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Authors: John Norman

El asesino de Gor (40 page)

BOOK: El asesino de Gor
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—Hace meses comprendimos claramente que Cernus intentaría vender a las jóvenes durante la Fiesta del Amor, en el Curúleo —dijo Hup—. Por eso se resolvió comprar a Vella y a estas dos muchachas.

—Filemón —dije— nos explicó que Vella sería comprada por un representante de los Reyes Sacerdotes.

—No sabía cuánta verdad había en sus palabras —sonrió Hup.

—¿Dónde está Elizabeth?

—¿Elizabeth?

—Vella —dije.

—No está aquí —afirmó Hup.

Hubiera apremiado al hombrecillo, pero en este instante Ho-Sorl con Phyllis y Relio con Virginia abandonaron la corte del Ubar. Iban abrazados. Se sentían felices. Se había cumplido su destino.

Me adelanté hacia el trono. Y Marlenus, Ubar de Ubares, me miró.

—Ar te debe mucho —dijo—, y yo, Marlenus, Ubar de Ar, también.

Asentí, para confirmar la verdad del asunto.

—Sería difícil determinar el pago adecuado por los grandes servicios prestados por Gladius de Cos a mi causa.

Nada dije.

—O por los grandes servicios prestados por Tarl de Ko-ro-ba, llamado Tarl de Bristol en las canciones.

Era cierto. Marlenus y Ar me debían mucho aunque yo deseaba poco.

—Por lo tanto —dijo Marlenus— prepárate para recibir tu premio.

Miré a los ojos a Marlenus, ahora Ubar de Ar y Ubar de Ubares.

Observé asombrado que traían pan y sal, y una pequeña antorcha encendida.

Los que allí estaban reunidos prorrumpieron en exclamaciones de desaliento.

Yo no podía creer lo que veía.

Marlenus tomó el pan y lo partió con sus grandes manos.

—Se te rehusa el pan —dijo Marlenus, y devolvió el pan a la bandeja.

Gritos de asombro en la corte.

Marlenus tomó la sal, y volvió a dejarla sobre la bandeja.

—Se te rehusa la sal —dijo.

—¡No! —gritaron centenares de voces—. ¡No!

Sin apartar los ojos de mi rostro, Marlenus alzó la pequeña antorcha encendida. La aplicó a la sal de modo que la llama se extinguió.

—Se te rehusa el fuego —dijo.

Se hizo el silencio en la corte del Ubar.

—En adelante, por decreto del Ubar —dijo Marlenus— dictado en la ciudad de Ar, debes prepararte para partir antes de la caída del sol, y no regresarás si no quieres sufrir el castigo de la tortura y la muerte.

Los que allí estaban reunidos no podían creer lo que oían y veían.

—¿Dónde está la joven Vella? —pregunté.

—Retírate de aquí —ordenó Marlenus.

Llevé la mano a la empuñadura de mi espada. No la desenfundé, pero bastó el gesto y un centenar de espadas abandonaron sus vainas.

Me volví. Parecía que el salón giraba mi alrededor, y casi sin sentir el suelo bajo los pies me retiré de la corte del Ubar.

Dominado por la cólera, caminé por los corredores, y el corazón me latía aceleradamente.

¿Por qué me habían hecho esto? ¿Ésa era la recompensa por mis servicios? ¿Y qué había ocurrido con Elizabeth? ¿Quizá Marlenus había decidido reservarla para sus propios Jardines de Placer? Los hombres como Marlenus tienden a apoderarse de lo que les agrada, y a conservarlo a punta de espada si así lo desean. Mi odio al Ubar de Ar, a cuya restauración yo mismo había contribuido, me envolvía e impregnaba, volcánico y sombrío. Mi mano aferraba la empuñadura de la espada.

Abrí bruscamente la puerta de mi habitación.

La joven se volvió y me miró. Vestía la breve túnica de las esclavas de Ar, y tenía puesto el collar de metal, y las campanillas colgaban de su tobillo izquierdo. Oí las campanillas cuando se volvió para mirarme. En sus ojos había lágrimas.

Estreché entre mis brazos a Elizabeth Cardwell. Pensé que jamás permitiría que se alejara de mí. Lloramos, y nuestras lágrimas mojaron sus cabellos y mis mejillas, mientras nos besábamos y tocábamos. De su nariz colgaba el minúsculo y fino anillo de oro de la mujer tuchuk.

—Te amo, Tarl —dijo.

—Te amo —exclamé—. ¡Te amo, Elizabeth!

Sin ser advertido, Hup, el Pequeño Tonto, había entrado en la habitación. Traía consigo algunos papeles. También en sus ojos había lágrimas.

Después de un momento habló.

—Sólo resta una hora —dijo— hasta la puesta del sol.

Siempre abrazando a Elizabeth, le miré.

—Dale las gracias por mí a Marlenus, Ubar de Ar —dije.

Hup asintió.

—Ayer por la noche —dijo— Marlenus te la envió, de modo que te atara las sandalias y te sirviera el vino; pero tú ni siquiera la miraste.

Elizabeth rió y apretó la mejilla contra mi hombro izquierdo.

—Me negaron el pan, el fuego y la sal —dije a Elizabeth.

Ella asintió.

—Sí —dijo. Me miró, desconcertada— Hup me dijo ayer que así se haría.

Miré a Hup.

—Pero ¿por qué? —pregunté—. Parece indigno de un Ubar.

—¿Olvidaste —preguntó el hombrecito— la ley de la Piedra del Hogar?

Contuve una exclamación.

—Sin duda, es mejor el destierro que la tortura y la muerte.

—No comprendo —dijo Elizabeth.

—En el año 10.110, hace más de ocho años, un tarnsman de Ko-ro-ba robó la Piedra del Hogar de la ciudad.

—Fui yo —dije a Elizabeth.

Ella se estremeció, porque conocía el castigo que se infligía por un hecho de esa naturaleza.

—En su carácter de Ubar —dijo Hup— Marlenus no puede traicionar la ley de la Piedra del Hogar de Ar.

—Pero no me ofreció ninguna explicación —protesté.

—Un Ubar no da explicaciones.

—Luchamos unidos —dije—, espalda contra espalda. Le ayudé a recuperar su trono. Antaño fui el compañero de su hija.

—Lo sé porque le conozco —dijo Hup—, y aunque esto me cueste la vida te diré que Marlenus está dolido. Muy dolido. Pero es Ubar. Es Ubar. Más que un hombre, más que Marlenus, es el Ubar de mi ciudad, de la propia Ar.

Le miré.

—¿Estarías dispuesto —preguntó Hup— a traicionar la Piedra del Hogar de Ko-ro-ba?

Llevé la mano a la empuñadura de la espada.

Hup sonrió.

—En ese caso —dijo—, no pienses que Marlenus, sea cual fuere el precio o el coste, el dolor y la angustia, pueda traicionar a la Piedra del Hogar de Ar.

—Entiendo —dije.

—Si un Ubar no respeta la ley de la Piedra del Hogar, ¿quién lo hará?

—Nadie. Es duro ser Ubar.

—Falta menos de una hora hasta la caída del sol.

Apreté contra mi cuerpo a Elizabeth.

—He traído documentos —dijo Hup—. Han sido endosados a tu nombre. La esclava es tuya.

Elizabeth miró a Hup. Él era goreano. Para Hup, Elizabeth era eso, nada más que una esclava.

A mis ojos era el mundo entero.

—Escribe en los documentos —ordené— que el primer día de la restauración de Marlenus de Ar, el dueño de la esclava Vella, Tarl de Ko-ro-ba, le otorga la libertad.

Hup se encogió de hombros y anotó lo que yo había ordenado. Firmé los papeles, escribiendo mi nombre con la grafía goreana, y agregué el signo de la ciudad de Ko-ro-ba.

Hup me entregó la llave del collar y la tobillera de Elizabeth, y yo retiré el acero que la caracterizaba como esclava.

—Archivaré los documentos en el cilindro correspondiente —dijo Hup.

Abracé a la mujer libre, Vella de Gor, Elizabeth Cardwell de la Tierra.

Ambos subimos la escalera que llevaba al techo del cilindro central de Ar y contemplamos las muchas torres de la ciudad, las nubes luminosas, el cielo azul, el perfil escarlata de la Cordillera Voltai a lo lejos.

Las alforjas del tarn ya estaban llenas. Pero sólo yo podía montar al terrible monstruo.

Deposité a Elizabeth en la montura, y aseguré su cuerpo al alto pomo.

Hup permaneció de pie sobre el techo del cilindro, el viento agitándole los cabellos, mientras los ojos de tamaño y color desiguales nos miraban.

Entonces vimos aparecer a Relio y a Virginia, y también a Ho-Sorl seguido por Phyllis. Nos despedimos afectuosamente de ellos.

—Os deseo suerte —dijo Hup, y alzó una mano.

—Te deseo lo mismo a ti, Pequeño Amigo —dije. Alcé la mano para saludar a los otros—. A todos mucha suerte.

Moví las riendas y el tarn, batiendo las alas, se elevó con elegancia del cilindro. Describimos un círculo alrededor de la construcción.

—¡Mira! —gritó Elizabeth.

Miré hacia abajo y vi otra figura de pie en el techo del cilindro central de Ar. Una figura gigantesca, ataviada con el púrpura del Ubar.

Marlenus alzó una mano para despedirse.

Yo le imité, y le saludé, y al fin enfilé el tarn hacia las afueras de Ar.

El sol desaparecía tras la gran puerta de Ar cuando el tarn dejó atrás los muros, y comenzó a distanciarse de la ciudad.

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