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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (10 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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—Señor Ródenas… —comenzó diciendo Carbonell—, le presento a don Ramón Fernández-Luna, jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid. Por mediación del conde de Güell, el inspector de Seguridad ha requerido su presencia en Barcelona. Está aquí para ayudarnos a esclarecer el caso.

—Encantado de conocerle —asintió el responsable de la cárcel al tiempo que estrechaba la mano del madrileño—. Espero que entre todos podamos encontrar una solución al problema que nos atañe.

—A veces, los asuntos extremadamente impenetrables son los más sencillos de resolver —opinó Fernández-Luna, esbozando una sonrisa de medio lado—. No sé qué opinará usted, pero yo me considero una persona bastante racional, con las ideas muy claras. Me niego a admitir que ese tipo, el ruso, haya desaparecido por arte de birlibirloque. Estoy seguro de que alguien de dentro tuvo que ayudarle a escapar. No sé… tal vez un celador o alguno de los guardianes. Cualquiera pudo dejarse sobornar si la cantidad de dinero ofrecida resultaba tentadora.

—No crea que no lo he pensado —admitió el director, apoyando los antebrazos sobre la mesa. Echó hacia delante su cuerpo—. Tanto es así, que ayer mismo redacté una lista con los nombres de los funcionarios que, a mi entender, resultan sospechosos.

—¿Podría facilitárnosla?

—Por supuesto. —Abrió el primer cajón de su despacho, extrayendo el sobre cerrado que había en su interior. Se lo entregó a Carbonell—. No dispongo de pruebas, pero sé que muchos de ellos se encuentran en una situación económica bastante delicada, por lo que resulta fácil sobornarles. También los hay quienes critican la política carcelaria fuera de estos muros, sumándose a las voces de protesta de los intelectuales, anarquistas y republicanos que denuncian nuestra actitud en los mítines que se vienen celebrando desde hace años en distintos teatros de la ciudad. Lanzan sus invectivas contra el régimen penitenciario en la calle, pero aquí procuran mantenerse en el anonimato. —Resopló, indignado—. Unos cobardes, al fin y al cabo.

El mallorquín le pasó el listado a Fernández-Luna, quien a su vez lo guardó en el bolsillo de la chaqueta sin dignarse siquiera echarle un vistazo.

—Me encargaré personalmente de investigarlos a todos —le aseguró, dando por zanjado el asunto—. Pero antes quisiera inspeccionar la celda del recluso evadido… y si es posible, hablar con el vigilante que estuvo esa noche de guardia en la torre de control. Por supuesto, también me entrevistaré con el celador que descubrió la desaparición del ruso y con algunos de los presos.

—No sé qué piensa encontrar en la célula de aislamiento. Otros agentes, antes que usted, examinaron todos sus rincones sin hallar un solo indicio de fuga —argumentó el director, creyendo inútil su empeño.

—Excúseme, señor Ródenas —se adelantó a decir Fernández-Luna, haciendo ostentación de gran profesionalidad—. Lo último que pretendo es poner en entredicho la eficacia de mis compañeros. Pero si han requerido mi colaboración, lo menos que puedo hacer es visitar la celda donde estuvo recluido el preso. Sé de antemano que todo está en orden. No obstante, puede que encontremos algo que hayan pasado desapercibido hasta ahora. Sé por experiencia que cuanto más se observa la escena de un crimen, existe una mayor posibilidad de resolver el caso.

—Está bien. —No hubo ningún impedimento—. ¿Desean que les acompañe?

—Si no es mucha molestia.

—¡En absoluto! —exclamó, entrelazando los dedos de ambas manos—. Será un placer ayudarles en todo lo que consideren necesario. Soy el primer interesado en que se sepa la verdad y se esclarezcan al fin las causas de la desaparición.

Minutos después, los agentes de la BIC, en compañía del director, ascendían las escaleras centrales que habrían de conducirles a la primera planta.

Allá donde mirase, Fernández-Luna solo veía lúgubres corredores, puertas de hierro y cancelas enrejadas. Aquel lugar le trajo a la memoria los ergástulos donde los inquisidores solían encerrar a los hombres y mujeres acusados de herejía en los terribles años del oscurantismo medieval. Incluso llegó a pensar que detrás de alguna de aquellas puertas destinadas a labores funcionarías pudieran esconderse complicados instrumentos de tortura. La podredumbre de aquel régimen disciplinario aventaba la corrupción.

Ródenas se detuvo frente a la celda 513. Los policías permanecieron junto a la barandilla.

—Aquí es —les dijo en tono neutro. Luego alzó la mano para llamar la atención del celador que realizaba su ronda de inspección al final de la galería—. ¡Arturo! Haga usted el favor de venir un instante.

Ripoll aceleró el paso. Sabía que el director antipatizaba con los parsimoniosos.

—Buenos días, don Ceferino —saludó cortésmente el funcionario—. Dígame qué se le ofrece.

—Abra la puerta. Los caballeros desean inspeccionar nuevamente la célula.

—Le recuerdo que ayer mismo ingresó un falsificador de monedas que…

—¿A qué viene tanto remilgo? —inquirió en tono apremiante—. Que permanezca de pie en una esquina hasta que nos vayamos. Para eso lleva usted una porra… para imponer autoridad.

Ripoll procedió según las órdenes: descorrió el pasador después de abrir con llave la cerradura. Sentado en el camastro había un hombre de mediana edad, de largas patillas y pronunciadas arrugas. Un duro de plata, de los que falsificaba en su taller de la calle San Severo, iba cayendo entre sus dedos de forma escalonada. Era un habilidoso juego aprendido de niño.

—Ponte en pie, Fermín —ordenó el celador, echando mano del garrote que pendía del cinto—. Ve hacia ese lado y no se te ocurra moverte. —Le indicó el muro más alejado de la puerta.

Con cara de pocos amigos, el recluso accedió a la petición por temor a recibir un golpe en las costillas.

El primero en entrar fue Fernández-Luna, que miró en derredor suyo con el propósito de fotografiar mentalmente aquel cubículo de reducidas dimensiones. Calculó que no tendría más de cuatro metros de largo por dos y medio de ancho. Resultaba claustrofóbico. Al margen del camastro, en cuyo colchón anidaban incontables parásitos, había una pequeña ventana que daba al patio interior, así como un mugriento retrete que apestaba a demonios. En el suelo pudo ver un plato de metal con restos de comida. Unas cuantas cucarachas correteaban en su interior.

Carbonell se colocó a su lado.

—¿Hay algo que llame tu atención? —le susurró al oído.

—Sí, claro… el modo infrahumano en que viven los presos —pensó en voz alta. Dicho esto, se dirigió al director—. ¿Cuántas comidas reciben al día?

—Dos son suficientes —alegó Ródenas, con gesto incómodo—. Debido a la grave crisis económica que vive el país, la Dirección General de Prisiones ha recortado el presupuesto que anualmente se destina al sustento y alimentación de los reclusos. De hecho, lo sobrellevamos gracias a las postulaciones de las monjas.

—¿Y cuando tienen sed?

—Con un bote sacamos el agua de la cisterna del retrete —terció el falsificador con voz cavernosa, interviniendo en la conversación—. Pero tiene muy mal sabor —se quejó, escupiendo hacia un lado.

Fernández-Luna no salía de su asombro.

—¿Es eso cierto? —Volvió a encarar al director.

—En efecto, son las normas —respondió de forma concluyente—. Se dispuso que cada celda tuviese su propio escusado por ese motivo. Además, para evitar que los presos se comuniquen entre sí a través de los desagües, las tazas están dotadas de un mecanismo que obtura el sifón al levantar la tapa. Cuando lo utilizan, se enciende un indicador que hay fuera y su luz avisa a los guardianes. De ese modo espiamos sus movimientos —reconoció sin ambages—. El problema es que algunos presos ya han conseguido inhabilitarlo.

El madrileño se acercó a la ventana a fin de comprobar los barrotes. Golpeó los muros con el bastón, sin ningún resultado. Todo estaba en orden.

—Creo que es suficiente —le dijo a Carbonell.

—Ya te avisé de lo inútil que iba a resultar esta visita.

No dijo nada. Se limitó a reflexionar en silencio mientras salía de la celda. El celador cerró de nuevo la puerta.

—¿Podría hablar con los presos de las células contiguas? —insistió el tenaz policía.

Ródenas accedió a su capricho, advirtiéndole que uno de los confinados era un perturbado mental bastante peligroso, y que el otro, un barbero de la calle Amalia apodado Milhombres, se encontraba a las puertas de la muerte.

Fernández-Luna se decantó por este último a la hora de iniciar los pertinentes interrogatorios, aunque pronto comprendió que aquel pobre diablo no estaba en condiciones de hablar ni de prestarle atención a sus palabras. Recostado en el lecho, el recluso temblaba de pies a cabeza a causa de la fiebre. Por las secreciones sanguinolentas que se podían apreciar en la comisura de sus labios, dedujo que estaba enfermo de tisis. Muy a pesar suyo, tuvo que darle la razón al director: aquel tipo se estaba muriendo.

—Después de esto, ¿todavía te quedan fuerzas para entrevistar a un loco? —le preguntó Carbonell, con cierta incomodidad dibujada en su rostro.

—Descuida, acabamos en unos minutos. Si quieres, no hace falta que entres.

El mallorquín le agradeció que lo eximiera de cumplir con su deber. Lo cierto es que aquel lugar resultaba tan nauseabundo como denigrante. El comisario Salcedo permaneció junto a su inmediato superior. Tampoco a él le agradaba la idea de tener que visitar de nuevo la célula del siciliano.

El celador abrió la puerta de la 512. Un vapor mefítico surgió del interior de la celda. El fétido olor que exudaban las paredes y el suelo se extendió por toda la galería. Fernández-Luna sintió ganas de vomitar. Aquello era una auténtica pocilga.

En mitad de la penumbra avistó la imagen de un hombre acurrucado en un rincón. Santini observaba fijamente la pared, sin pestañear. Estaba completamente desnudo de cintura hacia abajo a fin de que pudiera hacer sus necesidades, ya que resultaba imposible de otro modo al tener inmovilizados los brazos gracias a la camisa de fuerza.

—Tenga cuidado al entrar —le avisó Ródenas, que prefirió quedarse junto a los demás agentes—. El suelo está cubierto de excrementos. El muy imbécil se niega a utilizar el retrete.

Con cuidado de no pisar indebidamente, y haciendo de tripas corazón, el de Madrid entró en los dominios del monstruo. Como no tenía dónde sentarse permaneció de pie, a menos de un metro de distancia.

—¿Cómo te llamas? —inquirió. No hubo respuesta—. No importa, te llamaré Gustavo. ¿Te parece bien así?


Mi chiamo
Maurizio… Maurizio Santini —respondió finalmente, con voz gutural.

—Está bien, Maurizio. —Se acercó hasta poder verle la cara—. Dime… ¿Duermes bien por las noches? —El otro negó con un gesto de cabeza. El madrileño siguió hablando—. Hace unos días se fugó un preso. Estaba justo aquí al lado, en la celda contigua. ¿Tú sabes algo?


Quello non si fa
… Eso no se hace —murmuró entre dientes, atemorizado.

—¿Qué es lo que no debes hacer?


Non devo mangiare i miei somiglianti
. Eso no se hace.

Fernández-Luna se volvió hacia el director de la cárcel, esperando que pudiera explicarle el motivo de aquella respuesta.

—Asesinó a una prostituta de la Barceloneta… y luego se la comió —anunció Ródenas, con cierta sangre fría—. Está loco. No creo que pueda serle de mucha ayuda.

—Comprendo —respondió, volviéndose de nuevo hacia el recluso—. Oye, Maurizio… ¿De verdad que no has oído nada extraño las últimas noches?

El siciliano seguía con la mirada fija en el techo. Ni siquiera se dignó responder la pregunta del policía.

—Déjalo, Luna. Aquí no hay nada que hacer —le aconsejó su colega, desde el corredor.

Ya se marchaba, pues ciertamente aquel tipo estaba desequilibrado y no atendía a razones, cuando lo oyó susurrar una frase en su idioma natal.


Il cibo è eccellente
.

Aquel comentario llamó su atención. Lejos de seguir insistiendo, salió de la celda antes de que las náuseas le gastasen una mala pasada y vomitara violentamente allí mismo.

Ripoll, a toda prisa, cerró la puerta y echó el pasador de hierro.

—Y ahora, ¿a quién desea interrogar? —inquirió Ródenas, intuyendo que el policía de Madrid habría de hacerle perder un poco más de su tiempo.

Fernández-Luna alzó la mirada hacia la torre de control.

—Creo que iremos a hacerle una visita al ojo que todo lo ve…

9

Y ahí estaba Narciso Torrench, guarecido tras los cristales del panóptico de forma octogonal, pertrechado con las armas reglamentarias y magistralmente vestido con su uniforme de guardián. Poseía una mirada inteligente. Su rostro desplegaba un estereotipado gesto de madurez. Al igual que el resto de los guardianes, antes de convertirse en funcionario había cursado sus estudios en una academia militar. Un recurso de esa índole le confería cierta confianza a la Dirección General de Prisiones, que solía escoger escrupulosamente a los hombres que habrían de disponer la sistemática vigilancia y control de los reclusos. Fernández-Luna, como policía, lo sabía por experiencia. También él había iniciado su carrera en el Ejército español. Existían ciertos valores éticos, inculcados con disciplina, a los que era difícil sustraerse.

El director de la prisión formalizó las presentaciones. Como Torrench ya había colaborado con los agentes de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona, y conocía de sobra al comisario Salcedo y a Carbonell, centró su atención en la figura del madrileño. Ambos estrecharon sus manos. Fernández-Luna intercambió con él unas palabras de cortesía, agradeciendo su colaboración.

Una vez que rompieron el hielo, el hombre enviado por el general La Barrera inició su batería de preguntas:

—Dígame, Narciso… ¿Estaba usted de guardia la madrugada del 9 de septiembre? —Sacó el bloc de notas para ir apuntando los detalles más significativos de la conversación.

—En efecto, señor —contestó el vigilante—. Comencé mi turno a medianoche. Debía permanecer de guardia hasta las nueve de la mañana del día siguiente, hora en que los celadores de las distintas galerías terminan de pasar revista a los presos.

—Y por supuesto, no vio nada extraño.

—Usted lo ha dicho —afirmó de manera incuestionable—. Este lugar, cuando todos duermen, es un auténtico cementerio.

—Curiosa analogía —subrayó Fernández-Luna, frunciendo luego la mirada—. Y sin embargo, la noche de autos un hombre se escapó de su celda. Por lo que yo me pregunto… ¿Cómo es posible que alguien se fugue de una cárcel que está construida de tal forma que es imposible dar un paso sin que lo observen? ¿Quiere hacerme creer que Igor Topolev es realmente un brujo, alguien capaz de volatizarse en el aire por arte de magia? —enfatizó, alzando la voz a propósito.

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