Read El asesino de Gor Online

Authors: John Norman

El asesino de Gor (9 page)

BOOK: El asesino de Gor
5.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Le expliqué —y ella cooperó— otros nudos usuales, entre ellos el nudo de anclaje, el nudo simple del cierre, el nudo doble de cierre, y otros por el estilo.

—¡Ahora, cruza las muñecas! —dije.

Obedeció.

—¿De modo que crees que tus nudos son mejores que los míos? —pregunté.

—Sí —contestó Elizabeth—, pero por otra parte no eres más que un hombre.

Pasé uno de los cordeles alrededor de las muñecas, le di una segunda vuelta, después crucé en dos direcciones el cordel, y aseguré todo con un nudo.

—Caramba —dijo moviendo las muñecas—, lo hiciste con mucha rapidez.

Por supuesto, no se lo dije, pero se enseña ese nudo a los guerreros.

—Yo no trataría de resistir —dije.

—¡Oh!

—Si forcejeas, apretarás el nudo —dije.

—Es un nudo interesante —observó Elizabeth, los ojos fijos en sus propias muñecas—. ¿Cómo se llama?

—Es un nudo de captura —dije.

—¡Oh! —repitió.

—Se usa para asegurar a los esclavos y a otros individuos análogos —observé.

—Comprendo —dijo.

Recogí el segundo cordel y le até los tobillos.

—¡Tarl! —exclamó.

—Kuurus —la corregí.

Permaneció sentada.

—Me engañaste —dijo.

—Y hay otra forma todavía más segura —dije. Le desaté la muñeca y la puse boca abajo; le uní las muñecas a la espalda y utilicé el mismo nudo, con otro adicional, de modo que no pudo hacer el más mínimo movimiento.

Se debatió para sentarse.

—Sí —dijo—, imagino que este nudo es más seguro.

—Y éste —dije— ofrece aún más seguridad.

La acerqué al pie del diván, la senté allí y después de levantar la pesada cadena y el collar uní éste al grueso anillo empotrado en la mampostería.

—Sí —reconoció Elizabeth—, concuerdo contigo —me miró—. Ahora, por favor, desátame.

—Tendré que pensarlo.

—Por favor —insistió Elizabeth, con una risita.

—Cuando regresaste a la Casa de Cernus, y ofreciste al guardián la versión que te habíamos enseñado, ¿qué ocurrió?

Elizabeth sonrió.

—Me tuvieron esposada un tiempo —dijo—. ¿Eso fue parte de tu plan?

—No, pero no me sorprende.

—Bien, excelente —dijo Elizabeth—. En efecto, no me habría agradado que te sorprendieras —me miró a los ojos—. Ahora —dijo—, por favor, desátame.

—Todavía estoy pensando en ello —contesté.

—Por favor —se movió un poco—, amo.

—Ahora estoy pensándolo más seriamente —le informé.

—Bien.

—¿De modo que crees que tus nudos son más buenos que los míos? —pregunté.

—Es un hecho liso y llano —dijo—. Por favor, desátame.

—Quizá por la mañana —contesté.

Emitió un sonido que podía interpretarse como expresión de cólera.

—Yo no intentaría luchar —dije.

—¡Oh! —exclamó frustrada—. ¡Oh, oh! —después me miró enojada—. Está bien —dijo—, amo, tus nudos son excelentes.

—¿Mejores que los tuyos? —pregunté.

Me miró irritada.

—Por supuesto —dijo—. ¿Cómo es posible que el nudo obtenido por una joven, una muchacha que es apenas una esclava, pueda compararse con el nudo de un hombre, un hombre libre, que además es miembro de la Casta de los Guerreros?

—Entonces, ¿reconoces que mis nudos son superiores en todo sentido a los tuyos?

—Oh, sí —exclamó—, ¡sí, amo!

—Bien, ahora que estoy satisfecho, creo que te desataré.

—Eres una bestia —dijo la joven riendo—, Tarl Cabot.

—Kuurus.

—Kuurus, Kuurus.

Me incliné para desatar las ligaduras de Elizabeth, y de pronto se oyó un fuerte golpe en la puerta de la habitación. La joven y yo nos miramos.

Otro golpe.

—¿Quién es? —pregunté.

—Ho-Tu, Maestro Guardián —fue la respuesta apenas audible a causa de las pesadas vigas de la puerta.

Di un rápido beso a Elizabeth y después tiré de la túnica de esclava de modo que le llegase a la cintura y la obligué a volverse, con el fin de que no mirase hacia la puerta. Satisfecho, me acerqué a la puerta y retiré las dos pesadas vigas y abrí una de las hojas.

Ho-Tu era un hombre bajo y corpulento, de anchos hombros, desnudo hasta la cintura. Tenía vivaces ojos negros, la cabeza afeitada, y un espeso bigote cuyas guías colgaban a los costados de la boca. En su cuello colgaba un tosco adorno, una cadena de hierro con un medallón del mismo metal, que exhibía el símbolo de la Casa de Cernus. Tenía un ancho cinturón de cuero con cuatro hebillas. Del cinturón colgaba la vaina de un cuchillo curvo. También estaba asegurado al cinturón un silbato para impartir órdenes y llamar a los esclavos. Del otro lado del cinturón colgaba una barra para esclavos, parecida a la que se usaba con los tarns, excepto que se emplea para controlar a los seres humanos y no a los animales. Lo mismo que la anterior, había sido creada gracias al esfuerzo conjunto de la Casta de los Médicos y la Casta de los Constructores. Los primeros habían aportado su conocimiento acerca de los nervios y la sensibilidad en los seres humanos, y los Constructores habían explicado ciertos principios y técnicas desarrolladas en la construcción y la manufactura de los focos de energía. A diferencia de la barra utilizada con los tarns, que tiene un sencillo interruptor en el mango, la que se utiliza con los esclavos incluye un dial, y la intensidad de la carga suministrada puede variar desde la que sólo es desagradable hasta la que mata en un instante. Esta barra, desconocida en la mayoría de las ciudades de Gor, es utilizada casi exclusivamente por los traficantes profesionales de esclavos, quizás a causa de su elevado costo.

Ho-Tu examinó la habitación, vio a Elizabeth y sonrió.

—Veo que sabes cómo tener a una esclava —dijo.

Me encogí de hombros.

—Si te provoca dificultades —dijo Ho-Tu— envíala a las mazmorras. Allí la corregiremos.

—Suelo corregir a mis propios esclavos —dije.

—Por supuesto —dijo Ho-Tu, y movió la cabeza.

En ese instante una barra golpeada por un martillo de hierro resonó en la casa, y otras barras recogieron el sonido y lo repitieron en diferentes pisos de la Casa de Cernus. Pronto descubrí que el día estaba dividido por dichas señales. Es el método utilizado en la casa de un traficante de esclavos, Ho-Tu sonrió.

—Cernus —dijo— reclama tu presencia en la mesa.

5. A LA MESA CON CERNUS

Observé a los dos esclavos, cada uno con su collar midiéndose en la arena. Estaban con el cuerpo desnudo hasta la cintura y los cabellos atados sobre la nuca con una cinta de lienzo. Cada uno llevaba un cuchillo curvo, cuyas vainas estaban embadurnadas en los bordes con un pigmento azulado.

—Estos esclavos son campeones en la lucha del cuchillo curvo —dijo Cernus, casi sin apartar la vista del tablero de juego; junto a él estaba sentado Caprus, de la Casta de los Escribas y contable principal de su casa.

Oí el chasquido del látigo y la orden: «¡A pelear!», y vi cómo los dos hombres comenzaban a acercarse el uno al otro.

Volví los ojos hacia el tablero de juego. Como no había visto la apertura, a juzgar por las piezas y las posiciones que ocupaban me pareció que el juego estaba ya avanzado. Cernus ganaba. Probablemente era diestro en ese entretenimiento.

Una línea azul cruzó el pecho de uno de los esclavos que luchaban en un cuadrado de arena. La línea valía un punto. Después se volvieron a los extremos opuestos del cuadrado y se agazaparon, esperando la orden de reanudar la lucha.

Sin haber sido invitado, me senté en la mesa del propio Cernus. Nadie opuso objeción, al menos explícitamente, aunque percibía que mi gesto suscitaba cierto descontento. Llegué a la conclusión de que todos habían esperado que yo me sentara a una de las dos largas mesas laterales, y quizá incluso más allá de los cuencos de sal roja y amarilla que separaban estas dos mesas. Por supuesto, la mesa misma de Cernus estaba por encima de los cuencos. Ho-Tu estaba sentado a mi izquierda. Los guerreros y los miembros de la casa que estaban sentados a las mesas prorrumpieron en gritos cuando el segundo esclavo, el que había obtenido el primer punto, consiguió trazar una larga línea sobre la cara interior del brazo derecho del primer esclavo.

—¡Punto! —gritó el árbitro, y los dos esclavos volvieron a separarse, cada uno fue a su rincón y se agazapó allí, jadeante. El hombre marcado en el brazo tuvo que sostener con la izquierda el cuchillo curvo. Las apuestas alrededor de las mesas variaron rápidamente.

Oí decir a Cernus:

—Captura de la Piedra del Hogar. —Y vi a Caprus que se recostaba en el asiento, y miraba el tablero con expresión deprimida. Cernus comenzó a disponer nuevamente las piezas sobre el tablero.

—Podrías haber sido Jugador —dijo Caprus.

Cernus rió complacido y me miró.

—¿Juegas? —preguntó.

—No —dije.

Se volvió para mirar el tablero y comenzar una nueva partida.

Se oyó un grito y volví los ojos hacia el cuadrado de arena; el primer esclavo, con el cuchillo curvo en la mano izquierda, había amagado y recibido una herida en el pecho, pero a su vez había alcanzado a su antagonista.

—Punto para ambos —anunció el árbitro.

La comida servida a la mesa de Cernus era buena, pero se trataba de platos sencillos, un tanto severos, como el amo de la casa. Me sirvieron carne de tark y pan amarillo con miel, arvejas goreanas y un jarro de Ka-la-na diluido, es decir agua tibia mezclada con vino. Aunque no comenté el hecho, observe que Ho-Tu bebía únicamente agua, y comía sólo un potaje de granos mezclado con leche de bosko.

—¡A muerte! —gritó el árbitro esgrimiendo el látigo. Vi que el segundo esclavo, que sin duda era el más eficaz, se había puesto detrás del primero, y aferrándole la cabeza con el antebrazo musculoso, sostenía el cuchillo curvo en el cuello del primero.

El primer hombre pareció desconcertarse, una línea azul apareció en su garganta, y se le doblaron las rodillas. Dos guerreros se adelantaron rápidamente y aseguraron con grilletes al herido. No sé por qué, el hombre del látigo se apoderó del cuchillo curvo del esclavo, y lo pasó sobre el pecho de su víctima, dejando un rastro de sangre. No era una herida grave, pero me pareció un gesto inútil. El esclavo derrotado fue sacado de allí con los grilletes. Por su parte, el vencedor se volvió y alzó las manos. Lo saludaron con gritos y fue llevado inmediatamente a la mesa que estaba a mi izquierda, a cuya cabecera lo sentaron frente a un plato colmado de carne.

Ahora que el deporte había concluido, entraron varios músicos, y ocuparon posiciones en un extremo de la sala. Aparecieron un tocador de czehar, dos de kalika, cuatro flautines y un par de tamboriles.

Servían la comida varias esclavas jóvenes ataviadas con túnicas blancas, y cada una tenía un collar de esmalte blanco. Seguramente eran jóvenes que seguían el curso de instrucción; algunas quizá eran jóvenes de la Seda Blanca, acostumbradas a las rutinas y las técnicas del servicio de mesa.

Una llevaba un gran jarro de vino Ka-la-na diluido; se acercó por detrás, subió los dos peldaños que conducían al ancho estrado de madera donde estaban nuestras mesas. Se inclinó sobre mi hombro izquierdo, el cuerpo tieso y el rostro serio.

—¿Vino, amo? —preguntó.

—Perra —silbó Ho-Tu—. ¿Por qué sirves primero a un extraño en la mesa de tu amo?

—Perdona a Lana —dijo la joven, los ojos llenos de lágrimas.

—Deberías estar en las mazmorras —dijo Ho-Tu.

—Él me atemoriza —gimió la joven—. Pertenece a la casta negra.

—Sírvele vino —dijo Ho-Tu—, o te desnudaremos y te arrojaremos a una mazmorra de esclavos.

La joven se volvió y se retiró; después se acercó de nuevo y ascendió los peldaños, con gestos delicados, casi con timidez, la cabeza gacha. Después se inclinó hacia delante, dobló apenas las rodillas, el cuerpo elegante. Cuando habló su voz era apenas un murmullo en mi oído: «¿Vino, amo?» Como si no estuviera ofreciendo vino, sino su propia persona. En una residencia grande donde hay varias esclavas, es sencillamente un acto de cortesía de parte del dueño de la casa permitir que el huésped use durante la noche a una de las jóvenes. Cada una de las muchachas consideradas elegibles para ese servicio más tarde o más temprano durante la noche se aproximan al huésped y le ofrecen vino, y si él acepta la bebida, con ese acto está indicando que también está interesado en la joven.

Miré a la joven. Sus ojos dulces se encontraron con los míos. Tenía los labios entreabiertos.

—¿Vino, amo? —preguntó.

—Sí —dije—, beberé vino.

Vertió en mi copa el vino diluido, inclinó la cabeza y con una sonrisa tímida se retiró con movimientos elegantes, descendió los peldaños, se volvió y se alejó deprisa.

—Por supuesto —dijo Ho-Tu—, no puedes tenerla esta noche porque es Seda Blanca.

—Entiendo —dije.

Ahora los músicos habían comenzado a tocar. Siempre me agradaron las melodías de Gor, aunque en general tienden a exhibir ciertos rasgos bárbaros. Sabía que también a Elizabeth le habrían agradado. Sonreí para mis adentros. Pensé: pobre Elizabeth. Esta noche tendría apetito y por la mañana iría a los comederos de las esclavas, probablemente para obtener un poco de agua y un potaje de granos y verduras. Al salir de mi habitación precedido por Ho-Tu, me volví y le envié un beso. Estaba muy irritada, porque yo la dejaba atada de pies y manos, asegurada por cadena y collar al anillo de esclavos, y porque me dirigí a cenar con el amo de la casa. Probablemente se mostraría bastante difícil por la mañana, la hora a la cual, según presumía, podría volver al aposento. No es agradable pasar la noche entera maniatado. En efecto, es el castigo usual que en Gor se aplica a las esclavas. Es menos usual atar durante el día a una joven, porque entonces hay mucho que hacer. Llegué a la conclusión de que la mayoría de mis problemas en este asunto podía resolverse si rehusaba liberar a Elizabeth mientras no diese su palabra de que se mostraría por lo menos medianamente cortés.

Pero olvidé a Elizabeth porque de una puerta lateral llegó el rumor de las campanillas de las esclavas; y, complacido, vi que entraban siete jóvenes que caminaban con los pasos cortos de las esclavas, los brazos a los costados, las palmas hacia fuera, la cabeza vuelta hacia la izquierda, y que se arrodillaban ante las mesas, frente a los hombres, la cabeza inclinada en la posición de las esclavas de placer.

BOOK: El asesino de Gor
5.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fortune's Journey by Bruce Coville
Fire and Ice by Sara York
Forever and a Day by Barber, Jasmine
The Seed Collectors by Scarlett Thomas
The Bear Who Loved Me by Kathy Lyons
Amnesia by Peter Carey