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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El alienista (2 page)

BOOK: El alienista
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— Ah, Harriet— dije tranquilamente, una mano metida dentro de la bata—. No es preciso que se alarme. Estaba revisando unas notas para mi artículo y he descubierto que necesitaba cierto material de la oficina. Sin duda es el muchacho que me lo trae ahora.

— ¿John?— retumbó la voz de mi abuela mientras Harriet asentía confusa—. ¿Eres tú?

— No, abuela— contesté, bajando al trote por la mullida alfombra persa que cubría las escaleras—. Soy el doctor Holmes.

El doctor H. H. Holmes era un asesino abominablemente sádico y un estafador que en aquellos momentos aguardaba a que le colgaran en Filadelfia. La posibilidad de que pudiera escapar antes de acudir a su cita con el verdugo y que viajara hasta Nueva York para liquidar a mi abuela era, por algún motivo inexplicable, la gran pesadilla de aquella mujer. Me acerqué a la puerta de su dormitorio y estampé un beso en su mejilla, que ella aceptó sin una sonrisa, aunque complacida.

— No seas insolente, John. Es tu cualidad menos atractiva. Y no creas que tus modales encantadores van a conseguir que me sienta menos molesta.— Los golpes en la puerta arreciaron de nuevo, y seguidamente se oyó la voz de un muchacho gritando mi nombre. El fruncimiento de cejas de mi abuela se hizo más profundo—. ¿Quién demonios es ése y qué demonios quiere?

— Creo que es el chico de la oficina— dije, manteniendo la mentira, pero impaciente por conocer la identidad del muchacho que con tanta furia se ensañaba con la puerta.

— ¿De la oficina?— inquirió mi abuela, sin creer una sola palabra—. Muy bien, pues ve a abrir.

Proseguí veloz aunque con cuidado hasta el final de la escalera, donde me di cuenta de que en realidad conocía la voz que me había estado llamando, aunque no podía identificarla con precisión. Tampoco me tranquilizaba el hecho de que fuera la voz de un muchacho, pues los ladrones y asesinos más feroces que me había encontrado en el Nueva York de 1896 eran simples mozalbetes.

— ¡Señor Moore!— volvió a suplicar el muchacho, añadiendo a su llamada varias saludables patadas a la puerta—. ¡Tengo que hablar con el señor John Schuyler Moore!

Me detuve en medio del suelo de mármol blanco y negro del vestíbulo,

— ¿Quién le busca?— inquirí, apoyando una mano en el pomo de la puerta.

— ¡Soy yo, señor! ¡Stevie, señor!

Respiré con un leve suspiro de alivio y abrí la pesada puerta de madera. Fuera, de pie bajo la tenue luz de la lámpara de gas que colgaba del techo— la única de la casa que mi abuela se había negado a cambiar por una bombilla eléctrica—, estaba Stevie Taggert, El Steveporra, como se le conocía. En sus primeros once años, Stevie había llegado a ser el azote de quince comisarías de policía, pero luego se había reformado y ahora era el cochero y chico de los recados de mi amigo el eminente médico y alienista doctor Laszlo Kreizler. Stevie estaba apoyado en una de las blancas columnas de delante de la puerta y trataba de recuperar el aliento. Era evidente que algo había aterrorizado al muchacho.

— ¡Stevie!— exclamé al ver que su larga mata de pelo lacio y castaño estaba empapada de sudor—. ¿Qué ha sucedido?

Al mirar por encima de él vi la pequeña calesa canadiense de Kreizler. La capota negra del carruaje estaba bajada, y del vehículo tiraba un caballo castrado, también negro, llamado Frederick. Al igual que Stevie, el animal estaba empapado en sudor, que ascendía como vapor bajo el aire temprano de marzo.

— ¿Está contigo el doctor Kreizler?

— El doctor ha dicho que me acompañe— contestó Stevie apresuradamente, ya recuperado el aliento—. ¡Ahora mismo!

— Pero ¿adónde? Son las dos de la madrugada…

— ¡Ahora mismo!

Era obvio que Stevie no estaba en condiciones de explicarse, así que le dije que aguardara a que me vistiese. Mientras lo hacía, mi abuela me gritó a través de la puerta de mi dormitorio que lo que ese peculiar doctor Kreizler y yo nos propusiésemos hacer a las dos de la madrugada, seguro que no era nada respetable. Procuré no hacerle caso, volví a salir a la calle y subí al interior del carruaje mientras me arrebujaba con el abrigo de tweed.

Aún no había tenido tiempo de sentarme cuando Stevie fustigó a Frederick con su largo látigo. Al caer hacia atrás sobre el asiento forrado de piel color castaño pensé en reprender al muchacho, pero de nuevo me sorprendió la mirada de terror que vi en su rostro. Me sujeté mientras el carruaje se tambaleaba a una velocidad peligrosa sobre los adoquines de Washington Square. El traqueteo y los botes sólo cesaron en parte cuando doblamos por el pavimento de losas largas y anchas que cubría Broadway. Nos dirigíamos al centro, al centro y al este, al barrio de Manhattan donde Laszlo Kreizler ejercía su profesión, y donde a medida que uno se iba internando en el Lower East Side la vida se hacía más barata y sórdida.

Por un momento pensé que tal vez le hubiese ocurrido algo a Laszlo. Sin duda esto habría justificado el modo irritante con que Stevie azotaba y conducía a Frederick, un animal al que yo sabía que Stevie acostumbraba a tratar con absoluta amabilidad. Kreizler era el primer ser humano que había conseguido de Stevie algo que no fuese un mordisco o un puñetazo, y ciertamente la única razón de que aquel mozalbete no estuviera todavía en esa institución de Randalls Island tan eufemísticamente conocida como El refugio de los muchachos. Además de ser tal como le había descrito la policía, ladrón, carterista, borracho, adicto a la nicotina, señuelo (miembro de una banda que atraía incautos al sitio donde se jugaba y se apostaba) y una amenaza congénitamente destructiva, y todo esto a la tierna edad de diez años, Stevie había atacado y herido gravemente a uno de los guardianes de Randalls Island asegurando que éste había intentado abusar de él. (Abusar, en el lenguaje periodístico de hace un cuarto de siglo, significaba invariablemente un intento de violación.) Teniendo en cuenta que el guardián tenía esposa e hijos, se había cuestionado la honestidad del muchacho, y finalmente su estado mental…, momento en que había hecho su aparición Kreizler, uno de los mejores expertos de aquel entonces en psiquiatría legal. Respecto a la cordura de Stevie, Kreizler expuso durante el juicio un retrato maestro de la vida del muchacho en las calles desde que tenía tres años, cuando fue abandonado por su madre, la cual prefirió el vicio del opio al cuidado del pequeño, para convertirse finalmente en la amante de un chino que le proporcionaba la droga. El juez se quedó impresionado por el alegato de Kreizler, y se mostró escéptico respecto al testimonio del guardián herido, aunque sólo consintió en liberar a Stevie cuando Kreizler se ofreció a hacerse cargo del muchacho y a garantizar su conducta en el futuro. En aquel entonces yo pensé que Laszlo era un loco, pero no cabía duda de que en sólo un año Stevie se había convertido en un muchacho muy distinto. Y, como casi todos los que trabajaban para Laszlo, el chico era absolutamente fiel a su patrón, a pesar de aquel peculiar distanciamiento emocional de Kreizler, que resultaba tan desconcertante para muchos de los que le conocían.

— ¡Stevie!— le llamé por encima del estrépito de las ruedas del carruaje al golpear los gastados bordes de las losas de granito—. ¿Dónde está el doctor Kreizler? ¿Se encuentra bien?

— ¡En el Instituto!— contestó Stevie, con sus ojos azules muy abiertos.

El trabajo de Laszlo se desarrollaba en el Instituto Kreizler para Niños, una mezcla de escuela y de centro de investigación que él había fundado en la década de los ochenta. Me disponía a preguntarle qué hacía allí a esas horas, pero me tragué la pregunta cuando nos internamos en el todavía concurrido cruce de Broadway con Houston Street. En aquel lugar, se había comentado sabiamente una vez, podía dispararse un arma en cualquier dirección sin herir a un solo hombre honesto. Stevie se limitó a enviar volando a la seguridad de la acera a borrachos, trileros, morfinómanos y cocainómanos, prostitutas, marinos puteros o simples vagabundos. Desde aquel santuario, la mayoría nos acribillaron a maldiciones.

— ¿Entonces nos dirigimos al Instituto?— pregunté, pero Stevie tiró bruscamente de las riendas y guió al caballo hacia la izquierda, por Spring Street, interrumpiendo los negocios que se llevaban a cabo frente a varios cafés concierto: casas de citas donde unas prostitutas, que se hacían pasar por bailarinas, acordaban algún encuentro de última hora en las pensiones del barrio con los pobres desgraciados que generalmente eran de fuera de la ciudad. Desde Spring, Stevie se dirigió por Delancey Street— que estaba en plenas obras de ensanchamiento para absorber todo el tráfico que entraría por el nuevo puente de Williamsburg, cuya construcción se había iniciado recientemente— y luego pasó veloz ante varios teatros ya cerrados. En cada travesía que pasábamos percibía el eco de los desesperados lamentos de los tugurios: asquerosos agujeros en los que se vendía licor barato mezclado con cualquier cosa, desde bencina a alcanfor, por cinco centavos la copa, sobre un sucio tablero que pretendía pasar por mostrador. Stevie no redujo la marcha: al parecer nos dirigíamos al mismo borde de la isla.

Hice un último intento de comunicación:

— ¿No vamos al Instituto?

Stevie negó con la cabeza, y luego hizo restallar el largo látigo de nuevo. Me encogí de hombros, recostándome en el asiento y sujetándome a los lados del carruaje, mientras me preguntaba qué podía haber asustado tanto a aquel muchacho, que en su corta existencia ya había presenciado muchos de los horrores que Nueva York podía ofrecerle.

Delancey Street nos llevó más allá de unos tenderetes donde se vendía fruta y prendas de vestir, ahora cerrados, y uno de los peores guetos de casas de pisos y chabolas del Lower East Side: el barrio próximo a los muelles, justo por encima de Corlears Hook. Un vasto y triste mar de pequeñas chabolas y de nuevos edificios de apartamentos de ínfima calidad se extendía a ambos lados. La zona era un hervidero de culturas e idiomas de inmigrantes, aunque predominaba el irlandés en el sur de Delancey y el húngaro más al norte, cerca de Houston Street. De vez en cuando era visible una iglesia, de una u otra confesión, entre hileras y más hileras de viviendas miserables que incluso en aquella fría mañana estaban adornadas con los tendederos repletos de ropa lavada. Algunas prendas de vestir, y también algunas sábanas, tiesas por el frío, se mecían rígidamente al viento, formando ángulos que rozaban lo antinatural. Sin embargo, lo cierto era que en un lugar como aquél— donde las almas furtivas se escurrían desde portales oscuros hasta los negros callejones envueltas en poco más que unos harapos y arrastrando los pies desnudos sobre el estiércol congelado de caballo, los orines y el hollín que cubrían las calles— casi nada podía calificarse ciertamente de antinatural. Estábamos en un barrio que sabía muy poco de leyes, tanto de las dictadas por el hombre como de otro tipo; un barrio que sólo proporcionaba dicha a visitantes y a vecinos cuando se les permitía ver que se quedaba atrás al escapar de allí.

Casi al final de Delancey Street, los olores del mar y el agua fresca junto al hedor de los desperdicios que quienes vivían cerca de los muelles se limitaban a verter cada día por el borde de Manhattan, se mezclaban para producir el característico olor nauseabundo de lo que llamábamos East River. Pronto se elevó ante nosotros una estructura enorme: la rampa de aproximación al naciente puente de Williamsburg. Sin detenernos, y a punto de provocarme un desmayo, Stevie enfiló la calzada cubierta de tablones, con lo que el traqueteo de los cascos del caballo y las ruedas del carruaje resultó mucho más ensordecedor que al correr sobre piedra.

Un complicado laberinto de puntales de hierro debajo de la rampa nos elevó varios metros hacia el aire de la noche. Mientras me preguntaba cuál podría ser nuestro destino— ya que las torres del puente no estaban en absoluto finalizadas, y aún se necesitarían algunos años para abrir el paso de aquella construcción—, de pronto empecé a distinguir al frente lo que parecían los muros de un gran templo chino. Aquella peculiar construcción compuesta por enormes bloques de granito y coronada por dos atalayas de poca altura, cada una rodeada por una delicada pasarela de acero, era el anclaje del puente por el lado de Manhattan, la estructura que finalmente sujetaría un conjunto de los extremos de los enormes cables de acero en suspensión que aguantarían la parte central del puente. De todos modos, la impresión de que se trataba de un templo no estaba del todo fuera de lugar: al igual que el puente de Brooklyn, cuyos arcos góticos se perfilaban contra el cielo nocturno hacia el sur, aquel nuevo paso sobre el río era un lugar donde la vida de muchos trabajadores se sacrificaría a la fe de la ingeniería, que en los últimos quince años había producido tantas maravillas por todo Manhattan. Lo que yo no sabía era que el sacrificio de sangre que había tenido lugar en lo alto del anclaje occidental del puente de Williamsburg, aquella noche en particular, era de naturaleza muy distinta

Cerca de la entrada a las atalayas, en lo alto del anclaje, de pie bajo la mortecina luz de unas cuantas bombillas eléctricas, y empuñando linternas, había varios policías con la pequeña insignia de bronce que les identificaba como pertenecientes a la comisaría del Distrito Trece, ante la que acabábamos de pasar por Delancey Street. Con ellos había un sargento del Distrito Quince, lo cual me pareció muy extraño: en los dos años que llevaba cubriendo la información delictiva para el Times, por no mencionar toda mi infancia pasada en Nueva York, había comprobado que cada comisaría de distrito de la ciudad defendía celosamente su territorio. (De hecho, a mediados de siglo las distintas facciones de policías habían llegado a luchar abiertamente unas contra otras.) Algo importante habría pasado para que los hombres de la Trece hubieran recurrido a uno de la Quince.

Finalmente, Stevie frenó al caballo cerca del grupo de gabanes azules, saltó al suelo y sujetó del bocado al jadeante caballo, conduciéndolo a un lateral de la rampa, cerca de una enorme pila de materiales de construcción y herramientas. El muchacho examinó con su habitual recelo a los policías. El sargento de la comisaría del Distrito Quince, un irlandés alto, cuya cara pálida se destacaba únicamente porque no lucía el poblado bigote tan común en los de su profesión, avanzó hacia Stevie y lo examinó con sonrisa intimidatoria.

— Tú eres el pequeño Stevie Taggert, ¿verdad?— preguntó, con marcado acento irlandés—. Supongo que el comisario no me habrá llamado hasta aquí para que te dé un tirón de orejas, ¿eh, basurita?

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