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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (3 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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A pesar de todos los sentimientos que se entremezclaban en su interior, fueron conversando animadamente hasta que desembarcaron en el muelle y así continuaron hasta que llegaron a la casa del almirante, donde se separaron. Jack fue a entrevistarse con el comisionado y después iría a buscar el correo y alojamiento para él y su amigo; Stephen se alejó sin decir a qué lugar iba, con su único equipaje, un paquete envuelto en un trozo de lienzo, metido bajo el brazo; y Diana se quedó en compañía de lady Colpoys, una mujer bondadosa y de piernas cortas.

Stephen no había dicho a qué lugar iba, pero si sus acompañantes se hubieran puesto a pensar en ello, no les habría sido difícil adivinarlo. El capitán Aubrey, por el hecho de haber navegado junto con el doctor Maturin durante muchos años, se había enterado de que el doctor, además de ser un médico excelente, que había decidido hacerse a la mar como cirujano naval porque así tendría la oportunidad de hacer descubrimientos en el campo de la historia natural (su gran pasión, sólo superada en intensidad por su deseo de derrotar a Bonaparte), era uno de los espías más apreciados en el Almirantazgo; y Diana, poco antes de su huida de Boston, le había visto coger los documentos que contenía aquel paquete de una de las habitaciones que ella y Johnson ocupaban, y él justificó su acción diciendo que los documentos serían de interés para un alto cargo de los Servicios Secretos que conocía y que casualmente estaba destinado en Halifax. Stephen sabía muy bien eso, pero según una vieja costumbre y a la vez una tendencia innata a actuar con mucha discreción (lo cual le había permitido seguir vivo), siempre era muy reservado. Según esa costumbre también, fue al despacho de su enlace dando un rodeo y parándose a mirar los escaparates de las tiendas, y puesto que en algunos de ellos se reflejaba la calle, podía ver lo que estaba detrás de él. Aunque solía tomar ese tipo de precauciones mecánicamente, ahora las consideraba más necesarias que nunca, pues sabía mejor que nadie que en Halifax había algunos espías norteamericanos, y seguramente Johnson, furioso porque él le había robado su amante y sus documentos, haría todo lo posible por vengarse.

Llegó al despacho muy tranquilo, sin que nadie le siguiera, y dio su nombre. Enseguida fue recibido por el mayor Beck, oficial de Infantería de Marina, que era el jefe de los Servicios Secretos en Norteamérica. No se habían visto nunca, y Beck le miró con gran curiosidad, ya que el doctor Maturin gozaba de una excelente reputación en el departamento por ser uno de los pocos miembros que trabajaba voluntariamente y que a la vez era eficiente. Aunque Maturin era mitad irlandés y mitad catalán y, por ese motivo, era un experto conocedor de los asuntos catalanes, Beck sabía que recientemente había logrado diezmar los Servicios Secretos franceses haciendo llegar a París, a través de los incautos norteamericanos, cierta información falsa que era comprometedora. Puesto que ese era un asunto que le concernía Beck fue informado oficialmente de él, pero también había oído relatos no oficiales de otras acciones también notables que Maturin había realizado en España y Francia, e inexplicablemente Beck se sintió decepcionado al verle. Ese hombre que ahora se sentaba al otro lado del escritorio y trataba de desatar un paquete envuelto en un trozo de lienzo era flaco, iba mal vestido y tenía un aspecto corriente, y Beck, sin razón alguna, esperaba que tuviera figura de héroe, y, naturalmente, no esperaba que usara gafas con cristales azules para protegerse del sol.

Lo que Stephen pensaba de él también era poco halagador. Había observado que Beck era un hombre deforme, de gesto adusto, ojos saltones y llorosos, pelo canoso y ralo, sin barbilla, con la nuez de Adán prominente. Por el tamaño de su frente parecía inteligente, pero por su aspecto no parecía capacitado para nada. «Tal vez todos nosotros seamos muy raros», pensó Stephen mientras recordaba a otros colegas suyos.

Hablaron de la victoria durante un rato. Beck lo hizo con tanto entusiasmo que su rostro macilento tomó color y Stephen repitió que no había tenido una participación notable en la batalla, ya que estuvo bajo la cubierta desde el primer cañonazo hasta el último, y aseguró que no sabía cómo se había desarrollado ni cuántos desertores británicos formaban parte de la tripulación del barco norteamericano ni qué métodos se emplearon para inducirles a ello. Al final Beck parecía decepcionado.

—Recibí su aviso de que los franceses estaban en Boston —dijo Stephen, esforzándose por deshacer un nudo—. Se lo agradezco, pues cuando me encontré con ellos ya estaba preparado.

—Espero que no haya tenido ningún disgusto. Dicen que Durand es un hombre decidido y sin escrúpulos.

—Pontet-Canet era peor. Era muy desagradable y me causó muchas molestias durante cierto tiempo, pero yo tiré de las brazas y logré que se detuviera.

El doctor Maturin se sentía orgulloso de saber expresiones de la jerga marinera. A veces las usaba correctamente, pero tanto si acertaba como si se equivocaba, siempre las decía con cierto énfasis para expresar su satisfacción, tal como otras personas lo harían al decir una cita en griego o latín en el momento oportuno.

—Luego le hice virar en redondo —prosiguió—. ¿Tiene un cuchillo? Verdaderamente, no vale la pena conservar intacta esta cuerda.

—¿Cómo lo consiguió, señor? —inquirió Beck mientras le daba una tijera.

—Le corté la cabeza —respondió Maturin, tratando de cortar la cuerda.

El mayor Beck estaba acostumbrado a ver sangre y muerte tanto en la guerra como en la lucha clandestina, pero sintió un escalofrío al oír el tono indiferente de su visitante, que se había quitado las gafas y le miraba fijamente con sus inexpresivos ojos claros, lo único que llamaba la atención en él.

—Seguro que usted sabe la posición que ocupa Harry Johnson en los Servicios Secretos norteamericanos, ¿verdad, señor? —preguntó Stephen, desenvolviendo por fin los documentos.

—¡Oh, sí, desde luego!

No era posible que Beck desconociera las actividades de su principal oponente en Canadá, pues desde que empezó a desempeñar su cargo había tenido que luchar contra la red de espionaje amplia y bien organizada creada por Johnson.

—Muy bien. Estos documentos los cogí de su escritorio y de su caja fuerte en Boston. Los franceses los consultaban, pero yo puse fin a sus maquinaciones.

Puso los documentos uno a uno sobre el escritorio del mayor. Entre ellos había una lista de los espías norteamericanos en Canadá y las Antillas y algunos comentarios sobre ellos; cartas dirigidas al Secretario de Estado donde Johnson hablaba con todo detalle de las relaciones entre los Servicios Secretos franceses y los norteamericanos en el pasado y en la actualidad; algunas hojas con claves para usar en distintas ocasiones y con comentarios sobre el carácter, la formación y las intenciones de sus colegas franceses; proyectos para el futuro; una valoración de la situación de los británicos en los Grandes Lagos…

Cuando Stephen colocó el último documento sobre el escritorio del mayor, ya había alcanzado la talla de héroe, había llegado más allá de lo que se esperaba. El mayor Beck le miró por encima del montón de papeles con profundo respeto, como si le venerara.

—Es una información amplísima, la más amplia que alguien haya podido recopilar jamás. ¡Les hemos quitado todo, Dios mío! Esta lista sola bastará para mantener ocupado durante semanas a un pelotón de ejecución. Tengo que reflexionar sobre todas esas cosas. Estos documentos me acompañarán en el lecho durante muchas noches.

—Estos documentos no, señor, con su permiso. Deben estar en poder de sir Joseph y su equipo de criptógrafos.

Cuando mencionó a sir Joseph, el mayor hizo una reverencia con la cabeza.

—Propongo enviar la mayor parte de ellos a Londres en el primer barco que pueda llevarlos. Se pueden hacer copias, por supuesto, aunque eso plantea algunos problemas también, como usted bien sabe. Pero antes de hablar de las copias o de cualquier otra cosa, quisiera hacer una sugerencia y una petición. ¿Ha oído hablar de la señora Villiers?

—¿Diana Villiers, la amante de Johnson, esa inglesa que renegó de su patria?

—No, señor —respondió Stephen, mirándole fijamente y sin pestañear—. No, señor. La señora Villiers no era la amante de Johnson, simplemente aceptó su protección en un país extranjero. Tampoco ha renegado de su patria. No sólo se enfrentó a él enérgicamente cuando intentó que ella tomara parte en la guerra contra su propio país, sino que fue ella quien hizo posible que yo consiguiera estos documentos. Lamentaría mucho que la juzgaran equivocadamente.

—Sí, señor —dijo Beck después de unos momentos de vacilación—. No es mi intención faltarle al respeto a esa dama, señor, pero si no me equivoco, se hizo ciudadana norteamericana.

—Fue un acto irreflexivo. Pensaba que cumplía una simple formalidad y que eso no afectaría en absoluto la lealtad a su país. Le dijeron que ese era un aspecto que facilitaría el divorcio del señor Johnson.

Advirtió que el mayor le miraba con benevolencia e incluso simpatía y frunció el entrecejo. Luego, en un tono más calmado, prosiguió:

—Sin embargo, ella es nominalmente una extranjera enemiga, y respecto a eso quisiera decirle que, en mi opinión, se le debería dar la apropiada certificación, como a cualquier ciudadano de nuestro país. Por otra parte, quiero destacar que ella desconoce mi relación con el departamento. La he traído conmigo, y salvo que hubiera motivos de otro tipo, no sería correcto molestarla ni causarle ningún disgusto.

—Ahora mismo se lo daré, señor —dijo el mayor Beck mientras tocaba una campanilla—. Me alegra que me lo haya dicho, pues seguramente Archbold habría empezado a seguirla antes del anochecer. Ha habido muchas mujeres… pero la dama en cuestión es de una categoría muy diferente.

En ese momento entró el ayudante del mayor Beck. Era casi tan feo como el mayor y tenía un aspecto más desagradable y menos inteligente que él.

—Señor Archbold, una certificación X a nombre de la señora Villiers, por favor —dijo el mayor.

Enseguida fue preparado el documento, y Beck le puso un sello oficial, lo firmó y se lo entregó a Stephen mientras decía:

—Pero permítame advertirle, señor, que este documento sólo es válido en mi zona. Si la dama tuviera que regresar a Inglaterra, posiblemente tendría muchas dificultades.

Stephen podría haber añadido que pensaba evitar esas dificultades casándose con Diana, pues así ella recuperaría la ciudadanía británica, pero prefirió reservarse sus pensamientos. Además, estaba muy, muy cansado por el gran esfuerzo que había hecho al escapar y por haber realizado su trabajo como cirujano en ambas fragatas casi ininterrumpidamente desde el comienzo de la batalla. Así pues, no dijo nada, y después de un corto silencio, Beck prosiguió:

—Me parece que usted quería hacer una petición, ¿no es cierto?

—Sí. Quisiera pedirle que autorice al pagador a aceptar una letra librada contra un banco de Londres. Necesito dinero urgentemente.

—Si necesita dinero, doctor Maturin, le ruego que no se preocupe por el siete y medio por ciento del pagador ni por todo ese papeleo. Tengo fondos a mi disposición y con ellos puedo solucionar cualquier problema de ese tipo inmediatamente. Están destinados a conseguir información, y uno solo de estos documentos sería suficiente para justificar que yo…

—Es usted muy amable, señor —dijo Stephen—, pero debo decirle que desde que empecé a colaborar con el departamento, nunca he aceptado ni siquiera medio penique de Brummagem
[1]
por nada de lo que he hecho o he conseguido. Bastará con que le escriba una nota al pagador, si no tiene inconveniente. También quisiera que dos de sus hombres que sean muy fuertes y discretos me acompañaran, pues la frontera no está muy lejos y hasta que usted no acabe con los agentes citados en la lista de Johnson no debería andar solo por Halifax.

Precedido por un hombre discreto de seis pies de alto, seguido de otro y acompañado por un tercero, Stephen fue hasta la oficina del pagador, hizo la transacción, salió con un pequeño bulto en el bolsillo y se quedó pensando unos momentos. Luego, seguido de su acompañante, avanzó por la calle con paso vacilante y se detuvo en la esquina.

—Estoy perdido —dijo.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntó su guardián.

—Estoy perdido. No recuerdo dónde me hospedo.

La calle estaba casi vacía, porque todos los que habían tenido la oportunidad de ir al puerto a ver la
Shannon
y la
Chesapeake
se habían marchado. En aquel lugar casi desierto, los otros dos hombres hacían lo posible por pasar desapercibidos y caminaban sin prisa a considerable distancia y a veces adoptaban una postura negligente, pero vieron la señal que su colega les hizo con la cabeza y se reunieron con él en la esquina.

—El caballero se ha perdido —dijo—. No sabe dónde se hospeda.

Todos miraron a Stephen.

—¿Ha olvidado el nombre de su hotel? —inquirió uno.

—¿Ha olvidado el nombre de su hotel, señor? —preguntó el primero, que se había inclinado hacia Stephen para poder hablarle al oído.

Stephen, intentando sobreponerse al cansancio, se esforzó por recordar mientras se pasaba la mano por la mandíbula cubierta por la incipiente barba.

—Probablemente se hospeda en el hotel Bailey —dijo otro—. Ahí es donde se alojan la mayoría de los médicos.

—¿Es el Bailey, señor? —inquirió el primero, inclinado hacia él otra vez.

—¿Es el White? ¿El Brown? ¿El Goat and Compasses? —preguntaron los demás, pero no dirigiéndose al doctor Maturin sino a sus compañeros.

—¡Ya sé! —exclamó Stephen—. ¡Ya tengo la solución! Por favor, llévenme al lugar donde se recibe la correspondencia de los oficiales.

—Entonces tenemos que darnos prisa —dijo el primero—. Incluso tenemos que correr, señor, porque si no lo encontraremos cerrado.

Unos minutos más tarde, después de recorrer unos cientos de yardas de distancia, el mismo hombre, jadeando, dijo:

—¡Ahí tiene! Me lo temía. Ya las persianas están bajas.

Ya las persianas estaban bajas, pero la puerta estaba entreabierta. Y aunque la puerta hubiera estado cerrada, se habría podido oír en toda la calle la potente voz de marino del capitán Aubrey diciendo: «¿Qué diablos quiere decir con "después de hora", holgazán? ¡Por Dios que…!».

Stephen abrió la puerta, y la voz aumentó de volumen. Entonces vio que Jack tenía agarrado al joven por la chorrera de la camisa y que le sacudía y le llamaba «maldito bastardo».

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