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Authors: Jan Guillou

El Caballero Templario (5 page)

BOOK: El Caballero Templario
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—¿Y si uno no vence al enemigo? —preguntó Yussuf con una voz melosa que sus allegados no reconocían como su tono habitual.

—Entonces uno muere, al menos en el caso de Armand y el mío —respondió el templario. Y en el último día nos medirán y nos pesarán y a donde tú vayas después, no lo quiero decir aunque sepa lo que tú crees acerca de eso. Pero si yo muero aquí, en Palestina, mi lugar será el paraíso.

—¿Realmente crees eso? —prosiguió Yussuf con su voz inusual y suave.

—Sí, lo creo —contestó el templario.

—Dime entonces algo, ¿de veras está esa promesa en tu Biblia?

—No, no exactamente así, no lo dice con esas palabras.

—¿Pero de todos modos estás tan seguro?

—Sí, el Santo Padre de Roma ha prometido…

—¡Pero si es sólo un hombre! ¿Qué hombre puede prometerte un sitio en el paraíso, templario?

—¡Pero también Mahoma era sólo un hombre! Y tú crees en sus promesas, disculpa, paz sobre su nombre.

—Mahoma, la paz lo acompañe, era el mensajero de Dios y Dios dijo: «Pero el mensajero y quienes lo sigan en la fe y persigan la voluntad de Dios con sus pertenencias y su vida como aportación serán premiados con lo bueno de esta vida y de la próxima y todo les irá bien.» Eso son palabras claras, ¿no? Y sigue…

—¡Sí! En el verso siguiente del noveno sura —interrumpió el templario con brusquedad—, «Dios les tiene preparados el edén, regado por ríos, donde permanecerán por toda la eternidad. ¡Ésta es la gran, la brillante victoria!» Bien, ¿no deberíamos entonces comprendernos los unos a los otros? Nada de esto te es desconocido, Yussuf. Y además, la diferencia entre tú y yo es que yo no tengo propiedades, me he entregado a Dios y cuando él decida moriré por Su causa. Tu propia fe no contradice lo que yo digo.

—Tu conocimiento de las palabras de Dios es realmente grande, templario —constató Yussuf pero sintiéndose a la vez satisfecho por haber cazado a su contrincante en una trampa y sus allegados podían notárselo.

—Sí, tal como he dicho, hay que conocer al enemigo —dijo el templario, por primera vez algo inseguro, como si también él comprendiese que Yussuf lo había arrinconado.

—Pero si hablas así no eres mi enemigo —contestó Yussuf—. Citas el Sagrado Corán, que son palabras de Dios. Lo que dices es por tanto válido para mí, pero todavía no para ti. Para los fieles todo esto está más claro que el agua, ¿pero qué es para ti? Desde luego, no sé tanto acerca de Jesús como tú sabes del Profeta, la paz lo acompañe. ¿Pero qué decía Jesús acerca de la guerra santa? ¿Dijo Jesús una sola palabra acerca de que irías al paraíso si me matabas?

—No discutamos eso ahora —repuso el templario con un gesto arrogante, como si de repente todo fueran pequeñeces, aunque todos podían ver su inseguridad—. Nuestra fe no es la misma, aunque en mucho se parezca. Sin embargo, tenemos que vivir en el mismo país, en el peor de los casos, luchar contra el otro, y en el mejor de los casos llegar a acuerdos y hacer negocios. Hablemos ahora de otras cosas. Ése es mi deseo como huésped vuestro.

Todos habían comprendido que Yussuf había arrinconado a su contrincante en una situación en la que no tenía defensa; obviamente, Jesús nunca dijo nada acerca de que fuese del agrado de Dios andar por ahí matando a sarracenos. Pero en su peor situación el templario había logrado escabullirse recurriendo a las propias normas no escritas de los fieles acerca de la hospitalidad. Y en ese caso debía hacerse lo que deseaba, pues era el huésped.

—Ciertamente, sabes mucho acerca de tu enemigo, templario —admitió Yussuf con el tono de voz y la cara de estar muy animado por haber ganado la discusión.

—Tal como coincidíamos, debes conocer al enemigo —contestó en voz baja el templario, manteniendo la mirada gacha.

Permanecieron callados un rato observando sus tazas de moca, pues parecía difícil iniciar una conversación de forma espontánea tras la victoria de Yussuf. Pero entonces se rompió el silencio al oírse de nuevo las bestias. Esta vez todos sabían que eran animales y no seres diabólicos, y pareció como si atacasen a alguien o algo y luego, tras oír aullidos de dolor y muerte, como si huyesen.

—La espada de Armand es afilada, tal como dije —murmuró el templario.

—¿Por qué en el nombre del Señor cargáis con los cadáveres? —preguntó Fahkr, que había tenido el mismo pensamiento que sus hermanos de fe.

—Por supuesto habría sido mejor llevárnoslos vivos. No habrían olido tan mal de camino a casa y podrían haber cabalgado sin causar tanto problema. Pero mañana será un día caluroso, debemos iniciar nuestro viaje temprano para llevarlos a Jerusalén antes de que empiecen a apestar demasiado —contestó el templario.

—Pero si los hubieseis tomado presos, si hubieseis logrado llevarlos vivos a Al Quds, ¿qué les habría pasado entonces? —insistió Fahkr.

—Los habríamos entregado a nuestro emir de Jerusalén, que es uno de los más altos en rango de nuestra orden. Él los habría entregado al poder mundanal, luego se les habría desnudado de todo excepto lo que cubre sus vergüenzas y se les habría ahorcado en el muro de la roca —contestó el templario como si todo eso fuese evidente.

—Pero si ya los habéis matado, ¿por qué no desnudarlos aquí y dejarlos al destino que se merecen? ¿Por qué incluso defender sus cadáveres frente a las bestias salvajes? —prosiguió Fahkr como si no quisiese rendirse o fuese incapaz de comprenderlo.

—Los ahorcaremos allí de todos modos —contestó el templario—. Todo el mundo debe saber que quien desvalija a peregrinos acabará ahí colgado. Es una promesa sagrada de nuestra orden y, mientras Dios nos ayude, debe cumplirse siempre.

—¿Qué hacéis con las armas y las ropas? —preguntó el emir Moussa con un tono de voz que indicaba que quería bajar la conversación a un nivel más comprensible—. Llevarían cosas de gran valor, ¿verdad?

—Sí, pero todo robado —contestó el templario, habiendo recuperado algo de su antigua seguridad en sí mismo—. Es decir, no las armas ni las armaduras, de eso no sacamos ningún provecho. Pero allí arriba, donde Armand y yo tenemos nuestro campamento, estaba su escondite de valijas en una cueva. Mañana llevaremos caballos muy cargados en nuestro camino hacia casa, recordad que esas bestias llevaban más de medio año saqueando por esta zona.

—Pero si no podéis tener ninguna propiedad —replicó Yussuf suavemente con las cejas arqueadas en gesto entretenido como si pensase que de nuevo había vencido una batalla mental contra un hombre que podría aplastarlo contra el suelo como a un niño si se enfrentaban con armas.

—Sí, es cierto que no puedo poseer nada —exclamó el templario, sorprendido—, Y si creéis que vaciamos el escondite de valijas por nuestro propio bien, estáis del todo confundidos. Expondremos todos los objetos robados delante de la iglesia de la Tumba Sagrada el próximo domingo, y si las víctimas de los robos logran encontrar sus bienes, les serán devueltos.

—¿Pero la mayoría de las víctimas de los robos estarán muertas? —objetó Yussuf tranquilamente.

—Puede que queden herederos vivos, pero aquello que nadie reclame recaerá en nuestra orden —respondió el templario.

—Es una explicación muy interesante de lo que he oído decir acerca de que os consideráis demasiado buenos como para saquear en el campo de batalla —dijo Yussuf con una sonrisa como si creyese que había ganado otro intercambio de palabras.

—No, no saqueamos en el campo de batalla —respondió el templario con frialdad—. No suele haber problemas con eso, muchos otros silo hacen. Tras haber tomado parte en una victoria nos dirigimos de inmediato a Dios. Si quieres oír lo que tu propio Corán dice acerca de saqueos en el campo de batalla…

—¡Gracias pero no! —interrumpió Yussuf, alzando la mano a modo de advertencia—. Mejor no volvamos a un tema de conversación en el que pueda parecer que tú, infiel, sabes más que nosotros acerca de las palabras del Profeta, la paz lo acompañe. Déjame sin embargo que te haga una pregunta muy sincera.

—Sí. Hazme una pregunta sincera y recibirá la respuesta que se merece —respondió el templario alzando ambas manos para mostrar al modo de los fieles que estaba conforme en cambiar de tema de conversación.

—Dijiste que la tregua entre vosotros y nosotros terminará pronto. ¿Te refieres al Bríncipe Arnat?

—Tú sabes mucho, Yussuf. Bríncipe Arnat, al que nosotros llamamos Reynald de Châtillon, que por cierto no es ningún «príncipe», sino un hombre muy malvado, y por desgracia aliado de los templarios, ha empezado a saquear otra vez. Yo lo sé y lo lamento y me gustaría no ser su aliado pero cumplo órdenes. Pero no, él no es el gran problema.

—Entonces es algo que tiene que ver con ese
príncipe
nuevo que vino del país de los francos con un gran ejército. Cómo era que se llamaba, ¿Filus algo?

—No —sonrió el templario—. Con seguridad será
filus
, hijo de alguien. Se llama Felipe de Flandes, es duque y sí, vino con un gran ejército. Pero ahora debo advertirte acerca de la continuación de esta conversación.

—¿Por qué? —preguntó Yussuf, intentando parecer indiferente—. Tengo tu palabra. ¿Alguna vez has roto tu juramento?

—Hay algo que he jurado y que todavía no he podido realizar, pasarán diez años antes de que pueda hacerlo, si Dios quiere. Pero nunca he roto mi palabra y nunca, Dios me asista, sucederá.

—Bueno, pues ya está. ¿Y por qué iba nuestra tregua a romperse porque llegue un Filus de algún Filiantes? Esas cosas pasan siempre, ¿no?

El templario sostuvo durante largo rato la mirada de Yussuf, y Yussuf no la evitó. La cosa se alargaba, ninguno quería ceder.

—Querías mantener en secreto quién eres —dijo al final el templario sin soltar la mirada de Yussuf—. Pero pocas personas pueden saber tanto acerca de lo que pasa en la guerra, y mucho menos un hombre que dice ser comerciante de camino a El Cairo. Si dices más de lo que has hecho hasta ahora ya no podré seguir fingiendo que no sé quién eres, un hombre que tiene espías, un hombre que sabe. No hay muchos hombres así.

—Recuerda que tú también tienes mi palabra, templario.

—De todos los infieles, probablemente sea tu palabra de la que casi todos nosotros nos fiaríamos más.

—Me honran tus palabras. ¿Por qué se romperá nuestra tregua?

—Pide a tus hombres que nos dejen a solas si quieres continuar con esta conversación, Yussuf.

Yussuf pensó un rato mientras, reflexivo, se mesaba la barba. Si era verdad que el templario había comprendido con quién estaba hablando, ¿pretendía entonces facilitar las cosas para matarlo, y a la vez faltar a su palabra? No, eso no parecía probable. Tal como había actuado ese hombre al matar al principio del atardecer no tenía por qué facilitar las cosas para una traición, pues habría desenfundado su espada haría rato.

Sin embargo, era difícil comprender que fuese a ganar algo si se cumplía su exigencia, que resultaba a la vez disparatada e insignificante. Al final, la curiosidad de Yussuf venció a su prudencia.

—Dejadnos —ordenó, escueto—. Id a dormir un poco más allá, podéis recoger esto mañana, recordad que estamos de acampada con normas aplicables en campo.

Fahkr y el emir Moussa dudaron, empezaron a levantarse y miraron a Yussuf, pero la mirada severa de éste los hizo obedecer. Se inclinaron ante el templario y se retiraron. Yussuf esperó en silencio hasta que su hermano y su mejor guardia estuvieron lo bastante lejos y se los oyó trajinar preparando sus lechos.

—No creo que mi hermano y Moussa concilien el sueño con facilidad —dijo Yussuf.

—No —repuso el templario—. Pero tampoco oirán lo que decimos.

—¿Y por qué no pueden oír lo que decimos?

—Eso no importa —sonrió el templario—. Lo importante es que tú sepas que no oyen lo que dices. Así ya no tienes que vencerme con palabras y así nuestra conversación será más sincera. Eso es todo.

—Para ser un hombre que vive en convento sabes mucho acerca de la naturaleza del hombre.

—En el convento se aprende mucho de la naturaleza del hombre, más de lo que imaginarías. Ahora, a lo que es más importante. No digo nada que no estoy seguro de que ya sabes, pues otra cosa sería traición. Pero estudiemos la situación. Aquí llega, como ya sabes, otro príncipe franco más. Estará aquí por algún tiempo, tiene la bendición de todos y cada uno de los de casa para su sagrada misión al servicio de Dios y etcétera. Trae consigo un gran ejército. ¿Qué quiere hacer, entonces?

—Enriquecerse rápidamente, pues ha tenido grandes costes.

—Exacto, Yussuf, exacto. ¿Pero pretende ir en contra del mismísimo Saladino y de Damasco?

—No, entonces se arriesgaría a perderlo todo.

—Exacto, Yussuf. Nos comprendemos a la perfección y podemos hablar sin exagerada educación y formalismos, ahora que tus subordinados no nos oyen. Así que, ¿adonde se dirigirá el nuevo saqueador y su ejército?

—Hacia una ciudad medianamente fuerte y medianamente rica, pero no sé cuál.

—Exacto. Yo tampoco sé cuál será la ciudad. ¿Homs? ¿Hama? Tal vez. ¿Alepo? No, demasiado lejos y demasiado fuerte. Digamos Homs o Hama, lo evidente. ¿Qué hará entonces el rey mundano y cristiano de Jerusalén y el ejército real?

—No tienen mucha elección. Se sumarán al saqueo aunque preferirían emplear la nueva fuerza para ir a por Saladino.

—Exacto, Yussuf. Lo sabes todo, lo comprendes todo. Así que ahora ambos sabemos cuál es la situación. ¿Qué podemos hacer?

—Para empezar, tanto tú como yo mantendremos nuestra palabra.

—Por supuesto, eso está claro. ¿Pero qué más?

—Utilizamos este momento de paz entre nosotros para comprendernos mejor. Tal vez nunca más pueda hablar con un templario. Y tú tal vez nunca más puedas hablar con… un enemigo como yo.

—No, tú y yo probablemente sólo nos encontremos esta única vez en la vida.

—Un curioso capricho de Dios… pero permíteme entonces que te pregunte, templario, ¿qué necesitamos además de Dios para que los fieles os venzamos?

—Dos cosas. Lo que Saladino está haciendo ahora, unir a todos los sarracenos en nuestra contra. Eso ya está sucediendo. Pero la segunda cosa es una traición entre nosotros en el lado de Jesucristo, deslealtad o graves pecados por los que Dios nos castiga.

—¿Pero y si no hay ni deslealtad ni pecados graves?

—Entonces no vencerá jamás ninguno de nosotros, Yussuf. La diferencia entre nosotros es que vosotros los sarracenos podéis perder una batalla tras otra. Lloráis a vuestros muertos y pronto tenéis un nuevo ejército en marcha. Los cristianos sólo podemos perder una gran batalla, y tan estúpidos no somos. Si estamos en superioridad, atacamos; si estamos en inferioridad, tomamos protección en nuestras fortalezas. Así que la situación puede continuar eternamente.

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