El asesinato del sábado por la mañana (45 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
6.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Michael se disculpó en su propio nombre y prometió que volverían a colocarlo todo como estaba antes, pero aquello no parecía concernir a Hildesheimer. Estaba en otro lugar, alejado en el tiempo. Por la ventana abierta contemplaba el descuidado jardín bañado por el sol de una tarde primaveral, que no penetraba en la fría habitación. Michael sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal al pensar que el anciano había cumplido ochenta años hacía un par de semanas.

Cuando el timbre de la puerta sonó, exactamente a las cuatro en punto, Shaul, el agente de Investigación Criminal, y el inspector jefe Ohayon estaban listos.

Dina Silver se presentó con un vestido rojo, el vestido con el que Michael la había visto la primera vez. Tenía el semblante pálido, y un mechón de pelo, con brillos negro azulados le caía sobre los ojos. Con un grácil ademán se lo apartó de la cara y preguntó sonriente si debía tumbarse en el diván. El psicoanalista señaló el sillón. Dina Silver tomó asiento y cruzó las piernas de lado, como una modelo de revista. Sus anchos tobillos conferían un aire levemente grotesco a esa pose. Michael volvió a reparar en las muñecas anchas, los dedos cortos, las uñas mordidas que, paradójicamente, le daban a sus manos un extraño aspecto predatorio en aquel momento.

Al principio se produjo un silencio. La visitante rebulló en su asiento y después abrió la boca para decir algo y la cerró sin haberlo dicho. Desde su escondite, Michael sólo alcanzaba a ver la cara de Hildesheimer de perfil; oyó que le preguntaba a Dina Silver cómo se sentía, a lo que ella respondió:

—Muy bien. Vuelvo a estar bastante bien —habló con voz queda y suave, pronunciando todas las sílabas claramente.

—Hace poco quería hablar conmigo —dijo el anciano—. Creo que tenía algún problema.

Una vez más, Dina Silver se retiró el pelo de la frente, cruzó las piernas y, al fin, dijo:

—Sí. En aquel momento lo tenía. Fue justo después de la muerte de la doctora Neidorf. Pero no lo he llamado porque después me puse enferma. Pensaba ponerme en contacto con usted al recuperarme, pero ahora ya no tengo tanta premura. Quería usted verme. ¿Hay alguna novedad?

—¿Alguna novedad? —repitió el anciano.

—Pensé que quizá había ocurrido algo y... —Dina Silver cambió de postura. Hildesheimer esperó pacientemente. Su visitante no se atrevía a preguntarle directamente qué quería y sólo su cuerpo delataba la tensión que sentía, sobre todo por la forma de mover las piernas, que volvió a descruzar y a cruzar una vez más—. Pensé —dijo con mayor firmeza— que era algo relacionado con mi presentación; que habrían estado comentándola. Que quería exponerme alguna crítica.

—¿Por qué creía que la íbamos a criticar? ¿No quedó satisfecha con lo que escribió en la presentación?

Dina Silver esbozó una sonrisa, un rictus que a Michael ya le resultaba familiar, y explicó:

—No se trata de lo que yo piense o escriba. Ustedes tienen sus propias exigencias, y en eso mi opinión no cuenta nada.

La mano del anciano se elevó en el aire y volvió a caer sobre el brazo del sillón mientras decía:

—No. Quería verla para comentar su encuentro con la doctora Neidorf.

—¿Qué encuentro? —preguntó Dina Silver, y apretó los puños.

—En primer lugar el encuentro que tuvieron antes de que se marchara al extranjero, en el que se produjo la confrontación —dijo Hildesheimer como si estuviera refiriéndose a un hecho evidente e incuestionable, conocido para los dos.

—¿Confrontación? —repitió Dina Silver como si no entendiera el significado de la palabra.

Hildesheimer no dijo nada.

—¿Le habló de nuestra confrontación? —preguntó la psicoanalista, y sus manos resbalaron sobre el fino tejido de lana de su vestido. Hildesheimer continuó sin decir nada.

—¿Qué le contó? —preguntó de nuevo, y el anciano persistió en su silencio. La pregunta se repitió dos veces más, y entre ambas, Dina Silver trató de buscar una postura más cómoda y las manos empezaron a temblarle. Alzó el tono de voz para replantear la pregunta—: ¿Se refiere a nuestra cita previa al viaje? Me dijo que era algo que quedaría entre nosotras, que no se lo iba a contar a nadie.

Hildesheimer se mantuvo callado.

—Bueno, es verdad que me criticó, pero sobre un asunto personal y muy concreto, nada importante.

Hildesheimer no se dirigió a ella por su nombre ni una sola vez, según advirtió Michael. Sin cambiar de postura, le espetó en tono gélido:

—¿Qué es para usted un asunto personal? ¿Seducir a un paciente? ¿Considera que eso es un asunto personal?

Dina Silver se puso rígida y su expresión se transformó; entornó los ojos y un gesto malicioso apareció en su rostro mientras decía:

—Profesor Hildesheimer, me parece que la doctora Neidorf tenía un problema de contratransferencia. Estaba celosa de mí, creo yo.

Hildesheimer guardó silencio.

—Creo —prosiguió Dina Silver al ver que no le iba a responder— que entre nosotras había cierta rivalidad, competíamos por lograr que usted nos prestara atención. Soy muy consciente del papel provocador que yo desempeñaba..., lo comentábamos muchas veces..., la manipulaba para colocarla en una situación emocional determinada. Le di a entender que entre usted y yo había una relación especial, y creo que ése era el trasfondo de su necesidad de castigarme, que afloraba con harta frecuencia durante las sesiones.

Michael se moría por ver la expresión de Hildesheimer, pero, por primera vez, el anciano giró la cabeza hacia un lado para mirar por la ventana. Michael veía su cabeza por detrás, tan calva como un huevo, y el cuello sobresaliendo por encima de su chaqueta oscura. Al cabo de un rato, desviando la vista de la ventana y volviéndose hacia Dina Silver para mirarla de frente, el anciano dijo:

—Elisha Naveh murió anoche.

La expresión maliciosa se desvaneció en un segundo. Dina Silver abrió mucho los ojos y los labios comenzaron a temblarle.

Sin darle la oportunidad de decir nada, Hildesheimer continuó:

—Murió por culpa suya. Usted podría haber evitado su muerte desempeñando su labor como es debido y renunciando a las gratificaciones inmediatas —Dina Silver inclinó la cabeza y rompió a llorar. Con un gesto mecánico, el anciano cogió de la repisa la caja de pañuelos de papel y la colocó sobre la mesita antes de decir—: Usted sabía que la doctora Neidorf estaba bien informada sobre el caso. La evidencia que tenía ha pasado a mis manos. Junto con una copia de la conferencia. Allí consta todo por escrito, el tercer párrafo se refiere exclusivamente a usted.

—¡Pero si ni siquiera me menciona! —pronunció la frase en un alarido. Después guardó silencio y empalideció.

Michael temió que se desmayara y que todo se echara a perder. Pero Dina Silver recobró el color mientras el anciano decía:

—No quiero que me venga con evasivas. Aparte de la doctora Neidorf, la única persona que vio la conferencia fue quien acudió a verla el sábado por la mañana antes de la conferencia. La misma persona que la llamó temprano esa mañana y le pidió que la recibiera por un asunto de vida o muerte, un asunto inaplazable. Conozco su estilo, no lo olvide. Y cuando la doctora Neidorf le dejó bien claro que no había marcha atrás, que su transgresión era imperdonable, la mató de un tiro... Sólo hay algo que no comprendo: ¿cómo no se le ocurrió, cuando la mató, cuando le quitó la llave de su casa, que antes de abrirle la puerta del Instituto, la doctora Neidorf me había llamado para decirme que estaba citada con usted? ¿Cómo no pensó en eso, después de haber pensado en todo lo demás: la pistola que robó dos semanas antes de usarla, las notas que se apresuró a sustraer de la casa aun antes de leer la conferencia? ¿Cómo no pensó en algo tan simple como una llamada telefónica?

—¿Lo llamó antes de verme? —dijo Dina Silver con voz ahogada, y comenzó a ponerse de pie.

Hildesheimer no cambió de postura. No movió ni un músculo mientras ella le decía:

—No tiene ninguna prueba, sólo lo sabemos usted y yo. Tal vez tenga pruebas sobre lo de Elisha, no lo sé, pero nadie sabe que me cité con la doctora Neidorf, nadie me vio.

Dina Silver estaba muy cerca del anciano, que se había quedado inmóvil en su asiento, cuando Michael entró en la habitación y dijo:

—Se equivoca, señora Silver. Tenemos pruebas, y en abundancia.

Entonces Dina Silver se lanzó sobre él, sobre Hildesheimer, y, como si se movieran solas, sus manos se cerraron sobre la garganta del anciano. Michael Ohayon hubo de emplearse a fondo para separar aquellos dedos de uñas mordidas de su presa.

—Y ahora —dijo Shaul después de verificar la grabación y de recoger el equipo— podemos ponernos a trabajar de verdad —tenía en las manos el liviano abrigo azul de Dina Silver y anunció en tono satisfecho que era de esa prenda de donde se había desprendido el hilo—. Creo —puntualizó, y, ajeno al alboroto que lo rodeaba, pues sus compañeros estaban restableciendo el orden en el dormitorio de los Hildesheimer, sacó de su maletín el sobre de plástico donde estaba el hilo y lo colocó sobre el abrigo.

Hildesheimer estaba sentado en su sillón en la sala de consultas; la cabeza echada hacia atrás en un gesto de indecible fatiga, el semblante ceniciento.

Michael se sentó frente a él, en ángulo de cuarenta y cinco grados, y encendió un cigarrillo. Sin saber por qué, ya fuera por la amargura de su triunfo, o por la tristeza que lo embargó al ver el rostro del anciano, o porque la fatiga le hizo perder en parte el dominio de sí mismo, entre todas las preguntas posibles, la que escapó de su boca fue:

—Profesor Hildesheimer, ¿a qué se refería cuando dijo, a propósito de Giora Biham, que los argentinos son diferentes?

Notas

1. «Hacer
Aliyah»
significa «volver a casa», y en la acepción que le dan los judíos se refiere a emigrar a Israel. (N. de la T. )

2. Alcalde o notable de un barrio árabe. (N. del T.)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
6.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Winding Up the Serpent by Priscilla Masters
Home Free by Sonnjea Blackwell
Unbreakable by Emma Scott
Angelique by Dixie Lynn Dwyer
Gemini by Sonya Mukherjee
The Blonde by Anna Godbersen
Black Butterfly by Mark Gatiss