablao flamenco. Tras abonar una entrada que oscila entre los ocho y los doce euros, un taquillero de piel chocolate te hace entrega de un kit de supervivencia que incluye una toalla, unas chancletas de plástico podrido, las llaves de una taquilla y un preservativo. La toalla se coloca alrededor de la cintura, las chancletas protegen los pies de una muerte segura —cristales, hongos, semen adherido a las baldosas—, las llaves de la taquilla guardan la ropa a buen recaudo y el preservativo... el preservativo es para hacer globos. El sexo con protección y la higiene no son, precisamente, las mayores virtudes de estos sótanos del pecado carnal.

Generalmente, las saunas abren veinticuatro horas al día; 365 días al año con sus noches, sus lunas llenas y sus eclipses de sol. Mientras fuera, en la calle, el mundo gira con premeditación y alevosía, allí dentro, en los bajos de Madrid —y Nueva York, y Londres, y Buenos Aires y Berlín—, el tiempo se detiene en un orgasmo interminable. Cuando los ejecutivos se aprietan la corbata en la primera reunión del día, cuando las amas de casa dan un último hervor a la comida, cuando Isabel II bebe el té de las cinco, cuando el telediario vomita un accidente aéreo, cuando los borrachos se van a dormir... siempre, sea la hora que sea en la vida real, las saunas repiten el mismo ritual: el del sexo con desconocidos, desenfrenado, solitario, vacío y fugaz. Ante la ausencia de ventanas, la oscuridad más oscura se cuela en todos sus rincones: una barra de bar que hidrata a los clientes, una sauna de vapor que abre los poros de los clientes, una sauna seca que estimula la circulación sanguínea de los clientes, un laberinto de pasillos por el que desfilan los clientes, unas cabinas con colchonetas y espejos en las que fornican los clientes, unos sofás con proyecciones de cine porno en los que se masturban los clientes y un cuarto oscuro en el que se magrean los clientes.

Con el miedo y el morbo de la primera vez agarrado a sus huesos, Alvarito me apretó del brazo cuando cruzamos la entrada.

—Joder, Martín. ¡Sacadme de aquí!

—¡Cállate! —le advertí, consciente del shock que suponía entrar virgen a un local abarrotado de hombres con los huevos colgando—. En cuanto te desnudes y te quedes como ellos, te sentirás mucho mejor. ¿No lo ves? Aquí no hay clases, ni ropa de marca, ni dinero. Sólo hay penes grandes y penes pequeños. Democracia sexual, querido amigo.

La maldita democracia sexual quiso que Alvarito descorchase uno, dos y hasta tres orgasmos en su noche de iniciación. Empezó con ciertos titubeos de novato, pero pronto le cogió el ritmo a la mecánica del lugar. Es recomendable pedir una copa-cerveza-botellín de agua para, inmediatamente después, efectuar una primera inspección ocular mediante paseos concéntricos por los pasillos. Si algún efebo de atributos generosos merece la pena, no hay que tirar los dados demasiado pronto —los chicos fáciles, dicen, no están de moda—. Es importante preparar el terreno con:

a) Una mirada esquiva que, curiosamente, se escapa sin querer.

b) Una sonrisa con la carga justa de sexo e inocencia.

c) Una toalla escurridiza que se cae al suelo así, como por error, para dejar a la vista unas nalgas para el pecado.

Cuando el candidato está a punto, hay que atraerlo hasta un lugar más apartado; por ejemplo, la puerta de una cabina —dos metros cuadrados que apestan a sexo y sudor—. Una vez allí, un simple giro de cabeza hacia la colchoneta marca el pistoletazo de salida de un polvo sin pretensiones de eternidad. Se cierra el cerrojo, y a sufrir.

Titán, que siempre se maneja muy bien por estas latitudes, desapareció instantes después de quitarse los calzoncillos en el vestuario. Alvarito y yo nos quedamos solos.

—¿Vamos a dar una vuelta?

—No te preocupes, puedo hacerlo sin ayuda —me respondió, aún virgen, antes de perderse entre las tinieblas y la multitud.

Decidí sentarme en un sofá de la planta baja. En una televisión colgada de la pared, una película porno a la que no presté demasiada atención me regaló varios minutos de embestidas desdibujadas por la borrachera. Me levanté, y se me ocurrió poner en práctica un juego que siempre me funciona: cuento a todos los tíos que pasan por delante de mí y me acuesto con el número diez. Por una simple cuestión estratégica, caminé unos metros para colocarme en una intersección de dos pasillos. Necesitaba el tráfico humano adecuado: demasiados hombres atolondrarían mis cuentas y su ausencia me mataría de aburrimiento. Cuando me disponía a empezar, unos gemidos desesperados me distrajeron. Aquellos gritos, placer en estado puro, provenían del interior de una cabina y marcaban el mayor orgasmo de todos los tiempos. Empecé a imaginar aquel baile sagrado de semen, sudor y saliva. De repente, creí reconocer la voz de Alvarito al otro lado de la puerta. Dios Santo Todopoderoso. Era él. En vivo y en directo, un virgen subiéndose al tren de la promiscuidad sexual.

Huí de allí antes de que el asco y la envidia, que comenzaron a trepar por mi médula espinal, llegasen a mi cerebro. Me adentré en la oscuridad, dando chancletazos de rabia contra el suelo a cada paso, hasta que encontré otro «punto caliente» para mi juego.

—Con el décimo que pase, me acuesto —me repetí en voz baja.

Los seis primeros, la mayoría turistas extranjeros que exprimen al máximo cada hora que pasan en Madrid, no estaban mal. El séptimo, puro morbo, me sorprendió por sus rasgos de boxeador maldito. El octavo, puro morbo bis, me rozó con el brazo al cruzarse conmigo. El noveno, probablemente norteamericano, tardó algo más en aparecer. Su piel, tatuada por kilómetros de tinta, estaba curtida por muchas horas de gimnasio. Cuando me vio, redujo el paso a la espera de recibir una señal por mi parte. Pero las normas son las normas, y debía esperar al número diez. Pasaron varios segundos, o minutos, o milenios, hasta que volví a ver una sombra humana sobre unas escaleras al final del pasillo. Aquel era mi hombre. ¿Sueco, brasileño, francés? Comenzó a bajar los primeros peldaños, y tras su reflejo negro sobre el suelo llegaron sus pies, que se acercaron peligrosamente hacia mí. En orden cronológico, las rodillas, los muslos y la toalla se fueron mostrando ante mis ojos. Y entonces llegó el ombligo. El puto ombligo, generoso ombligo, repugnante ombligo, un botón ridículo a punto de estallar en el vientre más inmenso que había visto jamás. Es lo que tiene la fuerza de la gravedad; que nunca se apiada de los octogenarios.

—Me cago en la democracia sexual. Esto me pasa por salir de casa vestido de rojo... y por ser tan puta.

3 - ¿La pasión turca?

26 de febrero.
Es medianoche en Estambul. El estrecho del Bosforo lanza un frío suave sobre sus calles, que llevan más de dos horas dormidas. El invierno presenta sus credenciales de calma y sigilo, y sólo el bocinazo de algunos barcos lejanos rompe el silencio sobre el puerto. La luna llena hubiese sido un golpe de efecto tremendamente eficaz para mi relato, pero no puedo faltar a la verdad: estamos rodeados de nubes negras. Mi amiga y yo salimos de uno de los mejores restaurantes de la ciudad con el estómago lleno, el corazón contento y la mirada achispada por el vino. Y aunque es una escapada de relax, me resisto a encerrarme en una habitación de hotel con moqueta, jabones baratos y televisión por cable. Quiero vivir mi pasión turca, pero la antigua Constantinopla, antaño capital del mundo conocido, parece cansada tras una tormenta lenta, muy lenta, y peleona. Mis planes de encamarme con un nativo de ojos negros y manos curtidas por la mala vida van perdiendo gas a medida que nos adentramos, empapados de un vino carísimo, en el barrio de bares, discotecas y perdición de la ciudad. Tan sólo escuchamos los latidos del cielo y el ruido de los charcos al paso de algún taxi errante en busca de almas.

Decidimos tomar una última copa en el bar
chill out
del hotel, un insulto arquitectónico del llamado nuevo diseño a la basílica de Santa Sofía. Llegamos a la puerta y nos encontramos con dos seres vivos —
aleluyah
— fumando un cigarro. Empiezo a hablar con el rubito, supuestamente un director de cine alemán de treinta y un años que está rodando un anuncio en la ciudad. Su acompañante es heterosexual. Él, tengo dudas. Nos sentamos con ellos. Bebemos mojitos, y su pierna empieza a rozar mi brazo en un cortejo tan sutil que me desmonta. Como estoy acostumbrado al estruendo de las penetraciones exprés, me manejo fatal con las caricias invisibles y el coqueteo inocente. Le invito a fumar, de nuevo, en la calle. Y hablamos de Estambul, de los tulipanes del Palacio de Topkapi, del olor del bazar de las especias... Antes de terminar el cigarro, nos conocemos, saliva va y saliva viene, un poquito mejor. Acabo de conseguir mi primer beso en tierras árabes.

Entramos dentro. Yo, en éxtasis, detallo mi hazaña a mi amiga mientras él le dice algo a su acompañante. Sin más, se levanta, dice que está cansado y se va a dormir. (¡Joder! Cuando un alemán ha planeado acostarse a la una y veintisiete de la madrugada, se acuesta a la una y veintisiete de la madrugada; ni a la una y veintiséis, ni a la una y veintiocho. Cuánto daño ha hecho el kantianismo a la Humanidad...) Sin embargo, vuelve con un papel con su número de habitación anotado. Viva Alemania. Viva Angela Merkel. Vivan las salchichas. Como no está bien hacer esperar a posibles futuros maridos, a los diez minutos doy las buenas noches y me retiro, como las princesas, a mis aposentos. Cuando llego, descuelgo el teléfono y marco el número 1402.

Nadie contesta. Espero un minuto y repito la operación. Sin respuesta. Y así, hasta diez veces. Bajo a la planta cuarta y me deslizo, sibilino, excitado y enfadado, hasta su puerta. Golpeo la madera. El silencio es como un puñetazo en la entrepierna. Vuelvo a mi habitación. Saco su nota del bolsillo y confirmo que el vino y el mojito no me han desdoblado la visión. ¿Me masturbo o sigo intentándolo? «A lo mejor se ha confundido y ha escrito el número que no es», pienso. Así que marco el 1412. Despierto a una señora, me disculpo y cuelgo. Lo intento con el 1422.

—¿Sí? —contestan, somnolientos, dos plantas más abajo.

—Hola, soy Martín. Me has escrito mal el número de habitación.

—¿Quién eres? ¿Qué dices? ¿Qué quieres?

Descubro que me he equivocado de nuevo, pero percibo algo en su voz que me seduce.

—Ah, perdón... Hace un rato, en el bar del hotel, un chico me dio su número de habitación. Me he debido de confundir.

—Yo no he estado en el bar. ¿Y qué haces ahora? —responde.

Soy torpe, pero tengo instinto. Y en las situaciones de crisis (y ésta lo es) actúo como los animales en celo. Siempre sobrevivo.

—Pues no sé. Estoy solo, aburrido... —Pongo voz de lobo, que suele funcionar.

—¿Quieres bajar?

No tengo nada que perder y el alcohol me pone farruco, así que me lanzo, descalzo y sin cordura, a la aventura de la 1422. Llamo a la puerta. ¿Y quién abre? Un negro en calzoncillos que me invita a pasar. Soy feliz.

Por razones que no vienen al caso, abandono su suite en pocos minutos —el sexo es así de traidor: si hay química, es una delicia; si no, es mejor batirse en retirada—. Regreso a mi cama. Intento dormir, pero el fantasma del director de cine, el curry de la cena y la electricidad de la tormenta me revuelven el sueño. Hago un último intento con la 1402. Y mi alemanito contesta. Se ha quedado dormido y no ha escuchado las doscientas llamadas y los golpes secos sobre su puerta. Ok. Le creo porque no tengo más remedio y porque siempre he preferido vivir en la ignorancia. Y sube.

Y todo es champán —treinta y nueve euros la botella de 250 ml del minibar, maldita la hora—, bañeras burbujeantes, sábanas limpias, una ciudad extraña y exótica que respira fuera, sexo hotelero —que es más excitante, o más húmedo, o más aventurero, o no sé explicarlo—... y una discusión de última hora que rompió el hechizo, jodio la magia y nos devolvió a la Tierra. Eso sí: follé. Y en Constantinopla, como un emperador bizantino más. Ahí queda eso.

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