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Authors: Jan Guillou

El Caballero Templario (2 page)

BOOK: El Caballero Templario
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El hombre vestido de blanco con la abominable cruz roja se enfrentaba ahora a la siguiente pareja de enemigos en un pasaje tan estrecho por el que apenas cabían tres caballos caminando en paralelo. Había sacado la espada y primero parecía como si pensase atacar directamente desde el frente, lo que habría sido menos astuto al llevar arma sólo a un lado. Pero de repente su hermoso caballo, un alazán en sus mejores años, giró en seco y coceó hacia uno de los bandoleros, que fue golpeado y salió disparado por los aires.

El otro bandolero vio en ese momento una buena posibilidad, puesto que el enemigo se enfrentaba a él del revés, casi hacia atrás, con su espada en la mano equivocada y fuera de alcance. Lo que no captó fue cómo el templario dejó caer su escudo pasando su espada a la mano izquierda. De modo que, cuando el bandolero se echó hacia adelante en su silla para golpear con su sable, dejó a la vista todo su cuello y cabeza para el golpe que ahora le asestaban desde el lado equivocado.

—Si la cabeza puede conservar un pensamiento en el preciso momento de la muerte, aunque sea tan sólo por un instante, ésa era una cabeza sorprendida la que caía al suelo —dijo Fahkr, atónito. También él había sido cautivado por el espectáculo y deseaba ver más.

Los dos últimos bandoleros habían aprovechado la pérdida de velocidad que sufría el templario de blanco al matar al segundo bandolero. Habían dado media vuelta con sus caballos y huían ahora por el wadi.

En ese momento se acercó el sargento vestido de negro al impío perro que había caído al suelo golpeado por el caballo del templario. El sargento desmontó, tomó tranquilamente con una mano la rienda del caballo del bandolero mientras que con la otra atravesaba con la espada la garganta del bandolero atolondrado, tambaleante y probablemente también magullado, justo por donde acababa la cota de malla de cuero cubierta de escamas de acero. Pero luego no hizo ningún gesto de seguir a su señor, que ahora había tomado una buena velocidad en la persecución de los dos últimos bandoleros que huían. En lugar de eso, ató las riendas a las patas delanteras del caballo que acababa de capturar y empezó a seguir con cuidado a los otros caballos sueltos mientras les hablaba con voz tranquilizadora. Era como si no se preocupase lo más mínimo por su señor, a quien debería haber seguido de cerca y a un lado como protección, sino más por agrupar los caballos del enemigo. Era una visión muy curiosa.

—Eso —dijo el emir Moussa y señaló al templario vestido de blanco que al fondo del wadi desaparecía de la vista de los tres fieles—, eso que ves, señor, es Al Ghouti.

—¿Al Ghouti? —preguntó Yussuf—, Pronuncias su nombre como si debiera conocerlo, pero no lo conozco. ¿Quién es Al Ghouti?

—Al Ghouti es uno de los que deberías conocer, señor —contestó el emir Moussa, taciturno—. Es quien Dios nos ha enviado por nuestros pecados, quien de entre los demonios de la cruz roja cabalga a veces con los turcos polos y a veces con la caballería pesada. Ahora monta, como puedes observar, un caballo árabe a modo de turco polo, pero aun así con lanza y espada, como si montase uno de esos caballos lentos y pesados de los francos. Además, es el emir de los templarios en Gaza.

—Al Ghouti, Al Ghouti —murmuró Yussuf, pensativo—. Quiero conocerlo. ¡Esperaremos aquí!

Los otros dos lo miraron aterrorizados pero comprendieron de inmediato que estaba muy decidido, por lo que no merecía la pena decir nada por muy sensatas que fueran sus protestas.

Mientras los tres jinetes sarracenos esperaban en lo alto de la cuesta del wadi pudieron ver cómo el sargento del templario, al parecer completamente despreocupado como si de cualquier faena cotidiana se tratase, reunió los caballos de los cuatro muertos y los ató. Empezó a cargar y tirar de los cadáveres de los bandoleros y, con mucho esfuerzo, aunque parecía ser un hombre muy forzudo, colocaba y ataba a cada uno de los muertos sobre su propio caballo.

Del templario y de los dos bandoleros restantes, que antes habían sido perseguidores pero ahora eran perseguidos, no se veía ni rastro.

—Inteligente —murmuró Fahkr, casi como para sí mismo—; es una sabia decisión. Ata a cada hombre a su propio caballo para mantenerlos tranquilos a pesar de toda la sangre. Es evidente que piensa que se llevarán los caballos.

—Sí, realmente son unos animales muy buenos —asintió Yussuf—. Lo que no logro comprender es cómo ese tipo de criminales pueden tener caballos propios de un rey. Sus caballos eran capaces de mantener el mismo ritmo que los nuestros.

—Peor todavía. Al final se estaban acercando —intervino el emir Moussa, que nunca dudaba en hacer saber su verdadera opinión a su señor—. ¿Pero no hemos visto ya lo que queríamos ver? ¿No sería más sensato alejarnos en la oscuridad antes de que vuelva Al Ghouti?

—¿Estás seguro de que volverá? —preguntó Yussuf, jocoso.

—Sí, señor, volverá —contestó el emir Moussa, malhumorado—. Estoy tan seguro de ello como ese sargento de ahí abajo, que ni siquiera se molestó en seguir a su señor para ayudarlo contra tan sólo dos enemigos. ¿No viste cómo Al Ghouti envainaba la espada, sacaba el arco y lo tensaba justo antes de desaparecer tras la esquina?

—¿Utilizaba un arco? ¿Un templario? —preguntó Yussuf, y alzó sorprendido sus finas cejas.

—Eso es, señor —respondió el emir Moussa, condescendiente—. Él es, como ya dije, un turco polo, a veces monta ligero y dispara desde la silla como un turco, pero con un arco más grande. Demasiados fieles han muerto por sus flechas. Insisto, señor, en mi osadía de proponer…

—¡No! —lo interrumpió Yussuf—, Esperaremos aquí. Quiero conocerlo. Ahora mismo estamos en tregua con los templarios y quiero darle las gracias. ¡Le debo mi gratitud y no puedo tan siquiera pensar en permanecer en deuda con un templario!

Los otros dos comprendieron que de nada valía intentar discutir más el asunto. Pero se sentían incómodos y su conversación murió.

Permanecieron así, inclinados con una de las manos apoyada en el borde delantero de la silla de montar, observando al sargento, que ya había terminado con los cadáveres y los caballos. Había empezado a recoger las armas y los dos mantos que él y su señor habían dejado caer justo antes de atacar. Después de un rato volvió con la cabeza cortada en una mano y por un instante pareció como si meditase sobre cómo lo haría para incluirla en el equipaje. Finalmente tomó la chilaba de uno de los muertos, envolvió la cabeza haciendo un paquete y la colgó de la perilla de la silla, junto al cadáver que carecía de cabeza.

El sargento terminó con todas sus tareas y comprobó que todos los paquetes estuviesen asegurados, montó su caballo y empezó luego a arrastrar lentamente su caravana de caballos enlazados pasando por delante de los tres sarracenos.

Yussuf saludó al sargento con cortesía en el idioma franco y con un amplio movimiento del brazo. El sargento devolvió inseguro la sonrisa, pero no pudieron oír lo que les contestó.

Empezaba a oscurecer, el sol se había hundido tras las altas montañas del este y el mar salado del horizonte ya no resplandecía en azul. Era como si los caballos sintiesen la impaciencia de sus señores, tiraban con las cabezas y, de vez en cuando, resoplaban como si también quisiesen alejarse antes de que fuese demasiado tarde.

Entonces vieron al templario vestido de blanco acercarse por el wadi. Llevaba dos caballos de remolque con dos cadáveres colgando sobre las sillas. Cabalgaba sin prisa aparente, cabizbajo, como si estuviese rezando, aunque probablemente tan sólo estuviese observando el suelo pedregoso y accidentado para elegir el buen camino. Era como si no hubiese visto a los tres jinetes que lo esperaban, a pesar de que, desde su dirección, debían de verse en forma de siluetas frente a la parte clara del cielo del atardecer.

Al acercarse a ellos alzó la cabeza y detuvo su caballo sin pronunciar palabra.

Yussuf se sintió completamente desorientado, era como si se hubiese quedado mudo al descubrir que lo que ahora veía nada tenía que ver con lo que había visto tan sólo un rato antes. Ese hombre del diablo, a quien llamaban Al Ghouti, irradiaba paz. Se había quitado el yelmo que ahora colgaba del hombro en una cadena y su pelo corto y claro y la barba descuidada del mismo color ciertamente mostraban el semblante de un demonio con unos ojos tan azules como era de esperar. Pero allí había un hombre que acababa de matar a tres o cuatro hombres; Yussuf, en su excitación, no sabía con exactitud, aunque solía recordar todo cuanto veía en una lucha. Y Yussuf había visto a muchos hombres en los momentos tras una victoria, en los momentos de haber matado y vencido, pero nunca había visto a nadie que en esos momentos pareciese que volvía de trabajar, como si viniese de cosechar grano del campo o caña de azúcar en los pantanos, lleno de esa conciencia tranquila que tan sólo el trabajo honrado puede proporcionar. Esos ojos azules no eran en absoluto los ojos de un demonio.

—Nosotros esperarte… nosotros querer decir gracias a ti —dijo Yussuf en una especie de franco que esperaba que el otro pudiese comprender.

El hombre que en el idioma de los fieles era llamado Al Ghouti miró inquisitivamente a Yussuf, mientras una sonrisa le iba iluminando la cara, como si hubiese rastreado en su memoria y hubiese encontrado lo que buscaba, lo que hizo que el emir Moussa y Fahkr, aunque no Yussuf, bajasen casi de modo inconsciente las manos hasta las armas al lado de la silla de montar. El templario vio con toda claridad esas manos, que ahora parecían pensar por sí mismas, acercándose a los sables. Luego alzó la mirada hacia los tres de la pendiente, miró a Yussuf directamente a los ojos y contestó en el propio idioma de Dios:

—En nombre de Dios el Misericordioso, en estos momentos no somos enemigos y no busco luchar con vosotros. Reflexionad sobre estas palabras de vuestro propio escrito, las palabras que el Profeta, la paz lo acompañe, pronunció: «No toméis la vida de otra persona —Dios la ha declarado sagrada— más que por propósitos justificados.» Vosotros y yo no tenemos propósitos justificados, pues ahora hay tregua entre nosotros.

La sonrisa del templario era ahora todavía más ancha, como si quisiese hacerles reír; era completamente consciente de la impresión que debió de causarles a los tres enemigos al hablarles en el idioma sagrado del Corán. Pero Yussuf, que ahora comprendía que debía pensar de prisa y tomar las riendas de la situación, respondió al templario tras dudar tan sólo unos instantes:

—Los caminos de Dios, el Todopoderoso, son en efecto inescrutables —y ante esto el templario hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como si las palabras le fuesen bien conocidas—, y sólo Él puede saber por qué nos envió a un enemigo para nuestra salvación. Pero te debo a ti, caballero de la cruz roja, las gracias y quiero darte a ti de aquello que esos malditos que nos querían atacar nada obtuvieron. ¡Aquí donde ahora estoy te dejo cien dinares de oro y te pertenecen justamente por lo que has realizado ante nuestros ojos!

Yussuf pensó que acababa de hablar como un rey, como un rey muy generoso, tal como debían ser los reyes. Pero para su molestia, y todavía más la de su hermano y del emir Moussa, el templario primero respondió con sólo una carcajada, que era del todo sincera y sin burla.

—En el nombre de Dios, el Misericordioso, me hablas con bondad e ignorancia —contestó el templario—. No puedo aceptar nada que me entregues. Lo que hice aquí era lo que debía hacer, tanto si estabas como si no hubieses estado aquí. Y no tengo pertenencia alguna ni tampoco las puedo aceptar, eso por un lado. Otra cosa sería que, pasando por alto mi voto, entregues tus cien dinares a los templarios. Y permíteme que te diga, mi desconocido amigo o enemigo, que creo que tendrías una difícil tarea intentando explicar tal donación ante tu profeta.

Y con esas palabras, el templario recogió las riendas, miró atrás hacia los dos caballos y los cadáveres que llevaba de remolque y hundió las piernas en su caballo árabe, a la vez que alzaba la mano derecha con el puño cerrado a modo del saludo de los depravados templarios. Parecía encontrar la escena bastante graciosa.

—¡Espera! —exclamó Yussuf tan rápido que su palabra surgió antes que su pensamiento—. ¡Pues entonces os invito a ti y a tu sargento a compartir nuestra cena!

El templario detuvo el caballo y miró a Yussuf con la expresión de tener que pensarlo.

—Acepto tu invitación, mi desconocido amigo o enemigo —dijo el templario despacio—, pero sólo con la condición de que tengo tu palabra de que ninguno de los tres tenéis la intención de alzar un arma en contra de mí ni de mi sargento mientras que estemos juntos.

—Tienes mi palabra ante el Dios verdadero y su profeta —replicó Yussuf, presto—. ¿Tengo yo la tuya?

—Sí, tienes mi palabra ante el Dios verdadero, Su Hijo y la Santa Virgen —respondió el templario igual de rápido—. Si cabalgáis dos dedos hacia el sur del punto donde se puso el sol hallaréis un riachuelo. Seguidlo en dirección noroeste y llegaréis a unos árboles bajos donde hay agua. Pasad allí la noche. Nosotros estaremos más hacia el oeste, en dirección hacia las montañas, al lado de la misma agua que os baja a vosotros. Pero no ensuciaremos el agua. Pronto será de noche y vosotros debéis orar y nosotros también. Pero cuando luego nos acerquemos hacia vosotros por la oscuridad lo haremos de forma que lo oigáis y no de modo silencioso, como quien va con malas intenciones.

El templario hundió las espuelas en su caballo, saludó de nuevo a modo de despedida, puso en marcha su pequeña caravana y desapareció cabalgando por el atardecer sin mirar hacia atrás.

Los tres fieles permanecieron observándolo durante un buen rato sin que nadie se moviese ni dijese nada. Los caballos resoplaban impacientes pero Yussuf se hallaba sumergido en sus pensamientos.

—Eres mi hermano y nada de lo que hagas o digas debería sorprenderme después de todos estos años —dijo Fahkr—. Pero lo que acabas de hacer me ha sorprendido más que nada en el mundo. ¡Un templario! ¡Y de todos los templarios, precisamente al que llaman Al Ghouti!

—Fahkr, mi amado hermano —repuso Yussuf mientras giraba el caballo con un ligero movimiento dirigiéndolo hacia el camino que le había indicado el enemigo—, hay que conocer al enemigo, hemos hablado mucho acerca de eso, ¿no es cierto? ¿Y a quién de los enemigos debemos conocer sino al más terrible de ellos? Dios nos ha dado una ocasión sin igual, no rechacemos ese regalo.

—¿Pero podemos confiar en la palabra de un hombre como ése? —objetó Fahkr, tras cabalgar un rato en silencio.

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